Camino de Bissau |
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A las once y cuarenta llegamos a la ría, y como ayer, debemos esperar el transbordador. Ada se queda en el coche y Pathé y yo paseamos en el único paseo posible, carretera norte y carretera sur, ida y vuelta entre champas a ambos lados, hasta que decidimos sentarnos en un chamizo alfombrado de conchas de ostra; el olor acre se intensifica con el sol del mediodía. A nuestro lado sólo hay mujeres con niños pequeños y un hombre, entrecano como yo, que mantiene una pequeña cachimba apagada en la boca. Me fijo en el acabado de la pipa, sin barniz pero con un ajuste perfecto. Ya se sabe que esto de fumar es contagioso. Le ofrezco tabaco y me dispongo también a preparar mi pipa. Toma un pellizco y lo agradece en francés. Ambos laboramos en nuestros rituales del placer.
Como imaginaba, Pathé no puede aguantar mucho en este lugar y pronto se levanta para continuar con sus paseos arriba y abajo. Intuyo que es un chamizo para dar cobijo a niños, mujeres y viejos. Fumo sin prisas.
Fumo sin prisas, durante una hora, mirando el agua cercana y sus burbujas; el movimiento de pequeños peces en la orilla; los juncos; la tierra rojiza que se ha convertido en polvo líquido de soportar pisadas y esperar las lluvias; las caritas tiernas de los niños donde se posan las moscas para beber su néctar, mientras ellos juegan distraídos con las conchas y las latas de aluminio aplastadas por los coches. Busco en mi bolsa los apuntes. Me han entrado unas ganas irreprimibles de hablar, de palpar con la palabra cuanto me rodea, porque a pesar del calor me siento a gusto.
-Lleu ñata at ga am. -Pregunto a la mujer joven que está frente a mí, a la madre del pequeño que ha cogido mi gorro de tela y juega a llenarlo de valvas.
Sé que hay al menos una imprecisión en la frase que acabo de componer, porque aunque he señalado al niño, quiero saber su edad, la edad de ella a la que pienso joven. Tengo los apuntes dispuestos para una nueva pregunta, ¿adónde vas?, le diré, y para otra y otra.
Ella no ha contestado, se ha limitado a quitar el gorro de manos de su hijo, sacudirlo, y extenderlo para que yo lo tome. Noto que la frase, construida a duras penas, ha salido de mi boca como una explosión necesaria, y del esfuerzo ante la expectativa me ha quedado un pequeño temblor por las extremidades, pero África no se ha estremecido, todo sigue tranquilo: el viejo fuma su pipa y mira a lo lejos con sus ojos de agua, tal vez pensando en francés por sus adentros.
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(En la espera para cruzar el río -cualquiera entenderá porqué- anoto en la agenda un recuerdo que sin ser llamado se ha precipitado dando un gran salto: "...un caimán nadaba en el Zambeze de sus ojos..."
Estas nueve palabras -u otras parecidas pues los recuerdos tienen sus propios antojos- las escribió un joven corresponsal monárquico en las páginas de ABC cuatro décadas atrás.
¿Será verdad que cuando envejecemos recordamos con avidez lo que nos marcó en la juventud?
Buscar, a la vuelta, aquel artículo en la hemeroteca.
Siento gran satisfacción por haber encontrado su origen en los pliegues de la memoria, pues si no, como suele ocurrir a menudo, podría haber escrito que un caimán se bañaba en el Samse de sus ojos.)
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Pathé se ha alejado pero su presencia planea por el embarcadero. De vez en cuando veo aparecer su rostro prieto que asoma entre otros innecesariamente atento, mirándome cumplidor, serio, vigilante, preocupado. Tendré que decirle que se tranquilice; que yo estoy bien; extremadamente bien; que acabo de vivir un momento de éxtasis por el que vale la pena haber hecho este viaje.
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A las trece treinta embarcamos en el Saco Vaz Bissau. Nos hemos arremolinado cientos de personas en torno al estrecho embarcadero y nos precipitamos alocadamente en busca de un rincón cómodo para la travesía. Pronto nos damos cuenta de que tal lugar no existe, cuando comienzan a subir a bordo los automóviles y con sus maniobras nos desplazan adelante y atrás, a derecha e izquierda; en diez minutos los vehículos se adueñan de la cubierta y nosotros nos acoplamos a los intersticios de sus carrocerías ardientes como si fuéramos murciélagos en una pumarrosa. Ya no somos personas en grupo, todos quedamos diseminados adaptando nuestro cuerpo a los recovecos de las filas de coches y camiones. El sol arriba.
"En el principio había una enorme gota de leche / Vino Doondari y creó la piedra / La piedra creó el hierro / El hierro creó el fuego / El fuego creó el agua / El agua creó el aire..."
Me saca del ensueño un grito joven, la llamada de una niña a otra niña. Ada ha vuelto a quedarse dentro del coche y Pathé asoma su cabeza dos filas más allá, entre los bultos apiñados de una baca.
-¡Yolaaa!
Es la llamada de la venta. La pequeña, que no levanta más de cuatro palmos de la cubierta y uno se lo debe a sus trenzas enhiestas, de erizo, no tiene refrescos para vender, sólo oferta cinco huevos que lleva bien dispuestos en una bandeja. La yola requerida es algo mayor, y ha aparecido en el lugar de la operación a fuerza de contorsiones. Un fresco de hielo por unos sefas, servido en una bolsita de plástico transparente con forma de puño, que es mordida con destreza en la esquina por los labios ardientes de una madre y colocada en la boca del bebé, semejando un frío pezoncito de donde inmediatamente chupa con deleite. El sol arriba.
Resuena el grito en mi interior y percibo algo más que una llamada, algo fácil de intuir y difícil de explicar, un matiz hilado, labrado, a lo largo del tiempo y del parentesco, el gentilicio lanzado como una saeta, como un dedo que te señala y te sitúa en el espacio que te corresponde, que da fe, y es al tiempo un aviso para los demás. La voz lanzada al aire por esa pequeña que no levanta medio metro del suelo está llena de gradaciones; es la voz de mando ante esa respetable razón que las hace cruzar una y otra vez el río, la voz de la subsistencia. Pero también es la voz de la tribu que dibuja sus contornos.
Ahora sé con precisión dónde me encuentro. El ferry se ha puesto en marcha suavemente virando hacia el mar, aproximándonos a la otra orilla del río donde pisaremos aún en territorio diola, su último enclave en estas tierras. Luego, hasta Bissau, atravesaremos pantanos y sabanas habitados de manjacos.
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En la bolsa de mano, que siempre cuelga en mi hombro, llevo, además de la agenda, un libro de J. Maquet editado a principios de los setenta que me sirve para guardar recortes de prensa, un mapa lingüístico, un par de postales y una carta de Vítor, y un folleto de la vida de Amílcar Cabral, de Oleg Ignátiev, impreso en 1990. Acabo de incluir entre las páginas del libro el billete por el paso del Samse. El tique lleva el logotipo del Ministério do Equipamento Social donde figura, en medio de dos grandes palmas, una estrella de cinco puntas. La estrella de cinco puntas que tantas veces habré visto y que siempre despierta en mí el mismo sentimiento de profunda simpatía. La estrella de cinco puntas que nunca he sabido lo que significa pero que interpreto como una muestra de rebeldía. Pienso en el muchacho italiano de cabeza rapada del avión y me pregunto con ironía quién no tiene un logo en su vida; un grafismo; un símbolo; un fetiche, algo que refleja sus deseos o sus temores. Antes de salir de casa releí también un librito antiguo de Poesía anónima africana, título que me parece tan impreciso y lejano como si dijéramos poesía anónima asiática o poesía anónima europea.
(Descubro en la agenda una anotación inesperada. Una gota de sudor cayó mientras escribía en el transbordador y vino a emborronar, como un deliquio, la palabra frutal.
El texto en cuestión es el siguiente:
La yola contorsionista se pasea -es una forma de narrar- entre los coches, subiendo y bajando carrocerías, trepando y reptando con el cubo de las mercancías a cuestas, y a veces se para y se relame los labios con su lengua ******. No es una provocación subliminal para el comercio, es un gesto, un tic prematuro.)
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La travesía ha durado veinte minutos de sol, y mire donde mire, veo la lengua de la yola como una medialuna acuática, del color morado de la carne de sandía. Ada se ha lanzado furibundo de la velocidad mientras yo anoto con trazos inseguros: Beguingue, Nahoante, Campada, Catel... hasta que algo me hace levantar la vista. Ha vuelto el nerviosismo plano que achaco a la cercanía de Vítor. Entre Canjande y Sedengal hemos atropellado a un perro. Un perro rubio de pequeña alzada que antes de ser arrollado ha levantado la vista hacia nosotros...
...Ingore, Carabane Xerife. El tiempo sólo tiene fin en lo pequeño.
-Esto es Bissau -avisa Pathé.
Yo no alcanzo a ver más que una superficie plana. Aún nos quedan algunos kilómetros.
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"25/8/78
Ao meu grande amigo
Tomás
Ao receberes esta minha carta, te encontres de excelente disposição, ao lado da tua familia, são os meus votos sinceros.
Recebi no passado dia 23/8 a tua carta e o livro que me enviaste, o que agradeço imenso.
Tomás, não me foi possivel escrever-te há mais tempo, devido aos meus afazeres. O muito serviço que tinhu não me deixou tempo livre para escrever, bem como aos outros camaradas. Peço-te pardon por isso. Quiero escribir-te en spañol, mas não consigo.
Por cá tudo práticamente refeito depois da morte do camarada Chico Té, embora a sua morte continua a ser sentida.
Tenho acompanhado pelos jornais as noticias de Spanã e os seus problemas.
Sobre a minha ida a Espanha, podes contar com ela, mas para 1979 ou 1980.
Junto te envio dois livros de poesias dos jovens poetas da Guiné-Bissau. Na era colonial, tal não foi possivel.
Por hoje é tudo, camarada.
Abraça-te o amigo.
Vítor S.
P. S. Junto te envio alguns postais da luta de libertação."
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Siento como si hoy estuviera especialmente predispuesto a los descubrimientos; como si el grito de aquella niña -o la muerte del perro- me hubieran despertado de un sueño pasivo.
En la carta lingüística de Guinea Bissau-un pequeño mapa coloreado que elaboré hace muchos años, cuando la influencia de Vítor era tan fuerte y las publicaciones sobre África en España tan escasas-, puedo observar la distribución de sus etnias e intuir la gran importancia que dan a los ríos, que no parecen fronteras naturales que les separen sino elementos integradores que les lleva a ocupar una parte de su curso en ambas márgenes. Así, mientras los diolas se asientan en la desembocadura del Cacheu, los manjacos ocupan el curso alto de la ría cediendo a los bannun un pequeño espacio también a ambos lados; los balantas ocupan el curso medio y los mandingas el curso alto. Y así en todas las rías que conforman el litoral de norte a sur y en los cursos medio y alto de los distintos ríos, desde el Cacheu hasta el Cacine, lugar de los nalu.
Ardo en deseos de compartir este hallazgo con Pathé y Ada, pero para entonces ya hemos entrado en una ancha avenida de la capital y Pathé también consulta sus papeles diciendo a Ada que pregunte por la avenida de los Militares. Pathé está ansioso por comenzar el rastreo de Vítor, pero Ada y yo somos de la opinión de que primero hay que buscar un hotel y un restaurante donde comer.
Observo, no sin que asome en mi ánimo el sentimiento de una sutil complacencia, que después de dar un par de vueltas volvemos a encontrarnos en la entrada de la ancha avenida, lo que viene a significar, para mis adentros, que ahora los tres somos extranjeros.
En ese deambular de los primeros momentos, hemos descartado para alojarnos el Hotel Bissau porque nos ha parecido muy caro. La expresión de Pathé y Ada al conocer los precios ha sido reveladora: ellos no pagarían tanto dinero. No seré yo quien les contradiga. Cuando salimos tengo la impresión de que hay algo de soviético en su estructura cúbica, y en la distribución de sus salones y disposición del personal.
-Cerca de ese gran mercado, un poco antes de donde dimos la vuelta, debe de haber algún lugar en que sirvan comida -comento, y Ada quizás asociando mis palabras de mercado y comida pone de nuevo rumbo al centro.
Pathé baja del coche para informarse y vuelve con un joven que nos va a acompañar en la búsqueda de un hotel acorde con nuestra necesidad y de un restaurante. Es un hombre de tez clara y rasgos finos, de sonrisa agradable, que viste camisa blanca de corte occidental y lleva una carpeta. Se presenta como Aliu y al saludarnos siento la textura cálida de una mano sin complejos, delgada y pulida.
Ellos tres se deciden por un guiso de carne y yo por el pescado. La conversación se precipita durante la comida: ponemos en conocimiento de Aliu -en realidad es Pathé quien informa con un derroche de precisos detalles- que buscamos a un amigo del que no tenemos señas, y nosotros nos enteramos de que él es secretario del sindicato de Comerciantes, que tiene su despacho en un local del gran mercado que hemos bordeado en varias ocasiones, que estudió de pequeño en la URSS, que ha viajado por Europa, que está casado y vive con su mujer y su madre, y que hemos dado con la persona apropiada para encontrar a nuestro amigo. Las perspectivas no pueden ser mejores una vez que hemos matado el hambre.
Aliu nos deja instalados en el hotel Zulú II, que por casualidad está ubicado en una esquina de la ancha avenida y la avenida de los Militares, y al que no se puede, con propiedad, dar el calificativo de hotel; pero nos deja con la quietud de que vendrá a recogernos a eso de las seis de la tarde para comenzar la búsqueda.
9
Muchas veces me he repetido a lo largo de la vida que una persona puede lograr lo que desea a condición de que lo desee de verdad. Es un viejo tópico que me ha venido dando resultados y que también ahora apunta en buena dirección.
Ada decide hacer en solitario un recorrido por Bissau, porque tiene que echar gasolina, lavar el coche y otras cosillas para mantenerlo en perfecto estado. Le encargo que compre una botella de güisqui para la noche. De pronto me ha asaltado esa necesidad de beber un poco; de templar los muelles planos de mis nervios; de ponerme a punto como el coche o de sentarme solo en mi habitación como un inglés aburrido. Pero eso será por la noche.
Ya estoy aquí, me digo. Estoy aquí cargado con todo el cariño del pasado, con todos los recuerdos aunque sin nostalgia porque no querría vivirlo de nuevo. Cada vivencia tiene su momento y el nuestro ya pasó. Sólo he venido para saber cómo estás, y reconozco que me bastaría con verte por una rendija; es más, hay en este nerviosismo mío una especie de temor, un aviso lejano de que nuestros caminos no debían de encontrarse nunca para así guardar lo mejor de nosotros. No sé lo que puedo hallar después de tanto tiempo y sin embargo creo que me dirige esa fuerza que mueve a la humanidad: el desafío ante lo desconocido, porque en estos momentos me eres más desconocido que Pathé o Ada, a los que contraté desde lejos y con los que llevo conviviendo tan sólo tres días.
Hoy, mientras comíamos, he visto el tono personal con que Pathé abordaba la conversación; se ha tomado esta búsqueda del hombre como si se tratara de su propio hermano. No podía imaginar que hubiera calado tan hondo lo que haya podido contarle. A punto estuve -conmovido- de derramar una lágrima ahora que soy más viejo. He visto tu ciudad pobre y polvorienta: derruida. Ganas me dan de preguntarte, cuando te encuentre, si sigues llorando por ella.
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El hotel Zulú II es una antigua y aislada edificación en una sola planta, de la época colonial, que podía haber servido tanto de pequeño acuartelamiento de tropa de policía, a la entrada de la ciudad, como de mansión de algún colono hacendado. Está rodeada por una amplia parcela que aún conserva el trazado de los jardines por la fachada principal, y se convierte en un hosco patio en la trasera. La entrada principal tiene un pequeño y acogedor porche aunque su puerta de forja está inhabilitada, cerrada y guardada por viejas cadenas y candados.
He accedido al porche por el interior de la casa. Pienso bajo este pórtico a una laboriosa mujer de bronce portuguesa, transmutada en ama, que entona un fado a media voz y al caer la tarde, y aunque podía decir que la pienso porque la imaginación es libre, lo cierto es que he sentido un pálpito, un soplo tierno al oído, un tenue beso maternal en la nuca que me ha llevado a escribirlo en la agenda.
En la habitación hay una cama y un ventilador. Por la ventana, que da al descuidado jardín, apenas se alcanza a adivinar, con mucho esfuerzo y a través del cedazo milimétrico, una selva en miniatura donde mis antiguos conocimientos me hacen intuir, más que ver o escuchar, los movimientos de algún lagarto de compañía.
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Nos hemos sentado en un escalón de cemento del patio, a la sombra, mientras Ada da sus vueltas de reconocimiento por la ciudad. Está a mi lado un Pathé tenso aun cuando mantiene su habitual aspecto calmoso.
-Es una suerte haber encontrado a Aliu; con él todo va a resultar más fácil.
-Sí, parece un muchacho muy despierto.
-Es un nómada culto.
Este Pathé siempre me sorprende con sus apreciaciones.
-¡Jodeeer Pathé, parece que tienes fijación con los nómadas! ¿Cómo puedes saberlo?
-Para nosotros es fácil: por su color más claro, por sus rasgos, aunque su gente puede llevar mucho tiempo viviendo aquí.
Al otro lado, frente al escalón, por las paredes de una destartalada casamata, veo a un viejo amigo; un lagarto de buenas proporciones, con una gran cabeza de color amarillo que brilla al sol, con manchas de color gris y negro en otras partes de su cuerpo, en el tronco y en la cola principalmente, que con tranquilidad se pasea por el muro. Yo de pequeño sabía mucho de lagartijas.
-A mí me parece un hombre preocupado por su país.
-Sí, sabe mucho de política.
-Y a ti, ¿te interesa la política?
-Claro, a nosotros nos importa mucho, nosotros siempre hablamos mucho de los grandes hombres de África que terminan asesinados o pasan encarcelados casi toda su vida. Yo también quiero ser político, pero aquí se necesita mucho dinero para serlo.
Pathé siente tanta necesidad de hablar como el lagarto de tomar el sol.
Me dice que Lumumba, Cabral y el mismo Nelson Mandela son algunos ejemplos, y yo le digo que sí, que estoy de acuerdo, pero que la historia de todos los continentes está llena de esos trágicos sucesos, y que con el paso del tiempo, si hay a quién le importe, se descubrirán muchos más.
Yo no quiero traspasarle mis obsesiones porque sé que son viejas cuentas personales con la sociedad, pero si él tiene ganas de hablar, después de un viaje tan lleno de atenciones, eludirlo sería una desconsideración por mi parte.
Así pues, le digo que en mi opinión cualquier país del mundo guarda muertos en sus armarios, y en los muros de sus palacios, y en los tabiques de sus casas; que ya hablamos de Ceausescu y de Torrijos, pero que podíamos hablar de otros muchos asesinatos sin que éstos alcancen la categoría de magnicidios, ya sabes, reyes, presidentes o notables. Mira Pathé, cuando me dices que África es muy dura, creo que comprendo tus sentimientos, pero pienso que tienes sólo parte de razón, cualquier lugar es duro para los que se hacen preguntas.
Me apetece esa botella de güisqui. Tal vez consiga enredarlo esta noche para que me acompañe. La conversación ha continuado con momentos de reflexión, Pathé mirando a lo lejos por encima de la casamata y yo sin perder de vista al lagarto, hasta que la enorme y juvenil figura de Ada ha aparecido por la puerta trasera del hotel con una bolsa de plástico y las provisiones solicitadas. Antes de que Ada llegue a nosotros le digo en tono confidencial:
-Quiero pedirte un favor.
-Claro. ¿Qué favor?
-Cuando te encuentres con Lucas -Lucas es el encargado del hotel- pregúntale si en esta casa vivió una mujer portuguesa.
Son las seis de la tarde cuando llega Aliu para comenzar la búsqueda.
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El plan que nos presenta consiste en visitar, en primer lugar, las viviendas de los militares porque están al otro lado de la calle, frente al hotel, -ahora se comprende el nombre de esta avenida-, para preguntar si alguien conoce a Vítor Sousa. Luego, para no perder el tiempo, iremos directamente al PAIGC. Aliu reserva la visita a Rafael Barbosa para mañana, porque es un hombre mayor, dice, y prefiere avisarle con tiempo.
Su planteamiento es bueno. Algo se ha removido en mi estómago calentándome por dentro; será el sentirme tan cerca de los hombres que otrora cavaban zanjas y trincheras bajo la atenta mirada del partido, y dejaban impresos en postales sus perfiles de guerreros con fusiles al hombro cuando apuntaba el sol en la sabana.
Cruzamos la calle y nos adentramos en un recinto abierto y cerrado a la vez -porque recibimos en el aire una descarga de atención que es imposible precisar de dónde viene- que a todas luces pertenece a los dos bloques de pisos, oscuros y de pequeña altura que se edificaron en ele, y avanzamos tras de Aliu hasta la sombra del mango. Cuatro pares de ojos se han alzado del tablero de ajedrez sin mucha prisa por nuestra presencia y han analizado la situación como si se tratara del próximo movimiento de la partida. El rostro de Aliu se afila. Frunce los labios. Saluda. Explica. Pregunta. La respuesta se hace esperar, surge lenta y es trasmitida a través de miradas cansinas y torvas. Nadie recuerda ese nombre. Aliu se ha transformado en inquisidor. Insiste con nuevos argumentos. Hace la misma pregunta, y sus ojos traspasan la indeterminación de los hombres. Nadie lo conoce.
-No lo conocen, -dice al fin Aliu liberándonos de una situación tensa- vamos al PAIGC.
Cuando atravesamos de vuelta los límites invisibles del recinto recibimos otra descarga: ésta de desapego.
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En el coche Aliu ha vuelto a su normalidad, o a la imagen de muchacho sonriente y amable que nosotros interpretamos como suya en el primer momento. Creo que ésta que acaba de mostrarnos también es su imagen. Fuerte con los fuertes y cariñoso y cortés con las visitas. Me gusta su determinación.
Por el camino dirige nuestra atención hacia todo y todo lo explica. Unos carteles de fondo verde que muestran un sano ejemplar bovino es la enseña de la coalición de algunos partidos donde él milita. Un edificio en ruinas es el antiguo hospital que los portugueses construyeron, para ganar la simpatía del pueblo, cuando la situación se les iba de las manos.
-Primero a la derecha y luego a la izquierda, -marca la ruta- esa gran construcción será, cuando se termine, el Congreso, ahora entramos en el barrio colonial. Esa es la plaza del Che, ya vendremos a tomar un café. Este edificio es donde vive el padre del actual Presidente. Aquí, aquí, para por aquí. Ya hemos llegado.
-¿No hay ningún monumento de Amílcar Cabral?
-Sí, hay una estatua de bronce y el panteón donde está enterrado. Está muy cerca, un poco más arriba, dentro de la antigua fortaleza que ahora ocupan los soldados. Os resultará interesante verla. Podemos ir mañana si queréis.
-Sí.
Del grupo de jóvenes sentados al pie de las escaleras se ha desgajado un muchacho que no representa más de dieciséis años, regordete y con unas gafas que confieren a su semblante el aspecto de estudioso. Aliu se dirige a él, le explica, y sin mediar muchas palabras hace que le sigamos.