Otra vez en Senegal

1

El vuelo que tenía prevista su salida a las 17,30 se retrasa porque un pasajero se niega a volar. Un ataque repentino de pánico (aunque sospecho que todos los ataques de pánico han de ser repentinos) se ha apoderado de él y lo lleva a cometer el disparate de echarse a caminar por las pistas. El comandante da noticia por los altoparlantes, se está procediendo a la búsqueda y retirada de su equipaje, dos maletas facturadas, por lógicos motivos de seguridad. Creo que, con más o menos intensidad, a cada uno de los viajeros acomodados en los asientos se nos pasa por el magín aquello de una bomba en la maleta, y la pantomima del miedo que lleva al sujeto a abandonar el lugar del crimen. Pero no es verosímil la historia después de armar tanto alboroto.

Atravesábamos en un aparato a motor la región de Transilvania sobrevolando extensos montes delineados por cortafuegos. El día era claro. Vítor, sentado a mi lado, no paraba de hablar aquejado por cierto nerviosismo que confería a su voz el timbre de la ilusión. Él no era un novato en eso de volar, ya lo había hecho en diversas ocasiones desde Lisboa a Bissau, cuando estudiaba en la metrópoli, y más recientemente en sus viajes a Moscú, por lo que la leve vibración de su voz, pensaba yo, venía a trasmitir el sentimiento que lo embargaba. Pudo ser la masa verde de las copas de los árboles, que de vez en cuando nos inclinábamos a contemplar, lo que le traía el recuerdo de las tierras devastadas por las bombas de napalm, o el tabletear de los motores que se me antojaba como el fragor del combate en plena selva, cuyos ruidos y cuyas llamas gelatinosas hacían huir llenos de espanto a los animales hacia zonas más seguras, lo que llevaba a Vítor a hablar sin pausa de la lucha de su pueblo y de cómo, según iban liberando territorios, lo primero que instalaban eran las escuelas de alfabetización; unos techados de palma y una pizarra constituían todo lo necesario, o todo lo asequible, para dar clases a los niños y a los adultos. Vítor se emocionaba con facilidad y hasta perdía a veces su elegancia, aquella primera impresión que me causara con su camisa blanca bordada con hilo de seda blanco, su introvertida dureza con la cabeza alta cuando explicaba la muerte con que sentenciaron a los colaboradores de los colonialistas infiltrados en sus filas; toda su prestancia se hacía añicos cuando se sentía acosado por algún que otro recuerdo o acontecimiento sobre su pueblo, y lo transmitía sin pretenderlo. Poco antes de esta gira, que se preveía con una duración de siete días y sería el colofón del curso: una excursión placentera por Rumanía, Vítor estuvo a punto de abandonar la escuela y partir para Bissau. Apareció inundado por las lágrimas en el rellano de la escalera dejándonos a todos perplejos y a la espera de que informara de la catástrofe. Al fin Olguita pudo decirnos que se trataba de la muerte, por accidente de tráfico, de un amigo suyo. Luego, dejando tiempo a que se calmara, lo visité en su habitación y más tranquilo me contó cómo a la pena y el drama por la muerte de su camarada Chicote se unía la tragedia por la muerte de Francisco Mendes, uno de los pocos cuadros con que contaba el partido y el país, porque los colonialistas, cuando fueron expulsados, dejaron la mísera cifra de ocho o nueve personas con alguna formación en toda Guinea, el resto eran analfabetos, gentes de distintas etnias difíciles en poner de acuerdo. Por la noche Vítor se había transformado. Dejó atrás las lágrimas y asistió a la fiesta, pero todos sus cantos estaban impregnados por la fatalidad. Quem matou Amílcar Cabral?/ Quem matou Amílcar Cabral?/ Foi um individuo de olho de vidrio que se chama Spínola...

Cuando despega el avión de Barajas son las 6 de la tarde y retraso el reloj dos horas para situarme en el horario de Senegal, donde me espera Pathé. Hoy es 15 de junio y hace tres días tuvimos nuestra segunda conversación telefónica en la que me dio un presupuesto de 1.100 euros que cubría sus honorarios de guía, el alquiler de un vehículo con aire acondicionado y el chófer, y otros gastos que pudieran surgir con respecto al vehículo. Lo sorprendí cuando le dije que tenía en mi poder el billete de avión con fecha 15 de junio y que llegaría a Dakar a eso de las 21 horas. Tras la sorpresa una voz grave que se alegra sin fingimiento y que pregunta si cuento con el visado para Guinea. No, le digo, tendré que conseguirlo en Dakar pues en España no hay embajada donde solicitarlo. Dejamos también atados otros aspectos del viaje.

Ahora, camino de Dakar, tengo la sensación de haber puesto en marcha el capítulo final de una historia. Algo me dice que tanto si encuentro a Vítor como si no, la historia de nuestra amistad perdida en el laberinto del tiempo dejará de tener el sentido mítico que ha cobrado. Mi vuelta de Guinea Bissau será como haber extraído el último cubo de agua, con restos de barro, del pozo de un sueño de dudas que viene durando veintiséis años.

A mi lado, junto a la ventanilla, hay un joven con la cabeza rapada y gracias a que el avión no lleva el pasaje completo entre él y yo queda un asiento vacío. Esta distancia permite, sin que se cree algún tipo de tensión, que ambos guardemos nuestros silencios.

2

Volamos sobre el Atlántico cuando una voz femenina, que se presenta como el sobrecargo, anuncia que en breve se servirá un buffet a los pasajeros de la clase business, y el resto, si lo desea, puede solicitar a los aeromozos el servicio de catering que no está incluido en el precio del pasaje.

El servicio de catering incluye el vaso de agua al precio de un euro. Decido no beber hasta llegar al aeropuerto de Las Palmas, donde haremos una escala que no estaba prevista cuando reservé el billete. Me siento ligeramente indignado.

Oh, qué copa deliciosa nos diste para beber / lágrimas y cantos por el camarada muerto...

3

Pathé vive en M`Bour, a pocos kilómetros de Saly, donde se trasladó con su mujer Fatú y su hijita porque así está más cerca de los turistas, más cerca de la fuente de trabajo. Tanto Saly como M`Bour parecen una inmensa playa en la que se hubieran dispuesto las calles colocando sólo los bordillos sobre la arena.

Acaba de subir al todoterreno que tiene alquilado para recibir a su cliente y pone en marcha el sistema de aire frío. Apenas sí se nota. Baja la ventanilla para no asarse. Anda un poco confuso con las últimas palabras que le dijo el español porque no sabe cómo interpretarlas. Mañana, nada más levantarse, tendrán que ir a la embajada de Guinea Bissau para conseguir el visado, ni él ni el chófer lo necesitan, los centroafricanos no necesitan de esos papeles para pasar de un país a otro. Sólo el coche precisa tener en regla el seguro. Mientras recorren los ochenta kilómetros que les separan de Dakar, camino del aeropuerto, apenas cruza unas palabras con Ada. Ada no es muy hablador y él lo valora como una cualidad de buen conductor, pero en estos momentos le gustaría recibir su opinión sobre lo que el español le dijo. Se conocen desde hace tiempo aunque siempre que han estado juntos ha sido por motivos de trabajo.

-El tubap me dijo que quería comer en los mismos restaurantes en que yo comiera.

-Por mí no te preocupes, yo me arreglo muy bien solo.

-También me dijo que quería que me hospedara en los mismos hoteles que él.

-Pero tú ya lo conoces, ¿no?

-No lo suficiente.

Ada suelta una risa sin prejuicios y añade con ironía:

-Pues ahora lo vas a conocer muy bien, a fondo, yo os recogeré por las mañanas, a la hora que me digáis.

Los dos ríen.

Han salido de M`Bour con un margen de tres horas y media para que el atasco que se forma a la entrada de Dakar no les impida llegar al aeropuerto antes de que lo haga el avión. Por el camino Pathé cavila su estrategia.

4

En Las Palmas nos han trasladado directamente a una sala de tránsito. He guardado la hoja del menú elaborado con la colaboración de Gate Gourmet, compañía líder en catering de aviación, y ojeándola he recordado que tengo sed. De un vistazo puedo observar que la sala no está acondicionada para cobijarnos adecuadamente el tiempo que dura la escala, y que no tiene salida que la comunique con el resto del aeropuerto. Como impulsado por un resorte me encamino a la entrada donde soy obstaculizado por un policía que me espeta que no puedo salir. La indignación crece y expongo con rudeza que necesito beber agua. Nos miramos. Él sabe y yo sé que no es la sed la que me empuja a actuar así, y yo sé que él sabe que no cejaré en el empeño.

-¿Dónde puedo poner una denuncia? -Le digo.

-Esto es responsabilidad de la compañía con la que viaja.

-¡A mí no me importa quién es el responsable! -Insisto.

El policía señala con el dedo, en el otro lado de la sala, a una mujer de uniforme marrón con pañuelo de colores al cuello:

-Pregúntele a ella.

Después de unos minutos la señorita del pañuelo de colores abre una puerta lateral de grosero aluminio por donde salgo a la cafetería.

A mi regreso camino despacio sin levantar los ojos del suelo creyéndome culpable por un privilegio discutido (en cuyo enfado me han llegado a preguntar si poseo pasaporte comunitario), hasta que poco a poco siento la insistencia de una mirada. Ya he atravesado nuevamente la sala, en sentido contrario, y al levantar la vista observo muy cerca de mí los ojos avellana de una mujer madura de extraordinaria belleza que me trasmite, casi con palabras, que ha seguido mis discusiones dejando entrever su complacencia. Le ofrezco la botella de agua, que aún no he abierto. No la acepta, pero me siento a su lado. (Qué otra cosa podía hacer / más que contemplar...). Al fin me decido:

-¿Cuál es tu nombre? -Pregunto al tiempo que los altavoces nos llaman para embarcar.

Hay un silencio en su boca y una sonrisa en sus ojos. Hago un nuevo esfuerzo:

-Noutulu.

Ella se pone en pie y cuando va a echar a andar, se vuelve y dice:

-Soy Alium Sitie Yata.

Cuando intento acercarme para seguir conversando, decirle mi nombre por ejemplo, dos hombres grandes se interponen entre nosotros y luego hacen sitio a la gente que se incorpora por los flancos y así va creciendo la distancia entre ella y yo.

5

Ni subiendo en vuelo para remontar las nubes es posible escapar al pensamiento dominante, porque éste es capaz de tomar posesión de un cuerpo joven (que debía ser rebelde) y sentarse otra vez a tu lado, con un asiento vacío por medio, para disparar los dardos de la palabra. El omnipresente pensamiento imita a veces las voces de sirenas que te atraen y debes ajustar el cinturón para no dejarte arrastrar por su constancia, su duración permanente.

La conversación comienza así:

-He visto que este avión tiene por nombre Cuba.

E indudablemente son las imágenes de la isla, que se proyectan en múltiples pantallas terminales, las que han sugerido el tema al joven de cabeza rapada.

-Sí, también yo he reparado en ello.

El joven habla italiano y yo le contesto en español. En el mismo momento en que aparece la plaza de la Revolución, con el gran icono del Che sobre el mural, agrego:

-Es interesante.

-¿Qué es lo interesante? -Pregunta rápido con sonrisa pueril.

-Si hablamos de Cuba, muchas cosas. Sus gentes, por ejemplo, que son amables y cariñosas, y si hablamos de sus gentes pues Fidel y el Che Guevara. -Contesto señalando la pantalla más cercana.

-¿Interesante...? -Se pregunta en voz alta mientras piensa una respuesta aguda con la que rebatir mi opinión-. Tal vez fuera interesante hace sesenta años.

No cabe duda de que el joven ha echado mal la cuenta, pero para entonces, sólo con intuir su intención, ya he apretado el cinturón del asiento en torno a mi estómago. Luego dijo algún pensamiento que le vino a la cabeza y yo le contesté que me disculpara, que no le había entendido, que no comprendía bien el italiano. ¿Y el inglés? ¿Y el francés? Tampoco, sólo español y a veces ni siquiera español, sólo castellano.

El joven terminó arropando su cabeza con la manta. Al menos en algo coincidimos: también a mí me molesta la frialdad mecánica del aire acondicionado.

Otra vez en soledad y en silencio revivo el incidente para constatar que me he hecho viejo (esto lo percibo siempre que salgo del mundo que me he construido), y como tal debo de dar otra oportunidad al muchacho. ¿Hasta dónde podía alcanzar su intencionalidad al decir tal vez fuera interesante hace sesenta años? No creo que haya querido herirme, simplemente se ha dejado llevar por el ímpetu de su edad, ha querido mostrarse inteligente, conocedor de la historia, sólo ha querido enfatizar con el tiempo transcurrido para hacerme ver que todo ha evolucionado. ¿Qué puede saber este joven de aquellos años -me pregunto- salvo lo que haya leído o lo que haya oído contar? Seguro que las imágenes que él guarda no pasan de ser iconos, grafismos publicitarios, que en nada pueden aproximarse al sentimiento de un hombre tras un fusil defendiendo una causa.

Cualquiera de ellos no era una idea de guerrillero que se desprendiera de la imagen de Fidel, eran carne de libertadores con heridas de metralla en el pecho, como Paulo, al que le cruzaba una hermosa cicatriz por encima de las tetillas. ¿No era Amílcar Cabral un líder de la revolución africana que fue asesinado a los 49 años, cinco después de que lo fuera el Che, por defender la independencia del África negra?

No era casual que la habitación 108 del anexo sindical fuera un centro de reunión. A mí me gustaba el trasiego de gente aun cuando me privaba de cierta libertad, pero la visita que recibía con más agrado era la de Olguita y Vítor. Aprendía mucho sobre los pueblos de América y África; todas las noches se generaban discusiones acaloradas sobre las distintas tendencias dentro de sus organizaciones.

Olguita nos explicaba que también en Panamá existían guerrilleros. Nosotros, principalmente Vítor y yo, bromeábamos con las cosas que ella decía, aunque iba entrando poco a poco en nuestras cabezas que aquella mulata, divertida y coqueta, tenía unos criterios muy claros. Pero nos hacía dudar cuando se mostraba partidaria de Torrijos. Omar Torrijos, el coronel -yo lo había leído en algún sitio-, cursó sus estudios en la escuela militar yanqui de Panamá. La escuela era la avanzada de la CIA y por ella pasaban militares de todo el continente. No parecía hombre de fiar y en cambio ella le daba un sincero apoyo.

A pesar de haber transcurrido casi dieciocho años, el asunto cumbre de nuestras reuniones es la revolución cubana. Todos tenemos opinión. Todos sentimos un profundo respeto y circulan por nuestras manos escritos atribuidos a los comandantes Fidel Castro y Ernesto Guevara.

Un día sorprendí a Vítor ensimismado. Tenía la vista perdida en un ángulo cualquiera del aula. Lo dejé un rato. Miraba el ángulo y dibujaba en un papel. Parecía que extrajera sus ideas de aquel rincón. Empujé su codo y le pregunté si estaba pensando en Olguita. Rió fuerte, desde dentro, y me enseñó el dibujo.

-¿Qué es eso? -parecía una mancha de las que usan para los psicoanálisis- ¿nos van a hacer un test?

-Esta é a nossa patria amada: Guiné-Bissau.

Hacía pocos años que Amílcar Cabral había dado ese nombre a los territorios liberados de la Guinea portuguesa. Vítor lloraba. Sus lágrimas eran siempre una sacudida para mí que no recordaba cuándo había llorado por última vez. Tomé su dibujo y lo guardé entre las páginas de mi cuaderno. Él transmitía otra forma de pensamiento. Decía palabras que yo habría endurecido sin darme cuenta. A veces pasaba su mano por mi hombro como cuando yo era niño e iba al colegio con mis amigos. Recuerdo un día que salimos de paseo. El jardín botánico quedaba cerca de la escuela. Íbamos perdidos en la suavidad del tiempo y en las historias de su país cuando cogió mi mano. Tomó mi mano como si aquello fuera lo más natural del mundo. Sentí un escalofrío. Rubor. Creía que todas las personas con las que nos cruzábamos se hacían preguntas sobre nosotros, pero no la retiré. Nunca le pregunté si notaba mis reacciones internas. Caminamos así mucho tiempo, casi un siglo, hasta que nos agachamos para leer el nombre de una rosa: Foc de tábara, era una rosa de terciopelo rojo.

¿Acaso alguien puede venir volando a robarnos los recuerdos? ¿Qué es lo interesante? La pregunta del joven en pleno vuelo, en pleno desplazamiento de un lugar del planeta a otro, en pleno tránsito de una acción a otra, en plena peregrinación de la vida en su vivir diferentes y consecutivos momentos, nos llevaría a preguntarnos si es el viaje un lapso de tiempo entre dos trozos de vida o si constituye también en sí mismo otro trozo de vida. Miré al joven arropado hasta la cabeza con su manta y me vi yo mismo, también enroscado en ella, cubriendo mis partes más débiles: la tripa y las cervicales. Podíamos ser dos parias olvidados en cualquier rincón del mundo si no fuera porque viajábamos a bordo de un avión.

6

El encuentro con Alium Sitie Yata resultó infructuoso debido a mi timidez. Me levanté tres veces del asiento y recorrí el pasillo (con la absurda e íntima justificación de dirigirme a la toilette) y con la clara intención de encontrarla y comenzar la conversación que no había llegado a iniciarse. Sí, de hecho pude ver el tocado de su cabeza, un esplendente pañuelo blanco con bordados de seda blanca anudado como corto turbante, pero no me atreví a sentarme a su lado, ni siquiera a pasar delante de ella para observar si me reconocía. Sólo cuando tomamos tierra y las azafatas dieron prioridad en la salida a los viajeros de primera clase, quise adivinar que me dirigía una mirada antes de empezar su descenso del avión.

7

En su condición de guía independiente Pathé espera tras las vallas metálicas, fuera del edificio del aeropuerto, en medio de unas cuarenta personas que se agrupan para recibir a los viajeros. Ha dibujado en una hoja de papel el nombre de TOMAS porque tiene dudas en reconocer al español después de los meses transcurridos. Es una dificultad que tiene que superar: los rasgos de la cara de los tubap parecen diluirse, perderse dentro de su propia claridad. Cuando tenga su agencia no vendrá él a recibirlos pues el primer contacto le aterra; lo harán sus empleados a los que entregará un cartel de buenas dimensiones donde estará impreso el nombre de su compañía: VIAJES N`DOUR. De pronto el temor por no reconocerlo desaparece (el hombre al que esperaba está frente a él) y en su lugar nota una pequeña turbación, y un calor que no puede confundir con la temperatura del ambiente, al saber descubierta su debilidad por el cartel que aún mantiene en alto. ¿Cómo se ha podido desdibujar en su recuerdo aquella nariz?, se pregunta, ¿y esa barba canosa? Ahora sí las recuerda, pero más que en imágenes, escondidas tras las palabras de un pensamiento que le asaltó cuando charlaban en el cenador del hotel y que se cuidó mucho de no mencionar: "este hombre fuma con pipa para ocultar su nariz; es tan larga que parece que siempre estuviera dispuesta a saltar de su cara; además no tiene labios, por más que miro por detrás del bigote no alcanzo a ver sino una rayita".

8

Ada es alto y fibroso como un jugador de baloncesto. Ha hecho intención de coger la pequeña maleta del viajero pero éste se ha resistido no entregándola hasta que ha abierto el portón trasero del vehículo, dejándosela entonces para que él la acomode a su antojo entre su bolsa de viaje y la de Pathé. Luego han partido en dirección al centro de la ciudad, detrás del mercado del Carmen, donde Pathé y el español se hospedarán esta noche.

La comunicación no es muy fluida. A Pathé le asaltan de nuevo sus temores y propone ir a cenar una hamburguesa y luego visitar un bar de copas; es algo que suele romper el hielo con los turistas cuando estos vienen solos.

-Quiero presentarle -dice Pathé- a una joven muy guapa que estudia español. El español está de moda en Senegal, muchos jóvenes lo estudian.

Tras de la barra una muchacha tocada con boina azul le sonríe y él devuelve la sonrisa. En el mostrador hay cuatro o cinco chicas que vienen y van, y en otra mesa conversan dos jóvenes aburridas. La muchacha de la boina explica que acaban de salir del bar unos marineros españoles muy simpáticos. Eran gallegos, dice.

-Entonces encontraste a Vítor.

-Sí, verá, tengo todos los datos para localizarlo. Una vez llegados a Bissau será fácil dar con él.

-Pero primero tendré que conseguir el visado.

-Mañana, a las ocho, nos recogerá Ada para ir a la embajada. Seguro que no habrá problemas, aquí todo es más fácil, pronto verá a su amigo... Sabe, son putas -dice señalando con la vista a las dos jóvenes de la mesa.

-Es de suponer, en esto no varía mucho cualquier lugar del mundo.

-Intentan sobrevivir. África es así, es muy dura, a nosotros nos enseñan a sobrevivir desde pequeños.

-A mí me hicieron creer que podía salvar doncellas secuestradas por dragones, y con esa lógica, que cuando me hiciera mayor podría salvar el mundo de sus males...

-¡Qué bonito! -exclama el joven.

-También me hicieron creer, y esto me da vergüenza decirlo, que podría liberar negritos del paganismo.

-Yo soy islamista.

-Yo no soy nada. Pero tú no pareces un gran practicante a juzgar por la copa que estás tomando.

Pathé rompe a reír sin disimulo. Es una risa fuerte y franca.

-No bebo alcohol, hoy lo hago por acompañarle.

-Entonces podías haberlo dicho antes porque me encuentro cansado del viaje. ¿Qué te parece si nos vamos al hotel?

-Tomaremos un taxi, a estas horas hay gente mala en las calles de la capital.

9

No estaba cansado, hubiera preferido callejear por Dakar en la noche para escuchar sus ruidos y sus silencios, mas no me pareció oportuno contradecirlo cuando mostraba una gran atención observando cuanto habíamos hablado. En el hotel Oceanic reservó una habitación doble. Yo elegí la cama más cercana al balcón.

Pathé se interesó por mi amistad con Vítor y algo tuve que contarle, pero me pareció necesario que interpretara desde el principio que no era una amistad de esas que nacen desde la infancia, en el mismo patio de casa, y se va enredando más y más con el paso de los años. No, le dije, ya éramos adultos cuando nos conocimos y estábamos muy lejos de nuestras casas. Los dos andábamos tras la misma chica y a los dos nos unía esa locura de la que te hablé por salvar el mundo.

-¡Qué bonito! -volvió a exclamar el joven, y recordé que cuando lo dijo por primera vez en el bar lo alumbraba la luz de un foco que me dejó ver, a través de los agujeros de su nariz, un hueco profundo y negro que afeaba sensiblemente su rostro. Entonces le dije que tendríamos tiempo de hablar de Vítor a lo largo del viaje, le deseé buenas noches y me di media vuelta en la cama para mirar la claridad que se colaba por los batientes de las contraventanas.

Ya estaba avanzada la noche cuando salimos a pasear por las calles de Arad. Pretendíamos tocar la luna con los dedos a través de las cúpulas de sus edificios. Olguita siempre en el centro menos cuando Vítor y yo nos disputábamos, a dentelladas juguetonas como cachorros peludos, el calor de sus palabras almibaradas. Y reíamos en la pelea mientras ella coqueteaba. El amor nos venía rondando.

La broma nos había llevado a modificar -por la dificultad de Vítor para pronunciar el castellano- el nombre del coronel Torrijos, habiendo degenerado en el juego de palabras hasta decirle: coronel Touriño. Y formábamos un dúo espeluznante para cantar a Olga:

"Touriño, sí. Touriño, no.
Touriño será general,
pero nunca guerrillero
hasta que recupere el Canal".

Ella se enfadaba con su blando furor caribeño y nos gritaba: "¡Que ustedes no comprenden que Omar Torrijos está obrando correctamente!". Estos gritos, en una sosegada noche de verano, debían de sonar a los vecinos de aquella tranquila ciudad como ladridos lejanos.

10

En la embajada de Guinea Bissau aprendí lo que es una cola.

Pathé observa atento todos mis gestos y movimientos mientras trato de solicitar el visado. El funcionario me pide dos fotografías. De pronto todo se hace gris: ¿quién iba a pensar en la necesidad de una fotografía?

-¿No es posible arreglarlo sin fotografías? -pregunto.

-Claro. Es posible -responde el funcionario.

Pero la gestión no avanza. Se ha quedado congelada en medio del silencio. Pathé se acerca para decirme que pregunte el precio del visado.

-Quince mil sefas -indica el funcionario.

Pongo los quince mil sobre el mostrador de la ventanilla, pero la gestión no avanza.

-¿Las fotos? -pregunta de nuevo, y yo creo que cada vez entiendo menos. Otra vez las jodidas fotos cuando empezaba a recuperarme del susto. Pathé sugiere en voz baja que le dé una cola.

-¿Qué es eso?

-Una propina. África es así...

-...Es muy dura. ¿Cuánto debo darle?

-No sé. Cinco mil.

Extiendo un billete y el funcionario toma mi pasaporte y nos invita a pasar, dando un rodeo a las oficinas, a una sala de espera. Es un espacio amplio donde parecen nadar un par de butacas alrededor de una mesita sobre la que hay un pequeño tapete de ganchillo. Más de cerca el hilo se transforma en plástico.

Por la ventana puede verse un mango cuyos frutos, aún pequeños, cuelgan al final de unas varillas. Pathé, tal vez para matar el tiempo me explica que una cola viene a ser como una fruta o golosinas que se ofrecieran a los niños. Estoy contento por tener un guía que me aclara estos asuntos relacionados con la etimología de las palabras.

No hemos tenido que esperar mucho. En diez minutos una señorita nos entrega el pasaporte en regla, y un recibo que justifica el pago realizado. Dice así: "Visto Bissau. 193/04. Pago 15.000 F. Dakar, 16/06/04. Embaixada da Guiné-Bissau". Guardo el recibo entre las páginas de un libro de Jacques Maquet porque estoy seguro de que un día me traerá gratos recuerdos encontrarlo.

Pathé empieza a gustarme después de atravesar el campo de baobabs, donde hay cientos y cientos de ellos todavía sin hojas, dibujados sobre un fondo azul claro, cerca de M`Bour, cuando me cuenta la historia de la sequía mientras tabalea con sus dedos sobre el salpicadero del coche: "Los hombres sabios anunciaron una gran desgracia si el presidente Sédar Senghor prohibía el rito de enterrar a los griots en el tronco hueco de un baobab. Tras el atentado contra la cultura popular el maleficio provocó una sequía que duró once años; pudo ser casualidad, quién sabe, pero tanto el vaticinio como la posterior desaparición de las lluvias fue real, y trajo muchos padecimientos a esta parte de África".

Yo recordaba esa sequía. Debió de ocurrir por los años setenta y Vítor me habló de ella aunque, claro, no mencionó esta leyenda cuyo origen estaba en Senegal. Su preocupación se refería a que la producción de arroz, principal producto agrícola de Guinea, había descendido hasta los límites del hambre.