De vuelta en Saly

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Aunque ya lo intuía, este viaje me ha hablado de vivirlo no como un desplazamiento de un instante de la vida a otro, sino como un instante de la vida con existencia propia. ¿Pues qué sería el camino entre el nacer y morir sino un viaje plagado de instantes? Lo digo por la urgencia con que Ada y Pathé se han planteado la vuelta.

Son las ocho y cuarto de la mañana del domingo 20 de junio. A esta hora temprana ya hemos atravesado florestas, pantanos y arrozales. Con una velocidad de vértigo y dando tumbos por los barquinazos del mitsubishi, hemos alcanzado la orilla izquierda del río Samse. Yo comprendo que en tan pocos días de ausencia echen de menos sus rutinas, al fin y al cabo sólo el trabajo les ha traído a esta Guinea, pero no quiero pensar que sea una huida de lo que les he hecho vivir.

Ayer Aliu nos asombró con su conversación. A mí me recordó otros tiempos a los que daba por archivados en viejos anaqueles, cubiertos de polvo, y que sólo pervivían para la historia o en universos particulares como el mío, pero creo que para Pathé y Ada fueron el descubrimiento de otras formas de pensar en medio de su propia tierra y de su propia gente. Nos habló del loco presidente Koumba Yalá, que le hizo objeto de sus iras por lo que tuvo que andar escondido durante seis meses; el hombre que tras acceder al poder mediante un golpe de estado, recogía en el libro de Os pensamentos políticos e filosóficos ideas como: "A sociedade constrói-se de grau em grau, ou seja por etapas, para que haja uma evolução normal da história", o "A conquista do poder a través de violencia, hoje em dia, tem como resposta a condenação global", que es como decir en lenguaje llano: ahora que yo tengo el mando echemos pelillos a la mar.

Pero Aliu se refería sobre todo a la importancia -y la dificultad- de publicar su libro, que le daría un gran prestigio y apoyo para candidatar-se a presidente de su coalición, y quién sabe si más adelante, no más allá de un año cuando Henrique Rosa -el interino- convocara elecciones, para Presidente de la República.

Como nuestro proveedor de desayunos aún no se había levantado cuando abandonamos el hotel Zulú II, decidimos visitar el restaurante del hotel Bissau. De nuevo ese tufillo de los hoteles en la Rusia de la perestroika.

La mamá de Aliu no estaba en casa. Había tenido que marchar a **** porque su hija tuvo un mal parto y necesitaba su presencia. Su mujer se mantuvo en pie bajo el techado vecinal de palma, por más que le cediéramos el asiento, durante toda la comida, atenta a nuestra conversación y yendo y viniendo para enseñarme un recipiente de plástico que contenía el aceite de chebeu y ofrecerme un puñado de semillas de maracujá, ya que tanto interés había mostrado por sus flores. Las guardé en mi bolsa.

Durante el té, cuando Aliú trajo de la casa unas viejas revistas, sólo yo pude retroceder cuatro décadas y aún para mí fue una sorpresa inesperada encontrar en aquel rincón del planeta, donde olía a tierra virgen, las imágenes y reportajes -en mi propia lengua- sobre un joven barbudo con sombrero de ala ancha, ya siempre joven y para siempre barbudo, llamado Camilo Cienfuegos. Como entonces, me dije, como entonces; y claro, no pude evitar el recuerdo del chico italiano del avión.

La tarde era tan agradable y todos éramos tan conscientes de que sería irrepetible, de que ese instante no volveríamos a vivirlo jamás, que la propuesta de hacer juntos la última visita a Bissau fue acogida con entusiasmo.

Aliu descarta como innecesario el edificio que las Naciones Unidas tiene construido en el centro de la capital, y que se alza como un lujo inconcebible y promesa de otra forma de vida inalcanzable para la población, y que, dijo, más habría servido como escuela para nuestros niños o como hospital para nuestros enfermos que como burdel para algunos visitantes.

Este muchacho no publicará su libro, pienso.

Pathé tiene elaborado un plan de viaje con el que pretende llegar hoy mismo a Saly. Será cansado pero yo no quiero retenerlos más tiempo. En el embarcadero, según el termómetro del coche, hay una temperatura de veintiocho grados. La fila de camiones a la espera del ferry es de más de medio kilómetro, y él se dispone a hacer gestiones para aminorar el tiempo de embarque. Prefiere ganarlo con la palabra que con la velocidad en carretera. En los chiringuitos huele a comida, y las mujeres preparan bolsitas transparentes con almendras, cacahuetes y frescos de agua y zumo para la venta. En los platos de gambas y quisquillas las moscas se dan un festín. Sin saber porqué, pienso en esas ostras que se abrazan a las raíces de los mangles y que nunca serán encontradas; seguirán su vida rutinaria alimentándose en las aguas que se juntan, y tal vez alguna de ellas llevará una perla en su interior. Pathé ha fracasado en su empresa. En la espera paseamos junto a unas cabañas, nos acercamos -no lo habíamos olvidado ninguno de los dos- a un termitero que viene a ser tan alto como dos veces la estatura de Ada y tiene una solidez de cemento. Al pie de un baobab acaricio la textura agradable de su corteza; los frutos de esta temporada apuntan como pequeñas bombillas de navidad, luego se harán grandes, me explica Pathé, y de ellos se extraerá el blanco pan de mono unido por venitas ramificadas. Bajo su sombra, en el duro asiento de la base de un termitero, enciendo una pipa.

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Subimos al transbordador a las diez y cuarto. Sólo he reconocido a la niña yola con lengua color de sandía que se mueve de un lado a otro de la cubierta para vender sus frescos. ¿Qué será de las perlas adosadas a las valvas de esas ostras que han jurado amor eterno a las raíces de los mangles y nunca son encontradas? ¿Adónde irán a parar?

A las once y cuarto atravesamos el tramo entre Sedengal y Canjande. Ninguno mencionamos el recuerdo que nos viene a la cabeza. Parece que todo nuestro interés estuviera en devorar la carretera. Sólo lo parece.

En Mpack, tras la douane, me despisto un momento observando una cuadrilla de monos y sin saber cómo ni de dónde ha salido, aparece junto a mí, en el asiento trasero, una bella joven de sonrisa azul. Ada explica que vendrá con nosotros unos pocos kilómetros, hasta Ziguinchor. En la seguridad de que no comprenderá mis palabras, me permito preguntarle a Pathé por qué tiene las encías de color, y él contesta, un poco turbado y sin atreverse a mirar atrás, que se las tatúa para estar más bella. Ella, la joven belleza, sonríe más abiertamente y entonces intuyo que ha entendido el sentido de mi pregunta, o, más fácil sería, el sentido de la respuesta de Pathé. El camino hasta Ziguinchor lo voy agotando en una sola reflexión: Si fue mi pregunta o fue su respuesta; o tal vez la predisposición del ánimo de quien se embellece para deducir que todo girará en torno al mundo que ha creado. En este caso, como tantas veces, caí en el juego, y una vez prendido en la tela de araña del conocimiento del alma de los hombres, no tuvo más que captar al vuelo una palabra. Quizás fuera color por su parecido fonético con couleur y habría sido mi pregunta, o pudo ser bella por belle o bela y entonces fue la respuesta. O fue la caída de mis ojos. O fue la turbación de Pathé. O fueron las miradas juveniles de Ada a través del espejo retrovisor.

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En un suburbio de la capital de Casamance me alcanza la noción de que el viaje ha terminado. Cuando nos adentramos en la barriada de Cherk y Pathé me abandona en el porche de la casa de su amigo diciéndome que ese es un barrio diola, y charlo con un músico y con un artesano y luego enciendo una pipa mientras observo cómo cocinan las mujeres en sus hornillos de leña, unos cubos de chapa sobre los que colocan, de mayor a menor, hasta tres pucheros superpuestos y rodean las junturas con trapos a guisa de venda para que no escape el calor. Pathé ha recordado todos mis deseos, ha cumplido excepcionalmente como guía en esta corta expedición. Esta noche, cuando lleguemos a Saly le entregaré la otra mitad de su salario. En poco tiempo, a orilla de cada casa, se eleva una pequeña columna de pucheros, humo y vapor junto a la que se inclina una mujer ora para insuflar aire al fuego, ora para remover el guiso. Noto cómo se apodera de mí la olvidada sensación de un mediodía festivo de la niñez, y agradezco el abandono a que he sido sometido mientras él pone en orden sus asuntos y su amistad con Cherk.

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Son las cuatro y veinte de la tarde cuando llegamos al río Gambia. Hemos dejado atrás la Casamance y vuelvo a las anotaciones en la agenda para escribir, en este caso, que cuando las noticias en Europa me induzcan a pensar en ella, no me asaltará el fantasma de una región inhóspita. A las siete y media todavía no hemos embarcado y Pathé se impacienta, dice que sería grave pasar aquí la noche con los mosquitos. Vuelve a hacer gestiones, esta vez por cuatro mil sefas, y consigue la primera plaza para el último ferry. Entretanto ha aprovechado para hacer algunas compras: un par de pantalones, una bolsa de té, un kilo de azúcar y una docena de mangos para llevar a casa.

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El té y el azúcar no llegarán a M`Bour, pues en la última frontera, ya del lado de Senegal, un personaje de uniforme lo ha confiscado. Pathé reprime su gesto de enfado cuando sube al coche.

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Los síntomas de mi cansancio han sido el escozor de las nalgas en el pliegue glúteo, debido sin duda a los vaivenes del vehículo y el sudor durante las dieciséis horas del viaje de retorno; el acorchamiento de los hombros, y una sensación extraña como si me hubiera crecido un puñado de carne en cada una de las cavidades de las axilas. Por eso me he quedado un poco más en la cama. Por eso y porque no tengo ningún compromiso para hoy, pues ya me despedí ayer de Ada y Pathé que han dado por finalizado su trabajo, si bien Pathé dijo que me haría alguna visita en estos días que me quedan de permanencia en Saly, y me indicó que ya conocía el número de su móvil para lo que quisiera.

Anoche, cuando llegamos al hotel La Medina, apenas tuve oportunidad de mirar los alrededores pues había poca iluminación y la fatiga me vencía. Me dormí con la impresión de encontrarme en medio de uno de los muchos poblados que he visto durante el trayecto, y puesto ante la tesitura de soñar, elegí el barrio diola de Ziguinchor, pero el sueño no ha sido reparador y menos aún gozoso. Creo que en algún momento de la noche oí el patear de un caballo y me levanté a mirar por la ventana.

Desde la cama, relajando el cuerpo para no sentir malestar alguno, pienso que la despedida resultó un poco fría debido a la falta de fuerzas, pero en verdad todo se ha producido con gran rectitud dentro de las leyes que marca el comercio. Ada ha sido un chófer que mantuvo el vehículo en perfecto estado y sólo con su mirada, a veces descreída, nos participó un alejamiento que bien podía ser debido a una gestión mal proyectada por mí desde el principio. En cambio Pathé ha cumplido sobradamente en todas sus actitudes, y, pienso, que se ha podido involucrar en esta historia más allá de lo que estaba dispuesto en un principio.

Poco a poco me voy sacudiendo la galbana y la primera acción que emprendo, cuando me incorporo, es volver a mirar por la ventana para asegurarme que lo de la noche no fue la materialización imaginada y momentánea de un deseo. No lo ha sido. No lo es. Están ahí. Ocho chozas enteramente de paja en una parcela cuyo perímetro, rectangular, lo bordea un palenque de ramas bien trenzadas que forma un patio de vecinos, y donde una mujer lava la ropa, mientras otra, inclinada, lava el arroz con movimientos circulares de la palangana. Están tan cerca de mí que noto cómo me invade la vergüenza por inmiscuirme en sus vidas, casi en sus cuerpos, sin haber sido invitado.

El sol está alto. Tomo una ducha y pongo rumbo al restaurante, pero Pathé me sorprende por la escalera. Estaba esperando. Ha venido a ver cómo me encuentro, así que salimos juntos del hotel para ir a comer. Almorzamos donde él lo hacía de soltero, un local atendido por una familia humilde que nos oferta Chebu yen (distintos preparados de arroz y verduras entre las que aprecio la bissap) y postre de Sou (especie de yogur dulce con frutas), al precio de seiscientos cincuenta sefas el cubierto, con agua fresca embotellada -por la que venimos pagando quinientos sefas-. Pathé me dice que les dé mil novecientos (tres euros al cambio).

Siento como si estuviera traspasando una barrera y me resisto. Me dice que es bueno caminar un poco después de la comida y propone que vayamos hasta la plaza del mercado. De camino me presenta al Alcalde de Saly y me explica que es alcalde por herencia, porque su padre, o su abuelo, fueron los primeros habitantes del lugar, pero que esto no es más que un título de honor. Según me habla pienso que me gustaría leer un día su libro, que seguro disfrutaré con su lectura, aunque su palabra de ahora está viva y el libro pasaría a ser historia muerta. En la plaza me presenta también a sus amigos. Nos sentamos con ellos a la sombra en el bazar que atienden con indolencia porque hay pocos turistas. La conversación es lenta. Ellos ya saben dónde hemos comido, saben que me hospedo en La Medina, ya saben que hemos viajado a Bissau, y sé que saben algunas otras cosas de las que no se habla. No existe la apariencia de queja cuando se conversa de la propiedad de los franceses sobre la mayor parte de los restaurantes y de casas en alquiler, aunque ellos no pagan los impuestos; y si son quejas no alcanzan tal categoría porque se presentan como crónicas orales. Cuando Pathé escriba su libro hará buena literatura porque siempre contará. Quiere que conozca a Darame, que es un hombre culto y me contará muchas cosas de Guinea, pero no llega. De pronto recuerda su promesa de enseñarme el puerto de M`Bour y dice que mañana vendrá a recogerme para comer Yassa cocinada por Fatú.

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La tarde la dedico a pasear descalzo por la playa, recibiendo la brisa atlántica en el rostro, vagando desde la espuma de las olas a la raya privada de los hoteles; desde el horizonte abierto hasta la sombra cambiante bajo las palmeras y acacias doradas por el sol, de pensamiento en pensamiento, buscando restos en la arena, y como para huir de algo, aletean sobre mí los deseos del turista.

Traspasados los hoteles, desde lejos, parapetados en la esquina de un chamizo, un grupo de chavales me llaman ¡tubap! ¡ tubap! entre risas, y les respondo en el mismo tono, sin detenerme, ¡buñul! ¡buñul!, pero ya no me abandona la idea de que soy un tubap que vaya adonde vaya en Saly será reconocido.

Sigo sin prisas arena adelante. Me sobrepasa un joven musculoso con aspecto de luchador. El ritmo que imprime a sus movimientos es más vivo que su propio paso, lo que da la imagen de una maraca agitada por una mano invisible. Pathé me señaló en un periódico la fotografía de su hermano mayor, que fue campeón de lucha senegalesa y ahora es comentarista deportivo. A lo lejos adivino tres figuras de mujer como si vinieran en mi busca; llevan unos pañuelos en sus manos a los que hace volar la brisa.

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A las cinco de la mañana han inundado mi habitación las voces y las risas del poblado vecino. Estamos tan cerca que cualquier movimiento o cualquier palabra se torna familiar. Ha sido una noche calurosa. Cuando por fin me asomo lo hago sin excusas; me acodo en el alféizar para estar con ellos. Un hombre atiende a la caballería y una mujer barre con tino el inmenso desierto de la parcela, que un día, con el paso del tiempo y el aumento del turismo y la construcción, alcanzará un valor importante en el mercado inmobiliario. Hoy todavía acarrean el agua en baldes y no tienen instalada la electricidad. Las mujeres se peinan unas a otras, entre bromas, y los niños, cargados de energía, corretean por el patio.

Recorro el pueblo de punta a punta, que se extiende, según mi conocimiento, desde el campo de golf hasta la playa. Hago alguna compra en la tienda de los árabes; también elijo un cepillo en el supermercado, y me preparo sin prisas en el hotel, peinando, por primera desde que comencé el viaje, las canas del pelo y de la barba para esperar la llegada de Pathé. Luego me entretengo en mirar las plantas del jardín interior, donde hay pequeños baobabs embutidos en tiestos, que me recuerdan el imperio fabuloso que visitó Gulliver. El hotel La Medina viene a estar en el centro del pueblo, junto al campo de fútbol, y su dueño es un correcto francés, casado con una reina diola que apenas se deja ver.

La invitación de hoy para conocer a Fatú me ha llenado de alegría.

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Me repito que el viaje terminó anteayer cuando llegamos a Saly y que no tengo nada de interés que reseñar en la agenda, si no es la comida en casa del amigo. No hay Pathos en mi ánimo. Iría bordeando los momentos que me acercan a esa soledad que me espera en casa y que tanto deseo, si no fuera por la idea de vivir el tránsito que me ha nacido en estos días y que augura siempre la posibilidad de algo nuevo.

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Él llega puntual a pesar de que su trabajo terminó. Nos damos la mano.

?¿Qué tal? ¿Cómo estás?

?Bien, muy bien; descansado. ¿Y tú?

?Bien, también.

?¿Y tu señora?

?Bien, preparando la comida.

?¿Y tu hijita?

?Ella está feliz. Ya sé que estás descansado porque has paseado por Saly esta mañana y has hecho compras.

No me sorprende su conocimiento. Tengo la seguridad de haberme cruzado con alguno de sus amigos aunque no los haya reconocido.

?Sí. He comprado té.

?¿Para llevar a España?

?Y azúcar, para regalárselo a Fatú.

Pathé, se turba ligeramente y trata de ocultar su estado agachándose para coger del suelo una cuerda de nailon; juguetea con ella y luego me pide que le deje ver cuánto mide mi brazo. Hace una señal de la medida y aplica la llama del mechero para cortarla.

Tomamos un taxi para ir a M`Bour.

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Fatú tiene, a decir de Pathé, todo lo que una mujer wolof desea. Tiene una habitación alquilada en un inmueble que se alquila por habitaciones, ?podría ser un apartamento?, junto al de una maestra, al de un señor mayor que no está nunca porque hace visitas continuas a su hija, y otros vecinos. En su apartamento hay una gran cama de madera de teca bajo la cual guarda su marido una maleta con libros, y otros muebles, además de una televisión, un aparato de radio y un ventilador. Me consta que tiene también el cariño de un hombre que sueña un futuro y el deber de una hija.

Pero yo no sé cuáles pueden ser los deseos de una mujer wolof, sólo puedo decir que ha sido una anfitriona deliciosa.

El paseo por el puerto es como Pathé lo prometía: colorido, mucha gente, pescado. Muy bonito.

"Marinheiro, oh marinheiro,
tenhas cuidado com o mar
o mar é tão bravo
a canoa é tão pequena
não faz marola para canoa não virar..."

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Él me cuenta, mientras tomamos los tres vasos de té según la costumbre sentados en el corredor comunitario, que es feliz con Fatú, que ella es una mujer trabajadora y que no sale de casa salvo para hacer la compra. Cuando pueden hacen un viaje a casa de sus padres, que viven en un pueblo como a ocho horas de viaje en taxi, y ella suele quedarse allí un par de meses. El padre de Fatú le quiere mucho porque es un buen hombre para ella. Fatú entretanto friega los cacharros de la comida y dispone el baño para la hija, una perlita negra de año y medio que lleva alrededor de su diminuta cintura un par de collares de la suerte. Fatú tiene también a Aida, una niña wolof de unos diez años, hija de unos conocidos que acude a diario a su casa y la ayuda en la crianza de su hija. Después del baño, Aida se ha cargado a la espalda a la niñita, atándola con un mantón, y ha salido a dar un paseo hasta que se duerma.

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Pathé es una buena persona. Es serio, cumplidor y amable, y quiere ser rico; quiere tener su propia casa, su propio hotel donde hospedar a sus amigos y a los turistas. Yo creo que es una aspiración legítima y espero que un día lo consiga. Es un hombre ahorrativo, según me cuenta, pero cumple el precepto del Corán de dar limosna, aunque no consigue retener esta palabra castellana y siempre me pregunta: ¿cómo se dice? Es fácil que yo haya contribuido a su cerrazón porque en algún momento le confié que no soy amante de ese tipo de caridad.

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Es agradable el calor de la noche contemplando en su silencio el poblado vecino.

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A primera hora he vuelto a pasear por la playa.

Mañana regreso a casa.

Ya no me sorprendo al encontrarme con Pathé cuando vuelvo al hotel. Creo que viene a saludarme como viene a saludar cada día a sus amigos del mercado. A intercambiar algunas palabras. Le pregunto si le apetecería comer conmigo o si desea hacerlo con Fatú. Me dice que Fatú comprenderá, que hoy es mi último día en Saly.

Me ha traído un regalo.

El restaurante elegido está cerca de la valla del campo de golf. Tiene un salón interior y un techado exterior con grandes mesas de madera maciza. Dos de ellas están ocupadas por cinco hombres y una mujer de pelo largo que cae a greñas sobre sus hombros, con nariz de águila y ojos de ratón. Entre los hombres hay dos jóvenes, muy jóvenes, que lucen cadenas de oro y gruesos relojes. Cuando entramos están enzarzados en una porfía a voces. Los otros tres son viejos ?algo más viejos que yo?; uno es totalmente calvo, otro viste un pantalón corto y ancho adornado de muchos bolsillos que deja ver sus piernas aún musculosas y algo cambadas, y el tercero tiene un bigote largo peinado a lo alto como si fueran las crines de un cepillo.

Pathé y yo nos sentamos en la mesa del rincón.

Hay tres camareras jóvenes. Sin duda tres bellezas de Senegal.

El dueño es gordo y fuerte, de mala catadura, y a juzgar por sus risas se diría que camarada de antiguo de los viejos. La mujer nos mira de soslayo y por un momento fija sus pequeños ojos en mí esperando que adivine su pensamiento para recibir un gesto cómplice. Me siento incómodo.

Pathé me dice en voz baja que hay acento árabe en el francés hablado por esas personas. Pero aun cuando tiene una capacidad envidiable para los idiomas no es capaz de asegurar si el acento pudiera ser de Argelia. Una pequeña intuición ha surgido en mi pensamiento.

Ahí lo dejamos para leer la carta y pedir un gran entrecot, refresco de naranja para él y cerveza para mí. Nuestra conversación gira luego en torno a Ada. No han vuelto a verse desde la vuelta de Bissau. Entretanto se han marchado los dos jóvenes y la mujer; ellos dando un gran acelerón al coche y levantando una nube de arena y ella cruzando la calle a trancos silenciosos.

Comienza un espectáculo degradante. Una de las camareras les sirve una bandeja de ostras. El hombre bigotudo comienza a toquetearla. Los otros dos ríen sus actos. Se crece. Vuelve a tocarla entre las piernas a pesar de su protesta. Ella se retira. Vuelve con otra bandeja y al ponerla sobre la mesa el individuo alarga su brazo, la sujeta por el talle y con la otra mano hurga en su vulva. Le hace daño. La protesta es más airada. Él se lleva la mano hasta la nariz, huele, y juntando sus dedos índice, corazón y anular lo levanta al cielo con gesto histriónico.

No sé si Pathé ha elegido este garito a propósito. Él dice "Son putas". Y yo digo "África es muy dura". Y al marcharnos tengo la profunda sensación de que hemos sido cobardes.