Vítor Sousa |
1
Subo las escaleras y traspaso la puerta como si entrara en mi casa. Soy consciente de que en estos momentos ya no es Aliu o Pathé la persona que debe introducirme. También ellos lo han interpretado así y se quedan un poco rezagados. Yo soy quien busca a Vítor. Soy el antiguo militante que vuelve del extranjero tras de cumplir con alguna misión olvidada e intenta tomar posesión del espacio que un día le perteneció.
...Déjame tomarte de la mano / como mil veces tomaste / fraternalmente / a otro africano.
En los pasillos resuena la voz clara de una mujer a la que adornan las vibraciones de la acústica. Avanzamos sigilosos en pos de nuestro guía por el flanco derecho de la sala de conferencias, sobre una gran balconada a través de los arcos, mientras la voz de la conferenciante y sus matices cautiva a la asamblea. La mesa, sobre su tarima, está compuesta por cinco mujeres y todas mujeres son el auditorio. El colorido de sus bubús semeja un enmarañado arco iris. Más de doscientas esplendorosas reinas diola reunidas y sentadas sobre pequeños tronos, calculo y digo para mis adentros en el mismo instante en que atruenan los aplausos.
Hemos alcanzado la cabecera de la sala en el momento oportuno, cuando el roce de vestidos y papeles generan un murmullo que viene a indicar que el acto ha terminado. La presidenta de la mesa, se acerca a nosotros:
-¿Qué desean?
-Busco a un antiguo militante del partido, Vítor Sousa.
La dama me mira.
-Vítor Sousa -se dice al tiempo que cubre sus párpados de ligeras arrugas- Vítor Sousa -repite de nuevo el nombre, pensativa- sí, es el marido de Manuela, espere.
Se nos ha recibido bien, sin porqués ni paraqués, sin esperas y sin ambages. ¡Ay, demonio, todo se ha precipitado!
-Soy amigo de Vítor. Vengo de España. Nos conocimos hace muchos años y en la última carta que recibí de él decía que iría a verme en mil novecientos ochenta. Sé que ha transcurrido mucho tiempo...
-Vítor está en casa... Bueno, ya le verá. Está... enfermo.
2
En algún tiempo remoto había pensado que mi encuentro con Vítor y el sueño que dibujaba de su familia y su mujer sería como una fiesta, como recuperar la alegría de aquellos días alrededor de Olguita, y ahora, camino de su casa me doy cuenta de que no he retenido ni uno sólo de sus rasgos; sólo la voz, cuando no sabía que era suya aquella voz que resonaba en la balconada. A mi lado crece el número de guías: el muchacho estudioso -al que ella ha indicado que nos acompañe-, Aliu, Pathé y Ada, que siguiendo las indicaciones sobre el camino presta su fino oído al silencio que nos embarga adivinando algún pequeño drama.
Para romper con este silencio que no es normal en nuestro comportamiento, tan comunicativo desde que Aliu se ha incorporado al grupo, digo que todo se ha desarrollado de una forma muy rápida, tan rápida que apenas me ha dejado tiempo para pensar en el encuentro con mi amigo, y que habiendo olvidado el cepillo en casa me he presentado ante su mujer sin peinarme y sin cepillar la barba. Ada sonríe con la mirada por el espejo retrovisor y comenta que parezco un rasta. Pathé asegura que él no es capaz de saber cuándo los blancos van despeinados por mucho que los mire; pero el silencio vuelve enseguida. Sé que digo alguna otra cosa, referida a los tiempos en que Vítor nos enseñaba canciones de África; rememoro la del asesino portugués con ojo de vidrio y Aliu afirma de forma vaga, mirando al exterior del vehículo, que tiene algo que comentar al respecto, que ya lo hablaremos en otra ocasión; pero no es posible desterrar el tono sombrío del cortejo.
Claro, todo está influido por la noticia de su enfermedad, pero me hago eco de aquellas palabras de Pathé, me agarro a ellas como a un hierro candente: al menos está vivo.
Anochece.
3
La fachada de la casa, en la oscuridad, guarda algunas semejanzas con la del hotel Zulú. Una verja bordea el patio, y las escaleras, de tres o cuatro peldaños, conducen al pequeño porche de la entrada. Pulsamos el timbre desde lejos, aún en la calle, y al momento aparece en el umbral de la puerta una sombra de limitados movimientos. Aguzo los sentidos. Es él. Reconozco a Vítor en los perfiles de esa sombra, a pesar de los años transcurridos y la irregularidad de sus pasos, y en la voz cuando pregunta: ¿quién es?
-Somos buena gente -contesto en castellano para darle tiempo a pensar.
-...Buena gente -repite Vítor con musical retardo.
-Soy Tomás y vengo de España. ¿Me recuerdas?
-No ...No recuerdo.
Vítor ha bajado las escaleras con dificultad y nosotros hemos avanzado dos pasos dentro del patio. Estamos frente a frente y puedo ver su rostro sin expresión, absorto, como mirando a algún rincón del tiempo. Ya no es prudente presentarme diciendo aquí está el pasado. Todo indica que estoy ante un hombre enfermo.
Vítor está solo en casa. Como cumpliendo con un mandato ancestral nos invita a pasar a un salón recargado de muebles. En mi desconcierto trato de hacerle recordar; le hablo de Rumanía, de la escuela sindical, de Olguita... una sonrisa parece dibujarse en su boca.
-...Sí, me acuerdo.
Hay poco espacio. Hemos entrado todos, incluso Ada ha abandonado el coche a su suerte ante un momento tan esperado. El objeto del viaje. Apenas hay sitio para sacar de la bolsa el libro que le traigo como obsequio. Lo toma en sus manos y lo deposita sobre el aparador dirigiéndole una breve mirada.
-...Gracias.
Silencio. ¿Qué decir? ¿Qué hacer ante quien olvidó el pasado? Nadie puede sentirse anfitrión en casa ajena. Seis hombres a pie firme abrumados por el calor, el espacio y el silencio, pueden sentir en su cuerpo las agujas del infierno y el tiempo infinito. Tomo su mano para despedirme y le digo que me alegro de haberle encontrado. Que se cuide -pienso en ese instante que es una fórmula que se utiliza cuando no tienes esperanza de volverte a encontrar-. Que salude a su esposa en mi nombre; en nombre de Tomás, un viejo amigo.
4
Volvemos a la plaza del Che para tomar café y pausar el infortunio. Ahora el silencio es relajante y está cargado de comprensión en las miradas de mis amigos. Es un hombre enfermo, debo de sentir pena; ya no es quien era pero sigue siendo un hombre, un hombre enfermo, por tanto, siento pena. Me dejo llevar por la lógica, como aquel científico de la televisión que no fumaba. Enciendo una pipa.
-Ahí abajo está el puerto -dice Aliu.
En ese momento me siento una persona querida. Sentado en una terraza de la plaza del Che, bajo las miradas de Pathé, Ada y Aliu, recibo una descarga de comprensión. Soy afortunado porque conservo la memoria:
"Medio suspiro imaginario / La muchacha había venido a mi encuentro / Cuando se le ocurrió a su padre impedirlo / Le hablé con bellas palabras / Pero no me contestó / Te volverás allá vieja, tú y el remordimiento / Nosotros y el amor / Marcharemos a casa."
-Pigiguiti debe de estar cerca -digo, levantando el interés adormecido y el ánimo caído de Pathé y Ada.
-Muy cerca -confirma Aliu.
Entonces, como necesitado de la palabra, me extiendo en explicaciones históricas sobre la cruel represión y la matanza de obreros portuarios. El gobernador dio la orden para la concentración del ejército portugués frente al muelle y los oficiales dieron la orden de disparar contra la multitud desarmada. Murieron más de cincuenta personas, y los heridos, atados y metidos en sacos, fueron arrojados al mar.
-Eso ocurrió hace mucho, a finales de los cincuenta, cuando comenzaban las luchas sindicales.
-¿Recordáis el camino de la casa de Vítor? -pregunto saltando de un tema a otro, como si el subconsciente siguiera trabajando por libre.
-Sí.
-¿Qué os parece si nos acercamos de nuevo para invitarles a comer mañana? Creo que todo se ha precipitado; que todo ha ocurrido muy rápido. Es posible que Vítor no haya tenido tiempo de reaccionar.
Pathé asegura que es una buena idea volver ahora que su mujer estará en casa.
Los tres sonríen y se muestran conformes.
5
En esta ocasión hay un par de niños correteando por el jardín y es la sombra de una mujer joven, que desaparece en el interior, la que se dibuja en la entrada. En el salón la mesa está puesta: platos, vasos y cubiertos en torno a una fuente de ensalada. Mal momento, pienso. Vítor se incorpora con dificultad. Enseguida nos vamos, digo, sólo veníamos con la intención de invitaros a comer mañana.
-No es posible mañana ...Yo tengo que trabajar en el ministerio -dice Vítor.
-Entonces puede ser a cenar -insisto.
Vítor vuelve la cabeza hacia su mujer, que permanece tumbada en el sofá, buscando una justificación o una respuesta y recibe un leve gesto de asentimiento.
-...Bueno ...está bien ...de acuerdo.
Pathé también ha reparado en que estaban a punto de comenzar la cena; se ha sorprendido al saber que trabaja en el ministerio; también se ha fijado en la mujer tumbada en el sofá que, asegura, es una gran mujer que comprende porque ha sido ella quien le ha indicado que aceptara la invitación; y en los niños que corrían por el patio ¿serán sus nietos? y en la sombra de la joven que desapareció ¿será su hija?
Aliu lo confirma: sí es su hija y tiene otra que vive cerca del hotel Zulú. Aliu es un hombre hábil que no pierde el tiempo. Confiesa que en la primera visita interrogó al muchacho estudioso del partido.
En cierto modo es como si viera a Vítor a través de una rendija.
Hay, sin concretar todavía, una pequeña amargura que se va instalando en mi cabeza, ¿o es en el corazón? Un sentimiento que a medida que le doy alas adquiere la fuerza de pequeñas olas turbulentas que no me dejan compartir el optimismo de Pathé. Volvamos a la razón, me digo, parece que me estuviera dejando ganar por la pasión contenida.
-¿Qué tal si vamos a cenar?
6
Con tantos acontecimientos en un solo día, acostumbrado a la soledad de mi mundo, debería sentirme agotado. Pero aún me quedan fuerzas para escribir en la agenda algunas notas. Me refugio en la habitación del hotel -no sé por qué me empeño en seguirlo llamando hotel, quizás porque he pasado de la sospecha inicial de su incomodidad a una identificación con el medio- hasta que suenan en la puerta unos golpes. Intuyo que Pathé tiene necesidad de hablar.
-He visto luz por la rendija. Quiero saber cómo te encuentras.
-¿Y tú?
-Yo estoy triste.
¿Acaso sería sincero si le dijera que mis sentimientos pueden definirse tan sólo con esa palabra? La vida en el mundo interior se desarrolla de forma más compleja. Cierto es que también estoy triste, pero la tristura no tiene porqué traer a la boca resabios de amargura.
-No tenemos sillas. Siéntate en la cama y déjame que te lea lo que acabo de escribir. Tal vez así pueda explicar mejor cómo me siento.
Pathé se sienta y yo permanezco de pie, acercando la agenda a la bombilla del techo y esforzando la vista:
Vítor estaba allí. El fantasma de Vítor salió a la puerta. Una sombra de Vítor que reaccionaba con extrema lentitud dijo, con la indolencia propia de un enfermo medicado, algo así como que pasáramos.
Me esforcé por hacerle recordar, aunque cierta vergüenza me paralizaba. ¿Vergüenza de qué? ¿De haber fantaseado durante tantos años con su amistad? ¿De mi soledad? ¿De haber ilusionado a otras personas con mi propia ilusión y ahora defraudarles? ¿De mi orgullo herido? Cuando le hablé de Olguita dijo recordar pero yo no llegaba a estar seguro de sus recuerdos. Cualquier hombre sonríe ante el nombre de una mujer.
Todo indica que Vítor es persona acomodada en Guinea. Ello me alegra; lo contrario sería injusto desde la apreciación del amigo, pero me preocupa su aspecto aburguesado, que nada tiene que ver con la enfermedad, y que parece indicar que olvidó aquellas ideas que nos animaban. Si yo hubiera cambiado también desearía haber perdido la memoria. ¡Qué sufrimiento si no!
No puedo olvidar al perro que atropellamos. Cuando vi que Ada no podía evitarlo lancé un lamento y luego sentí las potentes ruedas que pasaban sobre una especie de saco de calabazas y no quise mirar atrás. Más tarde los buitres darían cuenta de sus restos.
Me viene este recuerdo cuando pienso que mañana nos sentaremos a la misma mesa que Vítor y no podré hablar del pasado, porque prefiero guardarlo para mí a soltarlo frente a un gesto bobalicón.
-¡Qué bonito! -exclama Pathé- Debes venir con nosotros. Estamos sentados en la puerta. Hablando. Ya pregunté a Luc si vivió aquí una mujer portuguesa. Se ha quedado sorprendido por mi pregunta y va a contar una historia muy bonita.
A mí me sorprende que Pathé encuentre todo bonito. Es muy joven aún.
-Una historia de amor, supongo.
-Sí, ¿cómo lo sabes?
-No lo sé. Lo adivino o lo invento, qué sé yo.
7
La historia que cuenta Luc sería una más de tantas historias de amor y muerte si no concurrieran distintas circunstancias en esta noche oscura y tibia, tan oscura que no se alcanza a ver el rostro de quien se sienta junto a ti. La puerta trasera del hotel, en la calle, es el lugar de reunión y sólo la tenue luz que se desprende del hornillo del té alumbra discretamente y distorsiona los rasgos de quien lo prepara. Pathé está a mi lado para traducirme las palabras de Luc, pero Luc cuenta su historia en una lengua que Pathé no domina y precisa de otro traductor, y a veces de un ayudante que aporta un matiz, y su voz cascada -fingida desde luego pues la voz natural de Luc es de un timbre claro- y la lentitud narrativa para dar tiempo a los traductores, hacen que planee una gran atención entre los oyentes. El escanciador de té nos obsequia tres veces, a lo largo del relato, con su infusión, y el vaso pasa de boca en boca en esta noche africana.
8
Hoy es viernes, 18 de junio, y cuando nos levantamos ya lleva el sol calentando un buen rato. En el desayuno -que apalabramos anoche con el escanciador de té para los tres días, al módico precio de cinco mil sefas,- aún discutimos sobre la historia de la mujer portuguesa. Mientras tomamos un vaso de café soluble y leche en polvo con una rebanada de pan y mermelada, Pathé asegura que murió de amor y Ada rompe en una gran risotada.
-Murió de rabia -asegura Ada todavía riendo.
-¿Cómo de rabia? ¿Qué dices? -le increpa Pathé.
-De la rabia con que la golpeó el oficial portugués cuando se enteró de que lo engañaba con un negro.
-Pero Luc dijo que se tomó un brebaje.
-Luc es un contador de historias.
Pathé quiere que yo también opine.
-Y tú ¿qué crees que pasó?
-Yo me inclino a pensar que Ada tiene razón. Imagino que en aquellos tiempos era fácil que los portugueses se juntaran con una negra, pero era un gran pecado que sus mujeres se enamoraran de un nativo.
Parece que el tono de la discusión se ha relajado, pero todo indica que Pathé sigue dando vueltas al asunto, por la cabeza gacha y el jueguecito que se trae entre manos con los paquetes usados de la leche en polvo y el café soluble. Cuando Ada se levanta para preparar el coche, Pathé me informa con discreción de que Vítor, mi amigo, aunque quizás no me dice nada nuevo, porque yo ya lo sabré seguramente, es hijo de un portugués.
-La verdad es que nunca me lo he planteado -le digo- ¿y tú cómo lo sabes?
-Es fácil; por su color, por sus rasgos y por la herencia.
-¿Qué herencia?
-Sus costumbres y la casa en que vive en el antiguo barrio colonial.
No sé si Pathé será consciente de que me ha dado un respiro con sus observaciones. De pronto veo claro que tanto Vítor como Amílcar, como aquellos pocos que cursaron estudios en Lisboa, no eran negros normales; de haberlo sido no habrían encontrado los cauces para viajar a la metrópoli sino como sirvientes de algún colono repatriado o de vacaciones. Pero no veo por qué yo habría de saberlo. Me alegro de esta observación porque yo había sido más perverso con mis pensamientos y es posible que haya tratado a mi amigo con mucha dureza. De pronto me siento animoso y con ganas de que llegue la tarde para cenar con Vítor y Manuela. No es que tenga la esperanza de que enlacemos la conversación con los recuerdos. No, tal como he visto a mi amigo, pero me gustará que me hablen de sus hijas y de sus nietos; escuchar de sus bocas cómo ha transcurrido la vida, disfrutar con ellos de sus buenos ratos, lo propio entre amigos; no tener que adivinarlo a través de una rendija.
9
La vista de Bissau sigue siendo plana, polvorienta y ardiente, con casas bajas y escasas edificaciones medias, y con sólo una mínima elevación del terreno que sube a la fortaleza y baja luego en un suave descenso hacia el puerto: estamos en el barrio colonial.
Aliu gestiona la entrada con los militares, por unos sefas, para ver el panteón. Al fondo del patio una sencilla bóveda encalada se eleva de la tierra rompiendo con brusquedad el entorno caqui. El sol arriba.
-¿Dónde está la estatua de bronce?
-Luego la veremos -responde Aliu.
Vamos tras un militar al que él parece colmar de atención y explicaciones. Traspasado sin prisas el centro del patio, camino del túmulo, bordeamos un gran cajón de madera. Frente a la puerta de cristal del sepulcro permanezco unos segundos mirando al interior. Es todo el gesto de honra que se me ocurre ante sus restos; tal vez, si no pudiera malinterpretarse mi acción, fumaría una pipa en silencio dejando que el humo inunde mi boca y poco a poco produzca su efecto sedante; por otra parte todo lo que hay que admirar es la sencillez de su construcción.
Enciendo la pipa y paseo por entre unas lápidas -no más de seis o siete- bajo la sombra de un árbol, y me sorprende descubrir la inscripción de una de ellas: Francisco João Mendes "Chico Té" (1939-1978).
Oh qué copa deliciosa / nos diste para beber / Lágrimas y cantos por el camarada muerto.
Aliu se ha reunido con Pathé y Ada y me dejan vagar por los recuerdos.
Aburrido el militar, por falta de público que le dispense atención, se aleja escondiendo un cigarrillo en el hueco de la mano. Al fin solos.
-¿Queréis ver la estatua?
Aliu encamina sus pasos nuevamente hacia el centro del patio y hace un alto ante el cajón de embalaje que ahora se nos muestra en todas sus dimensiones: metro y medio de alto y ancho y unos cuatro o cinco de largo, sin tapa y con los flancos mordidos por la jauría del tiempo, a punto de desmoronarse. En este ataúd descompuesto yace un Amílcar Cabral de bronce, intacto, de proporciones gigantescas, en cuyos pies se dibujan las hembras de los anclajes sin una malformación, sin alguna callosidad o rozadura que pudiera denotar un intento por fijarlo.
-Este símbolo no podrán derribarlo nunca -digo casi sólo para mí, pero con la convicción de que quien no esté de acuerdo guardará silencio.
-Si hablamos de símbolos éste lo sería del primer golpe de estado, de la traición y muerte de Cabral. Yo no sé quién fue la mano ejecutora, quizás fuese la policía portuguesa -Aliu mira en dirección de los guardias de puerta- pero sí digo que fue traicionado por su propia gente, y aquí anda por los suelos la prueba de su mala conciencia.
-Claro -añado yo- el enemigo nunca nos traiciona.
Ada ha vuelto a sonreír. Pathé se muestra pensativo.
(Anoto en la agenda que no hay mala intención en esa frase dicha tal cual por mi parte; que no encierra ni ironía, ni cinismo, ni un jeme de alejamiento del joven Aliu, sólo la pena de que los traidores encuentran grandes ideales que los justifican).
Creo que hemos destapado la caja de los truenos, porque ahora pienso, y digo, que dichos como la historia hará justicia, o todo se paga en esta vida, son sucedáneos del más allá o de la eternidad. Pathé pregunta si no creo en la conciencia de los hombres y le respondo que creo en la de aquellos que la tienen, pero que la conciencia es como la memoria, y a estas alturas del viaje ya sabemos que la memoria puede olvidarse, y que el olvido se pone de moda a cierta edad.
10
Pathé ha preferido, en esta ocasión, acompañar a Ada como guardián del vehículo, más por cambiar palabras con él y guarecerse del calor húmedo del mercado, pienso, que por afán de vigilancia. Yo, que soy hombre solitario en mi vida normal, avanzo con torpeza en pos de Aliu entre el gentío que se mueve con pasos de coreografía en este hormiguero horizontal. Necesito un lametón de brisa.
Será sólo un momento. Aliu saluda aquí y allá y a veces, a los que reflejan interés en la mirada, me presenta como un amigo español que está de visita. Es sólo un momento, insiste. Al fin alcanzamos su despacho en el bajo de una casa disfrazada de tenderete, en pleno corazón del mercado. Es un cuartito pequeño que alberga dos mesas y un ordenador, suficiente mobiliario para gestionar los créditos por trescientos euros para sus asociados y llevar registro de las cuentas.
-Aquí está -me dice pulsando una tecla y rayando la pantalla con líneas y páginas que se suceden de abajo arriba-, éste es el libro en que hablo de los cuatro golpes de estado. Sé que correré peligro cuando lo publique...
-¿Por qué has de correr peligro?
-Porque doy el nombre de los traidores y cuento cosas de los presidentes y ministros que hemos tenido... cosas como que cuando Nino Vieira veía desde su coche alguna muchacha que le gustaba, ordenaba a sus guardaespaldas que se la llevaran por la noche, o cómo hacía viajar constantemente a su secretario para poder visitar a la esposa cuando él estaba fuera cumpliendo sus órdenes, y cómo habiendo vuelto de un viaje antes de lo previsto, se encontró su propia casa rodeada por la guardia del presidente que no le dejó entrar. El jefe de la guardia le dijo que lo mejor que podía hacer era ir a trabajar un rato en su despacho de secretario de presidencia. A la mañana siguiente apareció muerto allí con un tiro en la sien, e hicieron correr la noticia de que se había suicidado. No hubo ninguna investigación, para qué, si todos sabían lo que ocurría. Todos, también los jueces que se lavaron las manos. Todos menos el secretario, que había seguido leal al presidente hasta una hora antes de su muerte.
Aliu sigue hablando cuando regresamos junto a Pathé y Ada, consiguiendo que los ojos de Pathé brillen de envidia como sólo brillan los ojos de alguien que pretende escribir un libro cuando se encuentran frente a quien lo tiene escrito.