Primer premio
José Quesada Moreno: Última noche
Accésit asturiano
Félix Fernández Rodríguez: Día ún
Accésit testimonio histórico
Meritxell Coello Tortajada: Corría el invierno de 1888
Accésit joven
Gerardo Fernández Bustos: Arañas polvorientas
Menciones especiales castellano
José María Menéndez Martínez: Por vía de instancia, Almadén, 10 de diciembre de 1761
Jesús Jiménez Reinaldo: La pesca del domingo
Mª Teresa Tuñón Álvarez: Plata
Adolfo Camilo Díaz: Menaswan
José Luís Argüelles Argüelles: Quédate con nosotros
Álvaro Maceda Arranz: Sociedad anónima
Menciones especiales asturiano
Adolfo Camilo Díaz: Na cuarta
Carlos Javier Blanco Martín: Maestru
Xana Reyes Fernández: A lo menos, ta mañana
Mención especial testimonio histórico
José Manuel Regal García: Once rosas
Mención especial joven
Celia Fernández Loredo: Él yera ún d´ellos
El abuelo José tiene hosco el humor, y el don de adelantarse a los hechos, desde aquella mañana del año cincuenta y cuatro en que una barrena mal colocada sacudió los bajos del cauce del río, desquebrajó una veta de pirita como si fuera cristal, desbarató los puntales de madera, y arrastró por la galería a toda la cuadrilla del turno de madrugada. Al abuelo lo sacaron medio muerto ocho horas después y lo trasladaron a un hospital de Sevilla. Seis días tardó en recuperarse de las taquicardias del miedo, los tembleques de la hipotermia y las vomitonas de hulla líquida que le volvieron del derecho y del revés el estómago. Cuando despertó miró a mi abuela, que había estado velándolo durante todo ese tiempo, se sacó la sonda y los goteros, escupió el último resquicio de carbón y bilis que le quedaba en la garganta, y dijo: vámonos antes de que nieve. Esa misma noche, desde su habitación en la última planta del Hospital General, asistió a la única nevada que el siglo derramó sobre Sevilla. Mi abuela se persignó mientras miraba los copos esmirriados bajar con la levedad de una pluma sobre el asfalto, y aún precisó de su fe proverbial para no caer en el engaño de creerse víctima de una alucinación de la duermevela y el insomnio forzosos. Desde entonces se volvió huraño, dice mi abuela, y tiene la facultad de adivinar el porvenir.
Esta noche es también una noche fría, de esas que se despereza en la madrugada con carámbanos en los alares y escarcha en las cunetas. Así que me extrañó verle en el quicio de la puerta.
—Dame uno de esos rubios que tú gastas, chaval —me dijo cuando llegué hasta él.
Me saqué el paquete del bolsillo y se lo alargué.
—No te viene bien fumar —le dije.
—Lo que no ha podio matar el grisú y la silicosis, no lo va matar esta mierda de señoritas.
Fumamos sin mirarnos a la cara. El humo y el vahído se confundían en una nebulosa fantasmal. Toda la escena me resultaba ficticia. Mi abuelo y yo pocas veces nos hemos parado a conversar y yo noté que él quería decirme algo. En el silencio de la noche, sólo se oía su respiración pedregosa. Nada me dijo. Arrojó la colilla a la reguera, me besó en la frente y entró en la casa arrastrando los pies y su cansancio de noventa y dos años. Fue hasta la cocina, donde mi madre acababa de fregar los platos de la cena, y la besó en la frente. Regresó al salón, donde mi abuela, adormecida en su mecedora, recibió un beso en cada mejilla. Luego, en silencio y sin volver la vista atrás, se metió en su cuarto.
Mi abuela se persignó, como aquella noche nevada del año cincuenta y cuatro, y dejó caer una lágrima. Una sola lágrima.
Finó’l Xeneral de dar les instrucciones na vera la bocamina con un Viva España. Darréu nos punxeron en fila, nun llau los mineros y del otro llau presos; “roxos”, fíos de “roxos” y dalguna muyer, toos ensín esperiencia na mina. Diben facer grupos pa trabayar. Militares armaos per dayures, los facistes necesiten carbón pal frente.
Va pa tres selmanes que na mina nun se trabaya. Los facistes entraron fai dos díes nel pueblu y arramplaron con tolo que nun fuera del so llau. A los que tamos güei equí nos arrestaron en dellos llugares; nes escueles, nes casones grandes, nel teatru, na casa’l pueblu, nos barracones de les mines… too valía de carcel improvisada cuando les de verdá taben enllenes. El pueblu, con munches cases desfeches, tovía fumeantes, quedó ermu, en silenciu, ensín que naide se moviera más que l’exércitu y la Guardia Civil, qu’entainaben, ansiosos, pa facer, por fin, la so xusticia y poner les coses n’orden, nel orden de so.
Güei, nesta torna a la mina, nun se ve a casi nengún compañeru. Inda sentimos a primer hora, cuando nos trayíen nel camión, los disparos de les fusilaciones de los últimos que fueron a garrar. Otros morrieron enantes de ver como’l pueblu cayía en manes facistes, dalgunos subieron pa les viesques y los de meyor suerte pudieron colar d’Asturies a siguir na llucha. Yo, pal mio bien, pase inalvertíu nuna guerra que tardé en dame cuenta que nun me yera tan ayena.
La repartición de la xente, sigún la so fuercia, faila un teniente, gayoleru y arguyosu de tener nes sos manes el destín inmediatu de tantos diaños roxos. A cada ún de nós dannos cinco persones pa facer una cuadriella de trabayu y baxar darréu a la mina. Tóquenme tres presos que vienen de fuera d’Asturies, Xulia, una moza perconocida del pueblu y Xurdín, neñu de 13 años y fíu d’Antón, el mio vecín y amás amigu y sindicalista, que ya nel 34 foi un pegoyu na organización del llevantamientu nel pueblu y nesta guerra repitió. La gran amistá que calteníemos contradecíase dacuando coles nueses diferencies polítiques, marcaes pol so entusiasmu y enfotu revolucionariu y la mio entenra galbana hacia la política, el sindicalismu y too esi mundu de despilfarru personal y de tiempu.
Mandonos el teniente a la cuarta galería, ellí tócame distribuyir el trabayu. Mientres los tres presos y yo tamos entrando pel colaeru pa picar, Xurdín va encargase de que tol carbón cayera p’abaxo y Xulia de recoyer y procurar qu’entre na vagoneta. De cuclielles, aprovechando’l ruiu y la oscuridá, Xurdin, que na so cara reflexaba’l fin d’una neñez que-y arrancaron de dientro, aprovecha pa entrugame: -¿Qué pasó?¿au ta mio pá?- inocente y engañáu acerca de la mio persona. -Nun lo se fíu, nun lo se- retruque-y. Mirome y entamó a llorar, casi ensín llárimes, yá nun-y quedaben, camentaba que yo yera ún de los de so, nun sabía que mientres so pá llevantaba’l fusil o prendía la llume de la dinamita, yo m’alcontraba escondíu, intentando conseguir lo que tengo agora, tar vivu.
Xurdín vuelve entrugame, cola complicidá de ver na mio persona un semeyante, amosando’l nerviosismu que nun dexa ver delantre los facistes -¿mio pá? ¿au ta? .... ¿perdimos?
Corría el invierno de 1888, un invierno como tantos otros, cargado de grises y frío. A Carlos parecía no importarle demasiado, era tarde de domingo y nada en el mundo podía estropearlo. Le encantaba pasear, dejarse abrazar por el viento, mirar al cielo sin miedo a que cayera y respirar hondo, muy hondo. Se sentaba a verlos pasar, a ellos, los ingleses, tan limpios y blancos como los ángeles del cielo, con el pelo de oro y los ojos claros de agua.
-Eso debe ser del hoyo- Se decía mientras miraba sus propias manos. - Tantas horas a oscuras nos pone negros. Vamos digo yo!- Y volvía a mirar las parejas que paseaban por aquel pueblo dentro del suyo, con aquellas casas de enormes techos de pizarra; victorianas decían ellos, de los jefes decía el resto. Y al volver a casa miraba lo bonita que era su tierra, cargada de colores rojizos como si de un atardecer eterno se tratara, con las aguas tintas de los ríos que salían de las entrañas de las rocas regalando formas infinitas capaces de confundirse con los sueño. Esa era su tierra, tan dura y tan bella.
María le sonreía desde la puerta mientras colgaba la ropa y a Carlos se le llenaba el alma. Amaba a aquella mujer más que a su propia vida y era lo único que tenía. Rezaban a Dios a diario para que les enviara el niño que les faltaba pero al parecer allí arriba llegaban demasiadas plegarias.
-Ya vendrá no te preocupes- Le decía a María cada noche mientras le acariciaba el pelo- No ves que nos lo están escogiendo, el más gordo y hermoso será el nuestro- Y ella le devolvía las caricias cargada de pena.
Aquel día Carlos se despertó con los gritos: -La Manta, ha vuelto la Manta! Todos al cerro!- Se levantó y abrió la puerta. El aire era tan espeso que podía cortarse. La niebla había devorado la luz del día, nunca la habían visto igual. Cogió a María de la mano y subieron al cerro a respirar. Allí, en aquella pequeña cima el pueblo entero se amontonaba. Y a lo lejos, orgullosas y amenazantes se levantaban las piras que vomitaban veneno, las chimeneas de las teleras que arrojaban azufre. No corría ni una gota de aire y la niebla se resistía a marcharse agarrándose con fuerza a las pequeñas chozas. -No hay derecho! Esto hace años que está prohibido ¿Porqué tenemos que seguir limpiando el metal de esa manera? Pues porque es más barato, coño!- Pues en su tierra los ingleses no lo hacen.- Y poco a poco, en lo alto de aquella cima nacería la idea de una reunión en la que hablar de aquel veneno capaz de enfermar a los niños, las tierras y hasta las bestias.
Pasó algo más de un mes, era sábado y febrero, Carlos fumaba nervioso junto a la plaza. Todos los mineros estaban allí, esperando a que los ingleses salieran para hablar con ellos. No querían peleas porque querían demasiado a sus trabajos, sólo querían suplicar que quitaran las teleras y les dejaran algo de aire limpio que respirar.
La casa consejo era la más rica y espectacular de sus mansiones, allí se reunían los Señores mientras un inmaculado servicio les ponía el té sobre la mesa. Aquella tarde las puertas estaban cerradas, no habían ingleses, guardias de Pavía ni Gobernantes, sólo Carlos y los suyos que empezaron a olerse algo. De pronto, como si el mundo se volviera loco, llovieron tiros de todas partes, nadie sabia de dónde venían ni qué ocurría. En sólo unos segundos la Plaza se cubrió de sangre.
Al menos cien hombre murieron, o eso se dice ahora. Muchos de los que allí estaban ni siquiera aparecieron, escombros y viejas minas fueron sus sepulcros y el silencio más absoluto, su único rezo. Unos meses después, en una vieja choza, María abrazaba a un niño de pelo negro;
-Te llamarás Carlos, como tu padre. -
Como un ángel desandaba las callejuelas en el regreso. Los zapatos transmitían un compás desigual al chocar contra la piedra de la calleja, algo parecido a un dos por cuatro, aunque muy maltrecho. Se decía asimismo que no debía de haber pasado tanto tiempo en la cantina, fuera del alcance de todos... La noche polvorienta se dejaba caer a esas horas en las que él traía consigo la suciedad grasienta de los escondrijos de allá abajo. La simiente que se podía observar al desaparecer las casas y enfilar el camino hacia la suya, en las afueras del pueblo, resplandecía en la distancia al tocarla el lánguido esplendor de la luna. Todo pensamiento era contagiado por el deseo de correr zigzagueando entre los trigales altivos y frágiles, aunque ningún día llegase a culminarlo. Estuvo acostumbrado durante esos veinticinco años a que la pesadez de la tierra que le envolvía durante el día se volviera más liviana con la visión de una luna tenebrosa mordiendo los trigales noctámbulos. La luna era la luz que durante más tiempo veía. Apenas disponía de otra fuente de calor en el camino hasta llegar a casa y quería quedarse tranquilo de haber degustado su visión durante el mayor tiempo posible (esa luna mascullando algo a los trigales impávidos).
Llegado al portal de piedra, las suelas rechinaron al frenar en seco sus pasos para sacarse las llaves de los bolsillos. Fue entonces cuando sintió que los huesos se le encogían buscando el sitio que les correspondía dentro de su propio cuerpo, amontonados e incómodos como la roca que se apretaba allá abajo cuando su compañero Andrzej, el polaco, colocaba las vigas. "La tela de araña", decía con un español consonántico una vez que la rozadora había abierto suficiente brecha. "Claro que... las arañas se escurrirían si caminaran por encima de estos hierros", se le oía a gritos antes de estallar en carcajadas. Los ojos de Andrzej habían permanecido durante todos esos años ocultados en sus cuencas, hambrientos de luz. Apenas se le vislumbraba la pupila cuando se reía con todo el cuerpo hablando maravillas sobre su mujer, mientras la carne que les rodeaba se plegaba como el envoltorio de los bizcochos que traía de casa. Los silencios rasgados únicamente por los hachazos rompiéndose contra la roca y las escasas palabras de Andrzej eran la tónica del día a día
...el movimiento ebrio y oscilante de la mano hizo arrastrar el llavero hacia fuera del bolsillo. ¿Sería que el recuerdo de Rocío habría de venir ahora, y hablar de la naturalidad con que ella deslizaba sus pechos desnudos por toda la casa después de hacerse mutuamente el amor? Pero ninguna imagen vendría antes de que su insensible mano le transmitiese la forma de la llave desde su escondite. La introdujo, la cerradura se hizo fuerte y se contrajo, giró y entonces sí ...una araña en su hogar, espabilada únicamente por el recuerdo de los bizcochos jugosos de Rocío, escurriéndose, a pesar de sus innumerables patas, en la herrumbrosa mirada del polaco, que no cesaba ni un momento de reír. La sospecha siempre hubo tejido sus marcas en esa mirada, ahora lo sabía.
Documento n° 1
Almadén y 10 de diciembre de 1761
Yo, Aniceto Auñón, escribano de número de los de Almadén, doy fe de que el escrito adjunto, redactado de mi mano, es expresión cabal de la determinación del reo Tomás Pinto Coello que no ha podido escribirlo por sí, porque es hombre iletrado y porque mucho de lo que dice lo habla en lengua jerigonza, no embargante que se hace entender aunque con esfuerzo
Documento n° 2
Ilustrísimo Señor:
El que suscribe, Tomás Pinto Coello, natural de Cabeza de Buey, partido de Castuera, en la provincia de Extremadura, de edad como de treinta y tantos años o mas, condenado a morir en la horca por cuatrero, salteador de caminos y espía para el Reino de Portugal, confeso de lo primero aunque lo hice por necesidad y sin matar a cristiano y negador fiero de lo demás, porque es falso de toda falsedad, la cual pena le fue conmutada por la de 20 años de trabajos en las minas de Almadén, de la Real Hacienda, a V. I., con respeto y sumisión
EXPONE :Que llegé a Almadén, rapado de cabeza barba y cejas, según ordena la real cédula de S. M., en la misma cuerda de presos que lo hicieron el Manuel Pareira, egipciano como yo y el Emerencio Expósito, negro, aunque libre, los tres para 20 años, cada uno según su culpas. Que nos pusieron en el pozo n° 3 donde, desde el primer día, yo trabajo de charquero, quiere decir, de llenador de zaca, y que, aunque la jornada es de doce horas, muchos son los días que no se muda la dúa y nos vamos a las dieciséis, cuando faltan sonadores en los fuelles, porque se afogan al respirar y entonces echan mano de los del torno, que dicen que sí respiramos. Que murió primero el Manuel, que era el mas nuevo, y venía ya quebrantado de unas tercianas que debió coger en la jornada de Corral de Calatrava, siete leguas de las minas, que fue muy dura. Que el segundo en morir fue el negro, que nadie le llamaba Emerencio y hubimos de sacarlo del pozo a puro brazo porque se quebró el torno que tenía la madera podrida y cuando le sacamos estaba casi muerto. Que es cierto que robé la manta y la halda de jerga del negro, pero fue por causa del frío y porque al dicho negro ya no le hacían falta. Que lo que dijo el sobrestante de que le robé los zapatos al Emerencio es falso de toda falsedad porque él me los había dado, hacía mucho, por vía de presente. Que de contino me dan rilores, que aquí le llaman temblor metálico y que la herida del fierro roñoso que me hice cuando sacamos al negro huele a queso y dice el barbero que me han de cortar la pierna por encima del corbejón. Que los dichos Manuel Pereira y Emerencio Expósito eran mis consortes desde cuando estuvimos en la cárcel de Corte y siempre nos tuvimos muchos miramientos y que Gloria hayan, aunque tengo por seguro que el negro no era cristiano viejo y que ahora ni ellos me han de ayudar ni yo les puedo ayudar tampoco. Y por todo lo dicho ante V. I., rendidamente,
SUPLICO me sea revocada la conmutación de sentencia que ut supra se menciona y que se me aplique la pena capital en la forma acostumbrada y en el plazo mas breve posible.
Es gracia que espera obtener del recto proceder de V. I. cuya vida guarde Dios muchos años en bien del servicio de S. M.
Firmado: X
Ilmo. S. Superintendente general de Minas. Secretaria de Hacienda. Corte.
Los fines de semana me gusta ir a pescar.
Pero, cuando me encuentro desanimado y me tortura la idea de regresar el lunes al trabajo, me veo impulsado por un sentimiento incontrolable a dar un paseo a lo largo de la ribera del río, a dejar que el tiempo transcurra plácidamente mientras la brisa agita los alerces y las aguas se deslizan mansas hacia la costa atlántica. Los cielos, al atardecer, tienen un punto cobrizo justo antes del fin de la tarde y pareciera que el sol fuese un patrón astuto que los enredase con sus rayos. Como tirado por un hilo invisible, ajeno a todo lo que no sea el sonido del río y los cantos de las aves, me dejo llevar, cada vez más lejos, atrapado en la tela urdida por la naturaleza. ¡Es tan hermoso el cielo! ¡Y es tan fresco el aire! Podría pasar horas escuchando el golpe seco de mis propios pies golpeando la tierra, rítmicamente, a paso firme.
Mi mujer cree que, si tardo tanto en volver a casa los domingos, es porque ya no la quiero. "Antes te pasabas la tarde conmigo. Mientras yo hacía punto, tú escuchabas los partidos de fútbol por la radio y de vez en cuando me mirabas como cuando éramos novios." Pero ahora ha dado en la idea de que no la soporto y que me voy a pescar para no estar con ella, para evitar su presencia muda e interrogante por la casa. ¡Qué lejos está de saber lo que me ocurre! Y aún ignora más mis verdaderos deseos.
Estoy pensando en contárselos. En volver una tarde cualquiera, los pies cansados y la cabeza enredada en las ideas perturbadoras que me atormentan, y mirarla a los ojos, para que sepa que lo que le voy a contar es muy importante. Decirle, por ejemplo, que solo sigo en la mina porque hay que comer, que por la noche tengo sueños terribles, en los que repto por galerías de casas minúsculas buscando a mi madre muerta, que me sofocan como enemigos las paredes de nuestra casa y que, sin embargo, a ella la sigo queriendo, más que antes si eso es posible. Pero, sobre todo, para mostrarle el dolor que me acucia como un perro cuando duermo bajo techo o me siento en el sillón de la estancia. He llegado a un punto en que no puedo soportar las distancias cortas, el aire enrarecido, la oscuridad de la noche...
Y, por eso, mientras paseo junto al río y mis ojos se pierden en el horizonte, acompañado por el agua y el sonido de las hojas plateadas de los chopos, sueño con volver a casa un día y poder decirle a mi mujer: "Deja ya de cansarte los ojos con esas viejas agujas, guárdalas en la caja que heredaste de tu madre, y haz las maletas, que nos vamos." Y después de haberlo vendido todo, como quien tiene un segundo regalo de bodas, inesperado, partir hacia una isla de clima templado, donde sus huesos no sientan la fragilidad en el invierno y yo me olvide de los espacios angostos y húmedos. Donde todos los días sea domingo y ya no tenga más deseos de ir a pescar. Para que nazca el horizonte que llevo dentro y no le ahoguen las miasmas del pasado. Mientras el agua del río suena y me refresca la brisa con su música de sombra y sueño. Este es el pez que pesco cada domingo; creo que ya es hora de llevarlo a casa.
Wenceslao llevaba dos semanas enfermo, postrado en la cama, aquejado de una fiebre altísima y fuertes dolores de vientre que lo mantenían alejado de su trabajo en las entrañas de Cerro Rico en Potosí, la ciudad más alta del mundo. Una ciudad llena de belleza en sus empinadas calles, con casonas, iglesias, palacios y monasterios. Una belleza que Wenceslao nunca supo ni pudo apreciar inmerso como estaba en arañar las entrañas de la mina para poder llevar el sustento a la especie de choza que servía de hogar. Con un niño de doce años y una nena de diez, su mujer, Lucrecia, aportaba algún boliviano a la economía familiar vendiendo amuletos en un trozo de acera del Mercado de la brujería.
Su enfermedad, Wenceslao estaba seguro, era cosa del Tío, ese diablo de la mina a quién debían guardar pleitesía todos los trabajadores y era obligado ofrendarle cada día hojas de coca, tabaco y alcohol para que les facilitase el trabajo y ayuda para encontrar la veta mejor y más fácil de arrancar de las entrañas del Cerro. Fueron los españoles quienes crearon la figura de ese demonio de las minas, con objeto de obligar a los indígenas a trabajar sin descanso.
El día que Wenceslao se desplomó, retorciéndose de dolor, encima del mineral que estaba cargando en la carretilla, no había realizado la habitual ofrenda de coca, alcohol y tabaco al Tío. Estaba enfadado con él. Hacía va un tiempo que, los esfuerzos que realizaba la cuadrilla de la que él formaba parte, no obtenían los resultados esperados. El dinero que recibían era menguado. Apenas les daba para sobrevivir.
La mañana de aquel martes despertó sin dolor. Ni rastro de fiebre. Una energía inusitada lo invadía. Ágil, se levantó de un salto y, vistiéndose a toda prisa, corrió veloz hacia la mina, no sin antes pararse en el Mercado de Mineros a comprar los presentes para el Tío. Al ofrecérselos, a Wenceslao le pareció ver, en el horrible rostro del diablo, una sonrisa. Parecía que sus pies, más que tocar el suelo, volaban, camino de la galería. De repente, una intensa luz lo deslumbró. Ante sus ojos tenía la más increíble y fabulosa veta de plata que el Cerro Rico de Potosí había dado nunca. Por fin su vida iba a cambiar. Tendrían una casa con agua corriente, su mujer dejaría de vender amuletos, sus hijos podrían estudiar y tener una vida mejor.
Los asistentes al velatorio miraban con asombro la expresión de felicidad en la cara de Wenceslao. No podían comprenderlo después de haber pasado dos semanas retorciéndose de dolor y consumido por la fiebre. Tenía también los brazos ligeramente elevados y las manos como intentando agarrar algo. Al enfriarse el cuerpo, de su vientre comenzó a salir una especie de humo que, elevándose, iba tomando la apariencia del Tío. Y pareció escucharse una carcajada estentórea que estremeció a los presentes.
Y de lo más hondo de sus entrañas,
Como de una íntima mina, nacía la revolución
(Emile Zola, "Germinal")
En Menaswan han dicho que vienen más turistas ¿Sabes?. Son buenos los turistas: dejan dólares, también gafas de sol y, alguna vez, bragas y pantalones vaqueros. También te preguntan: "¿Cómo te sientes? ¿Estás cansado?". Si les enseño las manos pagan más. Tengo las manos del color "ójido", no del óxido. Pienso rápido, hablo rápido. Algo de inglés: "friand", "monei", "guoman", "fakin". Palabras así: ellos sonríen y me rascan la cabeza, yo sonrío y les enseño las manos. Cuando meo, lanzo un chorro rojo, que duele, joder, que duele, pero rojo como un viejo dragón. Llegan y me dicen "¿Cómo estás? ¿Estás triste?" Y me piden que mee, para verme el chorro rojo. Ahora los turistas también bajan a la mina. La mina es muy profunda y, desde arriba, no se ve el fondo... Pero, cuando llegas a la mitad y ves aquella laguna azul al fondo, buf. Es como la tercera esfera, camino del Nirvana. Muchos turistas quieren bañarse en ella, pero no pueden: a menos de veinte metros puedes quedarte sin piel y, si caes adentro, se te ven los huesos nada más entrar. Está ardiendo y es ácido sulfu...algo, no me acuerdo. Cuando los turistas bajan tenemos que apartarnos, subimos cargados con las cestas llenas de azufre. Quema el azufre y nos hace esos colores verdes, rojos, azules, en las manos. Los turistas quedan impresionados y quieren fotografiarse a mi lado, haciendo el signo de la victoria. Me preguntan "¿Cómo estás? ¿Tienes calor?". Nunca contesto, o sí: la pasada semana sí contesté. Madre prepara arroz con carne cuando llevo dólares, si no, arroz con bambú. Es lo bueno de los turistas. El azufre se arranca con las manos. Y te deja esos colores. Son tan bonitos que los turistas no se dan cuenta de que me falta el dedo pequeño de la mano derecha. Lo perdí por trabajar con el pico, no se puede trabajar con el pico: el hierro se calienta y te quema, te quema más que el mismo azufre. Tampoco con guantes. Sólo con esos pañuelos de lana que nos ponemos en la nariz, para oler menos a huevo podrido. Tenemos que localizar las baldosas de azufre, ese es un trabajo importante. Un día encontré a mi padre, sí: estaba a unos trescientos metros, debajo de toneladas de azufre puro, ya sabes, un desprendimiento. Era el mejor localizando baldosas. Se había conservado bien: llevaba un mes desaparecido y el azufre había respetado su cara, gracias a Buda, claro... Y le di las gracias. Encendimos doce velas, como es preceptivo, y dijimos su nombre y recuperé su colgante: el kujang, la hoz de talismanic. Siento que me da suerte. Los viejos dijeron que Buda me había ayudado a encontrar a mi padre y puede que sea verdad. La mina está dividida en sectores: cada sector es un escalón y en cada escalón trabajamos cincuenta o más, hay incluso adultos.
Buda no.
Mi hermana hoy se ha ido para casa. No se encontraba bien. Es mayor, acaba de cumplir los catorce y está preñada, pero ha sangrado y se ha ido para Jambu, en el camión, con el dinero que me dieron por la mañana: treinta y seis mil rupias. Un turista dijo que eso eran casi cuatro dólares. Me dijo "¿Cómo te sientes? ¿Muy cansado?. No contesté. Sólo pensé que me haré rico. Le compraré una casa de barro a madre, sí, en unos pocos años, sí.
La semana pasada un turista me preguntó que cómo estaba. Tengo rabia, le dije, y sonreí. Le dije que, con este azufre, estábamos construyendo una bomba atómica y creo que se lo creyó. Con un poco de suerte se esparce la noticia y llega al gran jefe americano y se fija en nosotros. Y no me importa que nos bombardee porque alguien le convenza que, desde esta mina, desde este volcán, podemos amenazar a su gran país. No me importa lo más mínimo: el caso es que sepa que existimos y que vengan más turistas, soldados, o esos jóvenes que quieren fotografiarse a mi lado para sacar un cartel contra el trabajo de los niños. Aquí hay algún niño: no llegan a los cinco años. Pero muchos ya somos mayores: yo acabo de cumplir los doce. Y tenemos rabia. Trabajamos con las manos... Hasta que llegue el día. Hasta que llegue ese puto día del Nirvana... o algo peor. ¿Sabes?
No tenga cuidado, hombre, el perro es mío. Yo mismo lo crié ya va para doce años; si lo conoceré bien. No se ría, pero me gusta cuando escarba, inquieto, en la escombrera, porque entonces pienso que se me parece un poco, siempre removiendo cenizas y recuerdos. Dos carcamales, como quien dice. Ahora, desde que ya no está mi mujer, duerme dentro de la casa y así no me siento tan solo. Antonia murió al mes de que cerraran la mina; si va a esa ventana, casi tocara el castillete con la mano. Tal vez no le interese, pero bajé a esos tajos durante cuarenta años y aún tengo su oscuridad en mis ojos; mire aquí, son sombras que van y vienen. No, nada que ver con ese sentimiento de extrañeza del que hablan. ¿Extrañeza? ¿Por qué usan palabras que apenas entiendo? La tarde del entierro llovió y noté esa tristeza a la que siempre se refiere el médico, igual que, cuando días después, vaciaron la lampistería y la madera comenzó a pudrirse, húmeda, en los vagones descarrilados, esos que come la herrumbre. Al bajar del cementerio me veía raro, distinto, y no sólo por la imagen del yeso fresco en el nicho, junto a las flores, sino porque allí mismo, tras el apresurado rezo bajo los paraguas, empezaron las despedidas. A las pocas semanas, todos hicieron las maletas, tras darse cuenta de que el ingeniero iba en serio y que era mejor coger el dinero que les ofrecía. También se marcharon los del bar. ¿Qué iban a hacer, no le parece? Fue el hijo mayor quien, antes de echar la llave, aún me invitó a un vaso en la barra vacía y dijo cabizbajo: "Deberías bajar al pueblo e ir al Ayuntamiento para que busquen una residencia, algún lugar tranquilo donde te cuiden". Seguro que él les dio el aviso, ¿quién iba a ser sino? Luego me quedé solo con el perro que le está mirando, y con esta casa en la que he vivido siempre, y con la escombrera de ahí afuera. ¿Por qué iba a querer volver nadie? Bueno, algunas mañanas vienen los de la chatarra con dos o tres empleados de la empresa y cargan en un camión lo que sacan de los talleres o de la sala de máquinas; qué sé yo, conmigo paran poco, algún saludo de compromiso y poco más. El doctor se ha empeñado en que no puedo seguir así, que necesito ayuda. ¿Su visita es por eso, verdad? Le habrá explicado que, a veces, hablo de estas cosas con los que ya no están: Antonia y otras personas que quise, mis padres, algunos amigos... Y que tiro piedras contra el pozo hasta que me responden. ¿Quiere saber lo que cuentan esas voces? Pues lo mismo que las aguas del río, que repiten una y otra vez: "Quédate con nosotros; ¿a dónde vas a ir ahora?".
-Esto es un secuestro minero
Disparó dos tiros de escopeta que impactaron sobre el techo de la galería, de donde cayó una lluvia de esquirlas de piedra que les hizo saber que hablaba en serio.
-A la mina, todos a la mina
Y se fueron metiendo a la mina.
Cuando estuvieron todos dentro clavó unos tablones recios en la entrada de la galería. Clavó el último pensando en cómo sería recordado: el primer secuestrador de mineros, el golpe perfecto.
-Ahora, a llamar -y llamó a la empresa. Iba a pedir un millón por minero, estaba dispuesto a bajar hasta medio, pero le saltó el contestador: "esta es la empresa de minería, en estos momentos no podemos atenderle, nuestro horario es tal y tal".
-Soy el secuestrador minero, por favor llámenme. Es urgente.
Así todo el día: en la puerta de la mina, con la escopeta en la mano y llamando a la empresa de tanto en tanto. A la noche se acercó una mujer, preguntando que dónde estaba su marido el minero.
-Dentro, secuestrado -Pues tendrá hambre
Se acercó a la puerta y constató que todos tenían hambre. Pasó una hoja por debajo y al rato le devolvieron una lista manchada de carbón con las peticiones, que entregó a la mujer. En un par de horas aparecieron unos chavales con bolsas reclamando unos euros porque no todos tienen mujer y los bocadillos son a tres cincuenta.
Al día siguiente, igual. Al otro, igual. Al tercer día, añadió una indicación en la hoja: "por favor, que sea barato". Al cuarto día, los mineros le dejaron algo de dinero, porque con lo que le quedaba en la cartera no llegaba. Al quinto hicieron un hueco entre los tablones y sacaron un carro con carbón que pudo cambiar por los bocadillos, unas cervezas y aún le sobró otro poco.
En la empresa siguen sin coger el teléfono, pero se ha constituido en sociedad anónima y no pierde la esperanza.
Toi fartucu de pensar na mina como nuna tumba. De veme como un hérue d´a diariu porque, si me tien pasao esto, nun ye pa tener que confirmar nengún tráxicu destín, non. Ye la puta mala suerte d´esta puta tierra y de los que l´ habitamos.
El grisú ye lo que tien. Tengo recordar coses: saber que toi vivu.
Mio güilu morrú reventéu. Ye como dicimos les coses pal val.le. Reventéu: yeren otros tiempos y trabayaben quince hores... Mio güelu empezare de guaje nun chamizu Morea y depués fuere xubiendo nesa peculiar escala que tienen en puzu: cuanto más importante, más p´abaxu vas, más perres ganes eso sí, pero más p´abaxu vas a nun ser que teas padrín y xubas... Eso dicía´l probe, pero morrú afoguéu nel Hospital de Silicosis d´Uviéu. Enantes de morrer tuviemos que lu amarrar a la cama, porque quería tirase pela ventana. Sí. Morrú reventéu... Esto... Mio pá non, a mio pá matolu´l chumar. Eso sí, llegó a mineru primera y mampostiaba como nadie... Bono, mampostiaba y asistía a too. Ah, si lo viereis tirar de les mules cuando había que tirar: eso sí que yera un trabayaor. Y depués teníes que lu ver fuera: nun había directivu, nin facultativu nin hosties, que lu humillare, non. ¡Cuanto lluchó´l probe!... Y, total, pa ná, pa que-y cerraren hasta´l pasu a la puta escombrera onde nazú. Pa que otros medraren y engordaren la puta chequera... Mira, yo estudié, eso nótase, por cómo falo, por cómo pienso. Lléguenme les palabres a la cabeza y lleguen bien, tovía lleguen. Pudi marchar, claro, como tantos otros, joder, pero nun quixi. Otra cosa non, pero na Cuenca tamos sobraos de dignidá. Ye lo que queda cuando nada nun queda. Amás... Cago na os: Merce vive equí y equí quería vivir con ella... Pero nun sé si se nos va arreglar. Non, agora ya non. Tien los güeyos marrones... Como, como la tierra... Nun olvidar. Una vez contome mio pá un socedíu... ¿O fue mio güelu?. Ya nun sé, bono, yera de pa cuando Pachu. Les Cuenques taben militarizaes... Non, foi mio padre, sí. Pos eso. Les Cuenques taben militarizaes y al puzu Santiago llegare un Director andaluz mui pexigueres, que prohibía blasfemar. Eso-yos dixo, mecago nel mio alma, a los mineros. Eso. Foi una temporada que mio pá anduvo coles mules: "mula, tira, mecago en dios". Y la mula tiraba. Aquel mandón quitó a mio padre de llevar les mules. ¡Nun quería que blasfemare!. Entós punxo a utru, a un rapaz nuevín que quería facer carrera. Ello ye que un día les mules pararon: nun querín tirar y taben parando´l tayu, yera un peligru. Aquel director xubía peles parés. Ya sabes: si les mules paren pue parar too. "¿Por qué nun tiren?" El capataz, d´aquella unu de pa Carabanzo, dixo que tenía que volver llamar a mio pá. Llegó´l paisanu: "Empezar a tirar que vos parto, mecago en dios,!!. Les mules moviéronse, claro. Cuntábalo mio pá, escargatáu de risa, sí... Nun pueo olvidar... Otra vez falome de la pantasmona que se-yos apaecía nel Monsacro, na cuarta... Pero ya nun sé si eso foi cosa mio güelu o cosa d´él o si lo suaño.¿Y lo del esquirol del San Andrés?.
Joder, lo bono ye que nun siento dolor y, cola escuridá, nun sé bien cómo toi. Vamos, nun siento más humillación que la de nun me poder ver les manes... Que la de dir escaeciendo cómo yera la cara mio madre, la voz de mio güílu, la risa mio pá...
....Los güeyos de Merce... Nun sé la color... Pero son... tan... guapos... como l´agua
Maestru, yera como lu llamaben. Taben toos tan agradecíos, que-y llevaben regalos cásique toes les selmanes. Comida fecha pela ma, una botella vinu, un cartón de güevos, galipos de fabes. Asina, l´home diba tirando. Cháronlu de la escuela cuantayá. Nunca nun tuvo carné, pero acabantes d´entrar les tropes gallegues, unos civiles aportaron a la escuela de rapazos. Ellí siguía´l Maestru, el de verdá, como si tal cosa. Denunciáralu un vecín. Que si yera roxu. Que si se ponía de parte los mineros. Foi espantible. Dexáronlu baldáu d´una cuelma delantre toos los rapazos. Dellos tiráronse a les perneres de los guardies. Ehí quedó l´home, chando´l sangre pela boca. Dellos críos corrieron a casa ente llárimes y glayíos. Nel intre les mas de toa la reciella arrodiaron a los civiles, apellidándo-yos de too. Cuenten qu´ellos tuvieron que tirar tiros al aire pa escorreles.
Maestru foi curáu en casa d´una vieya a la que nun-y daba yá más nada. Nin represalies nin gaites. Vilda de cuando la Revolución, con dos fíos cayíos nel frente, pa la parte Noreña, la muyer sacólu alantre. Na cama, meyoró tomando caldinos bien probes pero daos con ciñu. Maestru nun quixo falar en meses. Tamién elli foi mineru. Sabía lo que yera la vida d´un esclavu. Entró de guah.e, como´l pa, como´l güelu. Cásique nun tenía ropa. Quitase la porcancia y mordigañar pan yera too lo que podía naguar n´acabando´l turnu. La camioneta circulante trayía llibros. Les lletres, cada vuelta meyor lleíes, abriéron-y un mundu. Yá de mozu féxose maestru. D´aquellos qu´había, ensin títulu dalu. Un día, al esbarrumbase la galería, quedó baldáu enforma. La cosa yera que yá nun podía vivir d´otra cosa que d´enseñar a los neños.
N'alicando, Maestru punxo escuela na cuadra valera d´un vecín. Tolos diís vinía´l gallegu aquel de bigotes, un falanxista, col envís d´amedranar. Pero los neños trataben al so braeru Maestru col rispetu col qu´ha tratase un dios o un sabiu. Sabiu yera, anque too lo deprendía a la manera de so, lleendo lo que podía y au podía. Presentábase en cuartel toles selmanes. Les menacies y los insultos yá yeren el pan de cada día. Los rapacinos colaben-y de la escuela en cuantes yeren granducos. Maestru dicía que la tierra los encloyaba. Nunca quixo qu´unes vides como aquelles, tan nueves, tan llozanes, fueran escosase embaxo tierra. Pero la mina, la fame, y el vivir propiu d´un proletariáu vencíu y militarizáu, nun dexaba marxe a la infancia aquella. Trabayar, morrer. Trabayar, morrer.
El falanxista abrió la Escuela Nacional. El primer día de clas taba cásique sin neños. Al pasar delantre les cases sintió como un pueblu enteru lu esprecetaba. Yera un ruxerruxe sordu, fondu, testoneru. Nes miraes de les mas, nos güeyos de los neños, había odiu. N´aquel pueblu namái había un Maestru. Un fíu de la Tierra, baldáu por ella y pol enemigu, un paisanu de verdá, como toos ellos.
Tinina acolumbraba de xemes en cuando pela ventana, intentando destinguir una lluz piquiñina y alborotada que-y anunciaba la llegada del so home. Delantre d’ella, estendíase lloñe la caleya que facía les veces d'entrada principal al pueblu y camín pa la mina. Dos fileres d’árboles angostiaben el sendero, regoldanos centenarios con un ramaxe tan enguedeyáu y retorcíu que paecíen querer fundise toos nún, testigos callaos de les hestories, desgracies y allegríes d’aquella xente
Yera yá de nueche, y siendo la de Tinina y Xustino la primera casa‘l pueblu, fuera namás avistiábense un poco les castañales escontra la lluna y escuridá. Conocía bien esi paisaxe dende neña, pero contemplalu asina nun-y gustaba muncho a Tinina. Cuántes vegaes tuvo sentada so ma nel mesmu banquín qu'agora ella, esperando que´l so pá llegara de la mina. Pero yeren munches les nueches que Xustino o los compañeros tardaben, y nun taba dispuesta a dexase llevar por temores que lluéu diben quedase nuna tontería. ¡De xuru que Xustino diba ríse d’ella si s’enteraba! Él siempre aportaba gayasperu a casa. Cuando s’averaba pel camín, lo primero que destinguía Tinina yera la lluz del so candil, balanciándose contenta, disipando los sos miéos y la negrura de la caleya. Tanto esclarecía Xustino, qu'hasta les envaraes castañales echábense p'atrás y dexábenlu pasar. Asina aldovinábalu ella, ganando la escuridad cola so maxa, sirviéndose de la lluz del candil primero, y lluéu col propiu rellumu de la sorrisa que-y dedicaba enantes cruzar la puerta.
Con estes ensuañaciones, Tinina refalfiábase pa nun esmolocese pola tardanza de Xustino. Amás, si tuviere pasao daqué sabríalo yá. Les males noticies viaxen rápido. El día que so pá quedó atrapáu nel pozu, llénose dárreu la caleya de lluces ceguñando, como nuna procesión embarullada de la Güestia. Yeren los mineros, que llegaben toos xuntos a da-y la mala nueva a so ma. Dengún s’atrevió facelo solu, y el inxenieru menos tovía.
La lluna terminó por guardase tres les nubes y la caleya taba negra como boca de llobu. Tinina entrugóse si'l pozu sería tan escuru. Cuando so pá quedó atrapáu y morrió, nun tenía la llámpara siquiera. Ya taba impacientada. ¡Xustino, apura, ho!. Pero lo mesmo da que s'angustie que non, que sigue ensin columbrar la llucecina. Tal paecía que la mina llegare hasta so casa, tragando tolo qu’atopaba’l so pasu, y tamién a Xustino, que diba quedase no escuro pa siempre, como so pá...!. Non. Nesi momentu alcanza ver un destellu averando rápidamente. Ye’l so home... Tinina xorrez y ponse de pie, pasó'l mal ratu. A lo menos, ta mañana.
A Celestino González, Manuel Vázquez, Félix González, Rafael Alonso, Francisco Lobeto, Luís Flórez, Juan Díaz, José Antonio López, Manuel Granda, Adriano Augusto Teixeiro y José Martínez. In memoriam
Todo el valle era un templo. En la iglesia parroquial de San Martín, había quedado reducida a la mínima expresión. 20.000 almas se habían arremolinado en un duelo impresionante. El río bajaba negro arrastrando un manto de luto y una tristeza inenarrable, con un ruido ensordecedor, horadaba el cauce con rabia a su paso.
Fue un 14 de agosto de 1.967. El valle quedó ensombrecido por la catástrofe laboral que nadie recordaba hasta entonces. 11 bravos mineros dejaron la vida en el tajo; 11 compañeros cegaron la luz para siempre en la c/12 del grupo de Santo Tomás. En la bocamina, se congregaron gentes que llegan por callejuelas y senderos. Se miran unos a otros sin articular palabra alguna. Algunos vociferan impotentes ante tanta desventura; otros, maldicen el nombre de Dios, como si éste, fuera el responsable del destino de aquellos hombres. Una mujer rasgó el cielo con su grito: ¡Justicia! ¡Vivan los mineros! Enseguida fue reducida y detenida, así como a un grupo de mineros que protestaban por el accidente. Muy cerca, los castilletes de los pozos de San José y algo más retirado el de Santa Bárbara, hacen guardia con su presencia, mudos e inmóviles. Son tótems que reivindican su parte en el sacrificio, monumentos de la ingeniería industrial que nos recuerdan donde entierran las esperanzas muchas familias...
La muerte arañó sus rostros. Desde la veteranía a punto de la jubilación, con la silicosis a cuestas hasta la tierna edad de sentirse casi niños; desde el vigilante al caballista, barrenista o ayudante minero son la misma lágrima. Ante la noticia, Gelín el pintu, como le llamaban por su aspecto físico, entró en la mina en compañía del ingeniero Mayo y dos canarios como señuelo. Al instante, los pájaros murieron. Tuvieron que retirarse e instalar turbinas de ventilación. Observaron que había ocurrido una explosión de grisú. La muerte se produjo a causa del monóxido de carbono. Avanzaban por el taller e iban apareciendo los cuerpos de los hombres y mulas. La ventilación era prácticamente inexistente. El enlace sindical Rafael Alonso, también muerto en la tragedia, había denunciado reiteradamente las pésimas condiciones en las que se trabajaba. Todo cayó en papel mojado. A la dirección de la empresa le interesaba más el rendimiento de la explotación que las condiciones de seguridad. Rafael se estrelló siempre contra sus propósitos. En la reconstrucción de los hechos y la investigación llevada a cabo, un dato exasperó e irritó a los mineros. Apareció una cajetilla de tabaco en el taller del siniestro. Alguien intentó culpar a los trabajadores de negligencia. Es curioso, dijeron los compañeros, que en la deflagración se quemaran los cuerpos de los hombres y no la cajetilla de tabaco.
Los vecinos de Santullano, en un gesto de dolor y duelo, intentaron en vano parar las fiestas que se celebraban en su pueblo. Las autoridades desoyeron su clamor.
Once ataúdes son llevados a hombros de sus compañeros camino de Villapendi, al cementerio. Once flores que derramaron su savia en un hueco oscuro. Un silencio absoluto preside el paso de los féretros y del corazón de todos cuantos acudieron a darles el último adiós, brotaba un sentimiento de dolor y rabia contenida. Turón, como el río que baja atormentado, se vistió de negro. Once rosas para sus tumbas.
El teléfonu nun sonó. Naide nun picó a la puerta. El silenciu enllenábalo too. ¿Sedría ún d’ellos? Non, yera imposible. Nun podía ser. Esa yera la so galería. Pero non, nun lo creía. Él llevaba la cigua que-y regalé cuando yéramos mozos, diba protexelu. ¡Qué babayaes camentaba! ¿Qué tendría qué ver un cachu d’acebache con tar vivu? Porque... ¡taba vivu! ¡Prometiómelo! ¿Y si nun lo taba? Non, nun podía ser. Tenía que talo.
Sonó’l teléfonu. Nun me fizo falta descolgar. Él yera ún d’ellos. Sabíalo. Notélo. Nun tenía que garrar l’auricular porque sabía lo que diben dicime al otru llau.
Picaron a la puerta. Nun diba abrir. Nun quería que me compadecieren, nin que me dixeren lo bonu que yera y toes eses coses que yá sabía y que se repiten de mou innecesariu nos velatorios y tanatorios.
Había qu’avisar a la funeraria. Nun quería flores nin esquela nel periódicu. Tenía de respetalo, yera la so voluntá.
Tenía de vistime ¿De prieto? Nunca nun me prestó esi color. Yera’l color que teníen él y mio pá nes manes, ente les uñes y alredor de los güeyos y nunca nun-yos marchaba por munchu qu’esfregasen.
Ehí taba la caxa. Dientro diba él, anque me costase creyelo. Diben metelu nel nichu. Nun quixo tumba, dicía que yá taba abondo so la tierra como pa talo tamién de muertu.
Yá taba enterráu. Miré pela ventana y ví’l turullu la mina. Diba piesllar la persiana y meteme na cama. Quería pesllar los güeyos y velo too prieto. ¡¡¡Quería espertar d’esta velea!!!
De sópitu espiérame’l teléfonu. Toi pingando de sudu. Él nun ta al mio llau. Ta trabayando. Él yera ún d’ellos. Nun se despidió de min.