Primer premio
Aníbal Ramón Morixe: Cuando la jaula vuelva a subir
Accésit asturiano
Ricardo Candás Huerta: El lladrón de llapiceros
Accésit joven
Natalia Fernández Rodríguez: Et in Arcadia ego
Mención especial (en castellano)
Miguel Matesanz Gil: La hora mala
Mención especial (en asturiano)
Elisabet Felgueroso López: El chigre d'Artosa
Finalistas
Gregorio Andrés Echeverría Vidal: Aquí no pasa el tiempo
José Manuel Sanchís Calvete: ¿Te acuerdas, guaje?
Mª Jesús Cascallana Martínez: El dedo
Susana Cidón García: La carbonera
-Hubo derrumbe, Santiaga- le había dicho el hombre que la había ido a buscar a la plaza.
Ahora hace horas que ella está apoyada contra la valla de alambre, a metros del túnel de entrada a la mina. No lleva la cuenta de las veces que la jaula elevadora bajó a las galerías para sacar materiales del derrumbe. Pero su Antonio todavía sigue abajo. Se pone en puntas de pie y se estira como hizo durante todo el día para ver entre los hombres que tiene adelante. Los bizcochos de grasa y la limonada, lo poco que pudo agarrar cuando la fueron a buscar, a esta hora ya le pesan como si fueran piedras. Cuando la traía, el hombre de la camioneta le contó que el derrumbe había ocurrido a la madrugada, cuando el Antonio estaba en el tumbadero del último nivel. Que le habían gritado pero se había quedado quieto, como paralizado por el sorocho, el aire que envenena ahí abajo. Pero Antonio nunca se había envenenado con ningún sorocho, si cuanto más difícil era el túnel él más se sabía cuidar. Pero, como otras veces, ella no abrió la boca. Con el Antonio sí que va a hablar. Le tiene dicho hasta el cansancio que no tiene edad para seguir bajando a los frentes de carbón. Si para eso están los jóvenes.
En la entrada del túnel, la jaula vuelve a aparecer desde las galerías. Se abre la reja y salen cuatro fantasmas que escupen y vomitan entre las piedras. Daría todo porque alguno de ellos fuera él. Ese que se agacha en el suelo o el que renguea y al que ayudan a sentarse o el que tira el casco y se acuesta en la tierra. Pero ninguno se parece a él. Santiaga respira profundo para que los latidos del pecho no vayan tan rápido. Con el sol detrás de las sierras y el aire enrarecido del laboreo se siente frío. Los cuatro mineros que subieron, hablan bajo y están fumando. Uno da vuelta a la cabeza para donde está ella y la ve. Se para y se acerca. Es el Tero, compadre del Antonio. Claro, no se lo reconoce por lo encorvado y negro que salió de la jaula. Llega al alambre de la valla.
-Cómo va, Santiaga, ¿no me la dejan pasar? -dice. Huele a tosca y sudor. -Hola Tero -dice ella- ¿Y tu compadre? El Tero baja la cabeza y mira el suelo. -Abajo es un infierno, Santiaga -dice.
-Siempre fue un infierno -dice ella. Como si no fuera a saber ella lo que es ahí abajo.
-Tero, cuando bajen de nuevo, alguno dígale al Antonio que tengo los boletos para el micro. Que suba. El Tero no despega los ojos del suelo y dice que sí con la cabeza. Se separa del alambre y sin mirarla vuelve para el túnel. -Nos vemos, Tero -le grita ella. Pero él ya no la oye.
Los mineros deambulan entre las ruedas de carro dobladas, maderas, bolsas con vaya a saber qué, palas quebradas, un zapato sin los cordones. Los de Antonio hay que arreglarlos. Mañana van a ir los dos juntos al almacén para cambiar picantes por clavos. Hay que clavarles las suelas. No pueden irse al mar con los zapatos de él así.
Palpa en el bolso la limonada que tiene hecha con los limones del valle, como a él le gusta. Con la sed que le debe de dar al estar ahí abajo tragando quien sabe qué polvos. Seguro que pensando en ella. Y se va a tener que curar los callos porque también queda feo que lo vean con esos pies por la arena. Y qué pantalones va a llevar. Tienen que ser los de la feria.
Ahora tres hombres de los que andan cerca de los escombros se cuelgan las sogas de la cintura. La miran y levantan las manos saludándola. A ella se le cierra la garganta. Tiene los brazos acalambrados contra el bolso. La cabeza le pesa como si se la aplastara la montaña. Hace un esfuerzo y responde el saludo, pero los tres hombres ya desaparecieron en el túnel.
Después que el Antonio suba, cuando hayan vuelto a la casa y él se haya lavado, como seguro se va a dormir sobre la mesa de la cocina sin probar bocado, ella se va a quedar a su lado mirándole la cara, viendo si las marcas que tiene son nuevas o las mismas de siempre.
Ahora es de noche. El encargado prende la única bombita de luz en la boca del túnel. El laboreo está mudo. Los mineros que quedaron arriba se levantan del suelo, recogen las escaleras, las cuerdas y, arrastrándolas, caminan hacia los galpones. ¿Por qué se van, si él está todavía abajo? Y subir sí que va a subir, porque si no lo suben ellos, se mete ella en el túnel y baja a donde sea para traérselo. Con esa luna que sale ahora ahí atrás, cuánto tiene para decirle. Tiene que entender que ya no tiene edad para bajar a las galerías. El encargado de la jaula, el único que se ve en la luz de la entrada al túnel, mira para donde está ella, pero no la ve. Ella se separa del alambre y se sienta en la tierra fría. El rocío helado le llega hasta los huesos. Abre la bolsa y saca un bizcocho húmedo para aliviarse el nudo del estómago. Uno solo. Los demás son para Antonio, cuando la jaula vuelva a subir.
ANIBAL RAMÓN MORIXE |
Nací el 2 Agosto de 1954, en Buenos Aires, Argentina. Casado y con cuatro hijos. Actor, profesor y director de teatro, hace dos años decidí iniciarme en la literatura como escritor de narrativa y dramaturgia (teatro).
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Contaba los llapiceros que tenía na fardela. Xandru entró nel aula y coyó-yos a los sos compañeros los llapiceros mientres éstos esperando pol pitu del cura qu'avisaba del entamu de les clases, xugaben nun patiu delantre'l colexu. Nun primer momentu agarró los que taben espardíos penriba les meses, llueu rebuscó ente los llibros, dientro los pupitres y hasta nel caxón del profesor. Dempués, enantes de qu'entamare la clas, foi al bañu y caltúvose ellí, pa xunise nel baruyu d'escolinos camín pal aula.
Xandru yera perllistu, taba esperando al xueves pues teníalo pensao dende la selmana pasada, xusto cuando una esplosión de grisú metió-yos el mieu nel cuerpu a munches families que vivíen gracies al Pozu María Luisa. Esta vegada la mina nun-y robaba la vida a nengún home, anque si'l suañu a munches muyeres. Los xueves peles tardes dempués de xintar tocaba "Historia d'España" y "Relixón": nuna teníen qu'escuchar, na otra lleer, pero en nenguna teníen qu'escribir nos sos cuadernos. D'esti mou los escolinos que dexaben les sos fardeles na clas, nun se daben cuenta de que-yos faltaben los llapiceros hasta llegar a casa (o hasta'l dia darréu) y muncbos pensaben que los olvidaren o que taben perdíos per cualquier llau.
Contaba los llapiceros nuna oriella'l Nalón como si un trabayador contara'l xornal finando'l mes, aguantando'l fríu traicionero que cayía como un puñu en Payares:
-Nun ye muncho, pero menos ye nada... dieciocho llapiceros...
L'agua del Nalón baxaba negro. Yera'l carbón llavao ríu arriba y n'acabando de contar, guardólos de nuevo na fardela xunto al llibru del colexu y el cuadernu y echó a andar pa casa, onde lu esperaben pa merendar.
-¿Qué tal nel colexu?... toma'l bocadillu, fiu -dixo-y la madre namás velu.
-Bien... anque fai un fríu que pinga'l mocu... -y dempués d'una risa entrugó-y a so ma: -¿Espertó yá mio pá?
-Sí, yá espertó de la siesta, vete a velu...
Coyó'l bocadillu y apriesa foi pal cuartu'l padre. Ellí taba echáu na cama.
-¿Qué tal... güei nel... nel colexu, Xandru? -dixo-y sele pa nun tusir, entovía afeutáu de la última esplosión na mina onde los sos pulmones enllenáronse de carbón.
Nesi momentu, el neñu tiró-y penriba la cama los llapiceros lladronaos na escuela y dixo-y, cola inocencia d'esa edá moza:
-Mira pá, ehi hai carbón, díxolo l'otru día'l cura, ¿cuántos más necesites pa nun tener que dir nunca más a la mina?
RICARDO CANDÁS HUERTA |
Nació en Gijón en 1977. Es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo, autor de varios poemarios inéditos y también de varios relatos, uno de los cuales ha sido galardonado con el segundo premio de relatos cortos convocado por el Ayuntamiento de Jaén (año 2004). Tiene escritos, además, una novela corta y una pequeña obra de teatro en verso, también inéditos.
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De repente sintió que todo su mundo se oscurecía. Había aprendido a sonreír con la mirada, pero sus ojos quedaron cegados bajo el peso plomizo del destino. No sonrió. Ni siquiera lloró. El retrato amarillo de Amelia se le clavó en las sienes como una flecha de sangre, y el aroma del guiso recién hecho le acarició un segundo las entrañas. Junto a la pared grisácea una rosa marchita, una hoz oxidada, el llanto de un niño sobre la neblina triste de los atardeceres... y aquel icono ocre que había guardado junto a su corazón sin atreverse a besarla. No era fácil la vida, pero a veces el pecho no podía abarcar tanta felicidad. Tenía quince años y prometió con el alma no olvidar jamás aquel sentimiento. Las hojas secas de noviembre crujían bajo sus pies, y, en el horizonte, se perfilaban los primeros trazos del crepúsculo. Entre vino y rabia, los hombres contenían su llanto sobre las mesas frías de la taberna: la mina se había tragado a otro. El patrón hablaba, explicaba, temblaba... pero era demasiado difícil acostumbrarse a la muerte. Él sólo deseaba besarla. Caminaba veloz, con la esperanza vana de acelerar el tiempo y volver enseguida al banco de hierro donde las ondas de su cabello rubio le transportarían sin quererlo a algún paraje mítico. La madre, de ojos eternos y cálidos, servía la cena humeante cuando entró presuroso en la cocina. Las noches no solían ser así. Él ya conocía el zarpazo punzante del hambre, ya sabía cómo se lloraba de hambre, pero aquel día todo era distinto y feliz... cuando se durmió sólo se limitó a seguir soñando.
Antes de amanecer, los caminos parecían sendas infinitas hacia la nada. Tan cerca del infierno, el trabajo era duro, los pulmones se consumían con la vida, y la juventud se ofrecía en sacrificio al grisú. Esa tarde la besaría poniendo el alma en los labios; la besaría como en su sueño y le regalaría un anillo de mimbre. Le diría un para siempre con la voz temblorosa y suplicaría seguir viviendo para poder recordarla. La explosión sólo dejó oscuridad. Se quedó tendido inmóvil bajo un manto de polvo y carbón. Sintió que su mente estallaba, que su pecho estallaba, que su vida estallaba. Sólo pudo respirar su propia muerte y acariciarle el rostro, gélido como las mesas de la taberna. Allá a lo lejos, tras el negro manto de hulla, un reflejo dorado ondeaba al viento; se dejó guiar y, a la orilla de un arroyo de aguas claras, sintió el aliento de Amelia junto a sus labios. Una lágrima opaca se deslizó por su alma.
NATALIA FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ |
Nacida en Gijón el 8 de junio de 1979. Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo (junio, 2002).
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María tiene el corazón encallado en un cuerpo grueso que se desplaza como un pesado sargazo del fregadero a la despensa y de la mesa a los fogones encendidos porque a esta hora del día no puede tomarse un respiro y mirar por las ventanas tiznadas de hollín el color del cielo o la lluvia que está por venir aunque sus pies de buen grado se detendrían para siempre en mitad del cuarto en penumbra y su mente se olvidaría del puchero puesto al fuego y del borboteo constante que la acompaña desde niña como una banda sonora de un solo instrumento pero ella no puede hacer eso por mucho que lo desee porque Suesteban y Sujacinto llegarán en seguida tan derrotados y hambrientos como cada día y el puchero ya debería estar en la mesa con el cazo preparado para servir el guiso espeso y oscuro de manera que no se distinga muy bien lo que cae en el plato y los trozos de carne si es que los hay se conviertan en sorpresas inesperadas para esas bocas que sorben el bodrio sin miramientos como si estuvieran solas y nadie las escuchara aun a pesar de que siempre comen juntos para recordarse que siguen siendo una familia y que Dios aprieta pero no ahoga o que ahoga pero no aprieta en su infinita bondad amén con Él así que ahí va el grueso cuerpo de María con su corazón encallado y silencioso cruzando la cocina como un extenuado duende del hogar para que todo esté en su sitio cuando se abra la puerta y entre uno y entre otro y ella los salude con un gesto porque hablar cansa y aquí nadie quiere o puede derrochar sus fuerzas en palabras vanas que siempre suenan demasiado altas en esta umbría techada la misma que ahora cruza el grueso cuerpo de María con tres platos en la mano en dirección a la mesa cuando de pronto suena la sirena que anuncia un desprendimiento y los platos caen al suelo arrastrados por ese sonido maléfico y se hacen añicos como todos los minutos vividos hasta este instante desportillado en el que la negrura de la casa late contra las paredes y las ventanas sacudiendo la mesa las sillas los armarios los platos los vasos el puchero el fuego las mismas sombras y en medio de esta tempestad inesperada el grueso cuerpo de María al fin se detiene y su corazón encallado se sumerge en la negrura como el silencio de sus hombres en las entrañas de la tierra.
Diba cada día namás salir de la mina a tomar ellí la pinta, al chigre d' Artosa. Yera un barucu pequeñu onde nos xuntábemos los compañeros a gastar la quincena. Na barra taba Telvina, col so pelu tan negro como la entraña la mina, los güeyos, como carbones encendíos, y un vuelu al movese que me ponía un turullu en pescuezu.
Mas por muncho que yo la güeyase, sentáu no fondero del chigre, Telvina ya tenía dueñu. Y nun yera un home cualquiera, sinón el más burro qu'entró enxamás na mina San Vicente: Cholo, un barrenista de L'Entregu que trabayaba conmigo.
Nes ocasiones que nos tocó tar xuntos, o coincidíamos nos vestuarios o na llampistería, repetíase a mi pesar la mesma escena. Como sabíen lo maizón que yera, facía-yos gracia a los nuesos compañeros gasta-y bromes a costa Telvina. Que si yera la más guapina del pueblu, que si la saya debía face-y más curves que'l camín hasta'l Carbayu, que si yera cariñosuca pa poner les pintes,... y diben calentándose hasta soltar les barbaridaes más terribles sobre la probe Telvina. Xuacu'l de la Quintana, dicía que colo prestosa que yera de xuru que nesi momentu dalgún rapaz taba ocupando na cama'l sitiu de Cholo pa que nun-y enfriase y lu topara caliente a la vuelta. Toos-y ríen la gracia, que repetía abondo, y como esa yeren cien o doscientes les qu'aguantaba'l barrenista tolos díes. Sólo dos persones nun participábemos nel ensañamientu: el propiu Cholo, que mordíase los llabios de rabia, y yo, que morría de pena sabiendo qu'otra nueche cobraba Telvina.
Al salir del pozu, dempués de les burles, diba al chigre d' Artosa col deséu ferviente de ver como taba Telvina. Dalgunes vegaes Cholo llegaba enantes que naide y entovía la moza tenía la cara colorada cuando me ponía la pinta delantre. Otres, escuchábemos les voces na cocina, los portazos, los golpes... y yo imaxinábame, llocu de rabia, aquella figurina de muñeca aplastada poI puñu firme de Cholo, mientres los mis compañeros ríense de lo fácil que yera picar al homecón.
Un día pasáronse coles bromes y lluéu nun pudo arreglase. Colocáron-y na taquilla a Cholo un sostén de Telvina que-y robaron del tendal. Él nun lo pensó dos vegaes; arreó pa casa a pidi-y cuentes. Cuando llegaron los civiles ya taba muerta, como una muñequina nun charcu de sangre. A Cholo metiéronlu presu y el chigre cerróse. Nun puedo evitar acordame de la mio Telvina cada vegada que paso delantre la puerta.
Los gringos abandonaron esta explotación cuando la revolución empezó a meterse con el negocio del oro y la plata. Acá abajo quedaron las piquetas y muchos carros a medias cargados de mineral. Apagaron los hornos y desactivaron los molinos, las zarandas, las plantas de amalgama y las mesas de lavado. Al fondo de la galería 27 quedaron también los cuerpos de muchos compañeros fusilados durante la última huelga, unos meses antes de que a los misters se les diera vuelta la tortilla. Alguien susurró la orden de acarrear todos los muertos hasta la 27, que habíamos clausurado porque a esta profundidad se filtra un arroyito de agua sulfurosa desde el hogar mismo del volcán, que desde que se extinguió empezaron a enfriarse los gases y a subir el agua. Cuando los gringos abandonaron la mina, el azufrado ya tapaba los cuerpos y se echaron encima varias carretilladas de salitre. Al menos los dejamos a salvo de las ratas. Hicieron correr la voz de que iban a barrenar las últimas galerías para que nadie pudiera sacar provecho de las instalaciones ni de los cadáveres. Me quedé acá abajo porque nada había arriba que me llegara a interesar. Mis ojos no podían ver flamear las banderas de la revolución, mis dos hijos están sepultados debajo del salitre y su madre murió poco después de pena y privaciones. En el apuro de la huida, en medio de los gritos de los capataces y las amenazas de los soldados, nadie tomó en cuenta mi demora. Salvo el viejo Ezequiel, que conocía mi decisión. De todos modos los gringos no se animaron a dinamitar las galerías porque la revolución ya ganaba las calles y se la veían venir. No estoy del todo ciego, pero no puedo abrir los ojos a la luz del sol. Mis pupilas permanecen dilatadas día y noche, acomodadas para captar la escasa iluminación de las lámparas de carburo en la negrura de los socavones. Aquí no pasa el tiempo. Y si pasa nadie se entera. Me entretengo trabajando pequeñas porciones de mineral para modelar figuras de guanacos y vicuñas y otros motivos que me nacen de la imaginación. Cada tres o cuatro semanas Ezequiel me baja un balde de provisiones con uno de los aparejos de mano y se lleva un puñado de mis animalitos. El agua no es mala, salvo el ligero gusto al azufre, pero uno se acostumbra. Ya casi no quedan vestigios del salitre.
Sí, ya sé que hay nieve en tus cabellos y que tu piel está tatuada con surcos de azabache, pero para mí, siempre serás guaje.
Recuerdo muy bien el día que a ti me entregaron. Apenas amanecía y el temblor de tu mano sobre mi cuerpo me hacía estremecer. Fue una ceremonia sencilla, sin padrinos, sin invitados ni marcha nupcial. Solo unos cuantos testigos que contemplaban con sorna las amapolas que en tu rostro afloraban. Eras un adolescente, casi un niño. El destino te llevaba hacia un oscuro mundo, y yo te seguía, segura y confiada, aferrada a tu pecho. Juntos, apretados en la angosta jaula, nos dejamos engullir por la caña del pozo, camino del infierno tenebroso de la mina. Así empezó todo.
Y desde entonces, unida a ti. Anduvimos por la sobreguía de la vida, dejando que sobre nosotros cayera, allá en la rampla, una lluvia negra de luceros, diminutos y brillantes. Fui faro ante el colaéru, compañera en los avances, amante silenciosa en los testeros, testigo muda de tus lágrimas y miedos, tras los derrabes, siguiendo siempre tu estela de dolor y esfuerzo por aquellas galerías inciertas. Velé tu sueño y compartí tu hambre, iluminando tu alma con esperanzas nuevas. Permití que tus manos, agrietadas como campos de Castilla, me acariciaran, sintiendo cerca tu aliento de chigre y sidra, perfumada por tu aroma de hombre, de picador, de minero. Te amé en aquel extraño bosque de mampostas y trabancas, alumbrando tu andadura con la viveza de mi alma encendida. Fui luz y sol para ti en un mundo de tinieblas, y ahuyenté con mi ágil parpadeo al más terrible de los duendes que allí habitan, a ese que llamáis grisú. Traicionera presencia, viento de muerte.
La vida fue pasando, inexorable y lenta, como el cansino caminar de aquella vieja mula de la planta décima que sabía de minas más que un ingeniero.
Hoy, el turullu sonará para ti por vez postrera. El último relevo. El adiós, largamente soñado. Pero por favor, no me devuelvas al viejo lampistero. Llévame contigo, allá donde tú vayas. Formé parte de tu vida y ahora quiero ser parte de tu ocaso. No consientas que mañana, otras manos manchadas de carbón, como las tuyas, me posean.
Déjame ser alma, recuerdo, nostalgia, alegría.
No olvides nunca que fui... tu lámpara.
- ¿Te acuerdas, guaje?
Su esposa, el amor de su vida, se va, tuberculosa, con veinticuatro años. Lo ha intentado todo. Compró medicamentos a precio de oro, la ha llevado a todas partes, en un intento fallido de engañar a la muerte. Tiene una niña pequeña, enferma también. Está comido de deudas y desesperado, porque todo ha sido inútil. La ve morir, poquito a poco, consumida en un fuego íntimo que no puede entender. Amándola sin tregua, desesperadamente.
Es minero. Su vida en la mina empezó con nueve años, acompañando a su madre a las escombreras, con cestos de carbón sobre la cabeza, más tarde "guaje", luego picador, el mejor sin duda alguna. Cambia de mina por dos reales más al día. Caminatas de kilómetros para llegar al tajo, alpargatas y madreñas por calzado y al final dos relevos seguidos para lograr un dinero que no lo va a sacar de la miseria... sólo la orquesta le da un respiro. Él ama la música y cuando toca los domingos, el cielo es más claro y su universo se aligera.
La idea le ronda la cabeza, le obsesiona. Está en el tajo. Lo piensa otra vez. La decisión es firme. El hacha de entibar desciende inexorable. Su dedo pulgar cae, rebota, y se pierde en la negrura ominosa, despojo sangriento de un precio, luego... grita.
Con su dedo se fueron las cadenas. Aseguró un mínimo vital para su hija, compró su libertad con sangre. Su horizonte es más amplio y su porvenir se coloca a mil dedos de distancia.
Apenas son las seis de la madrugada. De un trago termino el tazón de leche, observando la negrura de la noche a través de los cristales. Frente a mí los montes del Cueto de Cabras se recortan oscuros, como las sombras chinescas del teatrillo aquel que pasó en verano por el pueblo, contra el tímido alboreo de un cielo que hoy no se ilumina con el resplandor de la luna.
Ya es hora de ir preparando los bártulos que necesito. El delgado filamento de tungsteno, una hebra iridiscente, alumbra con pereza el vasar y los cuatro enseres elementales que traje conmigo al casarme.
Meto la taza del desayuno en la pila y empiezo a juntar trebejos -los guantes de goma, la pañoleta, los escarpines, el cesto de mimbre con la tartera-, procurando no hacer ruido ninguno al trajinar de un lado a otro.
No quiero despertar a los chiquillos, pobres infelices míos; todavía es demasiado temprano para que se levanten a papar más frío que un perro que vaga sin dueño.
De puntillas por las empinadas escaleras -que temerosamente siento crujir a cada peldaño que subo- voy a buscar al arcón de la sala un mandil limpio que ponerme sobre la ropa de luto. La verdad es que el mandil da lo mismo vestirlo recién lavado que sucio; a los cinco minutos de andar escogiendo en la cinta el carbón de los deshechos, el polvillo que desprende la hulla se apodera del atuendo, de las manos, de la tez, penetra en los finos pliegues que surcan caprichosamente el pellejo, en los minúsculos poros por los que destila la piel, y lo deja todo perdido.
El reloj marca las seis y cuarto; he de apurarme, que por delante hay una hora larga de trayecto. Del perchero descuelgo el chaquetón gris de alivio y cojo también la toquilla. El punzante dolor de los huesos no se me va a quitar por mucho que temple la espalda con lana, pero trabajando a la intemperie la jornada entera, se queda una tiesa como un carámbano si no se resguarda el cuerpo con ropa gruesa que preste un poco de abrigo. A la humedad, y al viento recio de enero, les gusta anidar al tibio calor de las tripas, y una vez que se duermen dentro ya no hay café de puchero que logre sacarlos de encima.
Antes de salir de casa me asomo un instante a la habitación en penumbra a mirar cómo duermen los niños. A diario se me encoge el corazón en un gurruño al saber que estas criaturas -¡con lo pequeños que son, Señor!- deben apañárselas solas mientras yo me afano entre los fangos del lavadero. ¡Y aún puedo darme con un canto en los dientes!, que otros hijos de viuda no tienen ni donde caerse muertos. Al menos, arrebujados bajo las mantas, del helor que pasma la carne fuera, los míos están protegidos.
El pasado jueves 28 de Mayo, la Fundación Juan Muñiz Zapico de CC.OO. de Asturias organizó conjuntamente con el Ayuntamiento de San Martín del Rey Aurelio y Ediciones Madú, la presentación de la edición del libro que recogía las y los ganadores y seleccionados en la primera edición del Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid. El acto se realizó en el Teatro Municipal de El Entrego y sirvió de homenaje a nuestro compañero Manuel Nevado. La presentación corrió a cargo de Benjamín Gutiérrez Huerta, Director de la Fundación, que recordó el éxito de esta primera convocatoria con la participación de 427 microrrelatos de 49 países, habiendo sido público el fallo del Jurado, en el Centro Asturiano de Bruselas el 4 de diciembre de 2004, festividad de Santa Bárbara.
Presidiendo el acto se encontraban Francisco Prado Alberdi, Presidente de la Fundación; Cristian Velasco por la Editorial Madú e Ignacio Fernández Vázquez, Alcalde del Municipio de S.M.R.A. Francisco Prado Alberdi resaltó la importancia de la figura de Nevado, con el que coincidió en la lucha clandestina y en la creación de las Comisiones Obreras, como vertebrador del movimiento minero y luchador antifranquista. El representante de Ediciones Madú desarrolló los aspectos de edición y la estrecha colaboración con la Fundacion Juan Muñiz Zapico y abogó por la continuidad de este concurso porque recoge de otra forma la historia de la minería en Asturias. Por último, dirigió unas palabras el Alcalde de S.M.R.A. el cual resaltó la importancia de este tipo de actos culturales y la promoción de nuevos escritores, también tuvo en el recuerdo al homenajeado, al que calificó de luchador por los derechos de los trabajadores durante una dura dictadura. Durante el acto también se agradeció la colaboración con el desarrollo del Concurso de Benigno Delmiro Coto, miembro del Patronato de la Fundación Juan Muñiz Zapico y del catedrático Elías García Domínguez.
La lectura de los relatos premiados contó con la colaboración del Colectivo Sociocultural Les Filanderes. Los microrrelatos Finalistas fueron: La carbonera de Susana Cidón García, leído por Marta Rodríguez; El dedo de Mª Jesús Cascallana Martínez, leído por la propia autora; ¿Te acuerdas, guaje? de José Manuel Sanchís Calvete, leído por Felicitas Gil; y Aquí no pasa el tiempo de Gregorio Andrés Echeverría Vidal, leído por Rosa Lorenzo. La Mención Especial en asturiano fue a Elisabet Felgueroso López por el El chigre d'Artosa, leído por la propia autora y la Mención Especial en castellano a Miguel Matesanz por La hora mala, leído por Elvira Fernández. El Accésit Joven a Natalia Fernández Rodríguez por Et in Arcadia ego y el Accésit asturiano: Ricardo Candás Huerta por El lladrón de llapiceros, leidos por sus respectivos autores. Cerrando la lectura Asunción Naves con el Primer premio a Aníbal Ramón Morixe por Cuando la jaula vuelve a subir.
Tras las lecturas se llevó a cabo el acto homenaje a Manuel Nevado Madrid; en representación de la Federación Minerometalúrgica de CC.OO. Asturias, su Secretario de Energía José María Antuña Ruenes, quien sustituyo y disculpó la ausencia de su Secretario General, Maximino García Suárez. En representación de CC.OO de Asturias su Secretario General Antonio Pino Cancelo. El responsable de la FMM destacó la labor de Nevado como creador y dirigente de CC.OO y del PCE; y en especial, su entrega, lucha y preocupación por la minería y los mineros. Según Jose Maria Antuña, Nevado Madrid, supo explicar la dura vida de los mineros y fue un maestro para las generaciones posteriores de sindicalistas del que fue un líder natural por su compromiso militante, siendo inflexible en sus ideas y flexible en sus planteamientos.
Antonio Pino Cancelo definió a Manuel Nevado Madrid como una leyenda sindicalista de la Asturias minera donde defendió la idea de un sindicalismo democrático y de clase. Hizo un repaso de su trayectoria como luchador antifranquista y recordó que fue uno de los nombres que la ideología imperante olvida pero que con su saber hacer y ayuda de los demás trajo la democracia a este país. Tuvo emotivas palabras para referirse a su pérdida y a su entrega por Asturias y por la minería. Hizo una mención especial a que actos como éste sirvan para recuperar la memoria histórica, terminando su intervención con la definición que en su día Marcelino Camacho hizo en referencia a Manuel Nevado Madrid: Los defensores de la libertad como los árboles, siempre mueren de pie.
El acto continuó con la actuación del Coro San Martín de Sotrondio, con canciones de temática minera y asturiana. Para terminar, se contó con la intervención de Sandra Nevado García, hija de Manuel Nevado Madrid, la cual agradeció el acto de homenaje a su padre y tuvo unas palabras muy emotivas del recuerdo y del ejemplo ético que supuso la figura de Manuel Nevado Madrid. Por ultimo desde la Fundación Juan Muñiz Zapico se marcó la voluntad y objetivo de seguir desarrollando el reconocimiento individual y colectivo a aquellos que con su entrega construyeron la Comisiones Obreras y se invitó a los presentes a participar de la II Edición del Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid que comenzará en septiembre del 2005. Se cerró la presentación y homenaje con un viva a las Comisiones Obreras de Asturias y un viva a Manuel Nevado Madrid y los aplausos de los presentes.