Primer premio
      Juan José Argudo García: El rey de la mina

Accésit asturiano
      José Luís Rendueles: El reló n'hora

Accésit joven
      Miguel Rodríguez de Vera Mouliaá: Asturias, 1934

Accésit testimonio histórico
      Costante Álvarez Delgado: La Peña'l Gatu

Menciones especiales: asturiano
      Mauricio Díaz Rodríguez: Passarowitz
      María Prado Muñiz: El mensaxe

Menciones especiales: testimonio histórico
      Aitor del Barrio García: Encierro de Potasas
      Alberto Álvarez Rodríguez: Lluvia de Abril
      Miguel Ángel Carcelén Gandía: El trino del canario

Menciones especiales: castellano
      Óscar M. Mora Gómez: La escama del cuélebre
      Javier Cuesta Bayón: La recompensa
      José Quesada Moreno: El mensajero
      María Julia Bello: Trebejo

Microrrelatos Mineros 2009 Microrrelatos Mineros
VI Concurso Manuel Nevado Madrid -2009-

En este libro se recogen los microrrelatos ganadores y seleccionados del VI Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid.
 
Fundación Juan Muñiz Zapico y KRK Ediciones
ISBN: 978-84-8367-279-2
Oviedo, 2010, 110 págs.


 

PRIMER PREMIO
Juan José Argudo García: El rey de la mina

El viaje tenía como destino la Mina de Pozo Ancho. Paseaba por las oficinas, observaba los gestos, las manos, las caras y reconocí entre el personal a un niño. No tendría más de diez años y no entendía qué hacía allí. La mina no es lugar para niños. Luego bajé en el ascensor hasta la tercera galería, y me topé con un derrumbe, que por suerte, no provocó daños a los mineros. Y al subir de nuevo a la superficie, lo divisé junto a los mayores, entre capataces, oficinistas y recaderos. Jugaba al ajedrez. Y la expectación iba creciendo a medida que ganaba partidas. Apostaban quién sería capaz de tumbar el rey del "chico". Apostado junto a la puerta, observé cómo reía, cómo disfrutaba ganando a gente madura y cómo pasaba el tiempo en la mina. Pronto el jefe de talleres disolvía la timba de escaques, y todo el mundo volvía a su puesto. Él recogía las piezas de dos en dos, con sus manos todavía blancas pero toscas, y las metía en una bolsa de terciopelo cerrándola con un nudo.

Ése último gesto, lo noté en su mirada, indicaba que debía de volver a su cruda realidad. Su función en la mina, aparte de provocar que algún minero perdiera su sueldo apostando al rey negro, era excavar las galerías y túneles subterráneos de pequeñas dimensiones, donde luego se alojarían las tuberías de desagüe y drenaje de la mina, para extraer el agua y continuar los trabajos en la mina. Se cansaba a menudo al estar mucho tiempo de rodillas, y tosía con frecuencia, pero no podía dejar de trabajar. Sabía que aquello ayudaría a su padre, minero enfermo de silicosis, y que con las monedas que conseguía horadando la tierra, y las que le aportaban su tablero, que siempre le acompañaba, su familia saldría adelante. Su aspecto flacucho y enclenque provocaba que todo el mundo fuera condescendiente con él. Y observé de qué manera se zafaba de su capataz, regalándole un regaliz para que no fumara, y le dejara ir a jugar a las oficinas, desplegar su tablero que limpiaba con sumo cuidado con un paño de algodón, para luego minuciosamente colocar las fichas, blancas primero, y negras a continuación, y una vez que los caballos oteaban al frente de batalla, y desde las torres se divisaba el bando contrario, mirar las caras de los oficiales y oficinistas, ofreciendo el otro lado de la mesa, con atisbo de querer embolsarse, en otro rato, un sobresueldo que no le venía nada mal.

El día siguiente no hubo partida. Y todo el mundo se preguntaba donde estaría aquel reyezuelo de los escaques, para que no hubiera montado la sala de juegos, como de costumbre. Al pronto, uno de los capataces corría hacia el túnel de drenaje. Justo cuando entraba al túnel, un minero sollozando traía en brazos el cuerpo del niño ajedrecista. No respiraba y tenía ensangrentadas las rodillas y manos. Al parecer un derrumbe provocó su asfixia en el interior. Todos lloraban la enorme pérdida, mientras que la campana de la mina repiqueteaba el martillo en su honor.

- La campana me despierta, doctor. Siempre es la misma pesadilla. Han pasado 20 años desde que perdí a mi hermano mayor en la mina, y no consigo deshacerme de los sonidos que repiquetean mi alma, noche sí y noche también.

- Quizás debería de visitar los vestigios y despedirse de su hermano.

- Quizás, doctor. Ese será mi próximo viaje, el más doloroso, el definitivo.


 
ACCÉSIT ASTURIANO
José Luís Rendueles: El reló n'hora

Coles sábanes ruines facíamos pañales, y mio ma tenía una guerra cola ropa de mio pá. Garrábala de sábadu y tenía que tenelo llavao, remendao y seco pal llunes. De xemes en cuando yo quedaba ayudándola hasta les tantes de la mañana, cosiendo con lluz de carburu, pa que pudiere llevar la ropa curioso y llimpio. Dalguna vegada nos pilló tovía trabayando a tou meter cuando esconsoñaba y entós, de la que garraba’l bocadillu de miga de gatu, siempres nos daba un besu y colaba sonriendo.

     Teníamos de vecín a un paisanu mayor que falaba mui suavino y sabía de munches coses. A mio pá prestaba-y muncho falar con él. Esi branu, toles nueches se poníen na esquina la güerta, xunto a la pescal grande, y miraben pal espaciu ente dos montes, una engurria nel traxe del mundu, y esperaben hasta ver una lluz que degolaba. Tolos díes d’esi branu igual, y el vecín dicía siempres con voz grave: son les diez y cinco minutos, y daba cuerda al reló pa ponelu n’hora.

     Una vez llevé-yos el reló del güelu, pero naide-y diera cuerda dende que morriera y de xuru que dalgo dientro engarrotara, porque por más que lu sotriqué nun fui quien a echalu a andar. El vecín díxome que diba mirar a ver si lu podía iguar. Al otru día, tres el pasu de la lluz, púnxolu n’hora y devolviómelu. Yo yera mui cría y nun sabía qué facer con él, asina qu’apurrí-ylu a mio pá.

     -Guardalu. Dalgún día marcaráte les hores de manera distinto.

     Más o menos daquella, mio ma garró una tos malo, d’eses que mordigañen les coraes, quemen la tráquea y te dexen abarquinando, col pechu doloríu y les vidayes valtando a tou meter. Nun yera agullu, pero paecíase muncho, y l’alendar ronco col qu’acababa poníanos a toos el corazón nun puñu. Traxéron-y augua de la fonte Los Fontanones, que dicíen que yera bono pa eses dolencies, pero nun valió pa nada, dalguién dicía qu’había que la llevar pa qu’aspirare’l sarriu onde la estación de tren, pero la mayor parte de la xente bilordiaba qu’eso nun valía pa nada. A la fin, pasaba’l día na cama, con toles mantes de la casa enriba, porque dicíen que tenía que lo sudar.

     Entós foi cuando yo tamién me punxi mala, cola mesma tos gafa.

     Mio ma acabó morriendo, como cuando s’escosa una vela foi perdiendo puxu hasta quedar en nada, namás una tos ronco, y mio pá yera como un moñecu al que-y frayare dalgo dientro.

     El día qu’enterraben a mio ma, malapenes salieron toos de casa, el nuestru vecín garróme nun brazáu, con mantes y too, mangóme nun de los camiones Fiat que llevaben el carbón de la mina y baxamos a la ciudá. Na estación de tren fízome alendar tol sarriu que pudi. Dempués compróme un pastel de nata y llevóme a casa nun coche alquiláu que de xuru-y costó lo que nun tenía. Entós xuxurióme que la lluz que vía toles nueches y cola que punxera’l reló n’hora yera del Sputnik, un satélite que fabricaren los rusos pa dar vueltes a la Tierra. Dixo que dalgún día nosotros tamién podríamos enchipanos colos sos llogros, que que mientes tanto teníamos que guardar el secretu.

     A los dos díes taba sana como una rosa. Al vecín nunca lu volví a ver. Foi a buscalu a casa una pareya del cuartel xunto a la mina, y dempués dicen qu’acabó nun penal cerca Madrid, y la xente bilordió que morrió al poco picando piedra.

     Al poco foi cuando entamó la güelgona y yo yera feliz porque mio pá pasaba más tiempu en casa. Duró tres meses, y hubo xente que lo pasó permal. Nós aguantamos porque los mios güelos apurríennos lleche y farina. Y dempués, res a res fui avezando a pasar les nueches de los fines de selmana iguando la ropa de mio pá, col reló de mio güelu dándome la hora exauta.

     Andando’l tiempu tuvimos una perra y llaméla Laika.


 
ACCÉSIT JOVEN
Miguel Rodríguez de Vera Mouliaá: Asturias, 1934

Decenas de chimeneas improvisadas elevan hacia el cielo lo que antes era ciudad y ahora, sólo humo. Oviedo es un campo de batalla. Turbas proletarias, apostadas tras las improvisadas barricadas que pueblan las calles, intentan contener el avance del ejército gubernamental. El terreno se disputa palmo a palmo, calle a calle, muerte a muerte.

Asturias, 1934
Asturias, 1934 (La Nueva España, 25.08.2010)

Las minas hoy están agotadas. Sus galerías permanecen solitarias, silenciosas, tristes. Sus bocas ya no son, como en días anteriores, cráteres de volcán arrojando generosamente de sus entrañas la lava roja que voluntad a voluntad nutría la revolución.

La ciudad se pierde sin remedio. El ruido de la fusilería, acompañado aquí y allá por el llanto de una viuda o el de un huérfano que abrazan a sus difuntos, componen la brutal melodía de la guerra, esa lección de la Historia siempre enseñada y nunca aprendida.

Oviedo ha caído en poder del Ejército. Ya ha cesado el ruido de los fusiles, la percusión ha terminado por hoy su fúnebre concierto, pero los llantos continuarán sonando en los días sucesivos. La ciudad está tristemente roja. Roja de ira, sangre y fuego, mas también negra de luto y muerte. La población, medrosa, camina silenciosa y sombría por el vasto cementerio ovetense. Los que no han conseguido huir a Gijón, intentan no levantar sospechas entre las nuevas autoridades. Los revolucionarios esconden sus negras boinas entre los pobres ropajes que cubren sus cuerpos consumidos de cansancio y hambre.

Las noticias vuelan. Gijón ha caído, la revolución ha terminado. Una interminable columna de hombres, mujeres y niños avanza por el valle. A pocos metros, en paralelo, discurre otra columna mucho menos poblada. Éstos visten uniforme y portan en sus manos fusiles y pistolas.

La columna minera, ya reconocida, ha arrancado de sus ropajes, como carbón de la mina, sus negras boinas que protegen ahora sus cabezas del frío de esta triste mañana. A un lado de ambas columnas, una cámara dispara una foto, foto de eterno recuerdo. La hilera humana camina silenciosa, y su tristeza se acompaña del monótono sonido de sus desordenados pasos. Sus semblantes reflejan la derrota y el silencio, el porfiado silencio que sume a cada uno en sus tristes pensamientos. De cuando en cuando, ahora aquí, ahora allá, irrumpe en el silencio un sentido sollozo o un afligido gemido traído a escena por el recuerdo de algún caminante. Y luego... otra vez silencio.

Hacia el centro del grupo camina un niño. El chico se llama Manuel. Aún no sabe leer, pero ya sabe lo que es la guerra. Se seca las lágrimas que resbalan silenciosamente por sus mejillas y busca desmayadamente la ruda mano de su padre que camina junto a él. El niño, inspirado por la protección que le brindan las firmes manos del minero, mira al cielo y entre sollozos entona una canción: Santa Bárbara bendita... patrona de los mineros. El grupo ha quedado conmocionado, todos han descubierto respetuosamente sus cabezas. Ahora la columna no camina silenciosa, ahora el valle retumba al unísono: Traigo la camisa roja... de sangre de un compañero...


 
ACCÉSIT TESTIMONIO HISTÓRICO
Costante Álvarez Delgado: La Peña'l Gatu

     La Peña'l Gatu tien hestoria. Cuando paso delantre d'ella ye como s'invocara l'espíritu de lo vengatible y, darréu facelo, encarnara nesti mundiu tolo malo que l'home pue facer. Son solo hestories, consuélome de magullu, mas persé que baxo esa arciella, matu y espinera, calien güesos y calavories de moros del Rif, d'aquéllos llastimosos subhumanos que'l facismu traxo pa conquistar la tierra que primero los esconxuró. Subhumanos porque, amiseriaos pola colonia y les creencies, (tampoco sabíen aú los mandaben) nun fueron muncho más que'l componente prescindible d'un arma de destruición masivo. El tiempu piñera los odios y los amores. Unos enrancien y los otros endulcen pero dambes emociones dexen esi posu de lo incompleto. Aquéllos porque nun atopen xusto fin y éstos porque'l so fin nun pon xusticia. Polo menos eso ye lo que dicía Colasu de les Bories cuando, esbillando alcordances, acababa cuntando lo del chamizu de la Peña'l Gatu. "50 años y paez que nun pasó un minutu tovía". Esto dizlo énte un vasu sidra vacío. Espera que daquién-y entrugue polo del guah.e, el nenu Sisebutu de Xenra, el más arrechu de los nenos qu'empozaben na "Gatera", qu'asina nomaben a aquella furaca del infiernu de la que sacaben más pizarra que carbón.

     Nun convién dexar l'alma apinada d'alcol y señardá. Eses coses son comburentes que, neto que'l sodiu y l'agua s'amen en muerte ingriento y destructivo, tienen de mantenese a cierta distancia. Colasu nun debe llevar más de seis botelles de mazana pa poder ser remanable. Y convién que la xente faiga por oyilu sinon se tien gana de mala candanga.

     "Los facistes entraren en Blimea matando a toudiós. Los moros nun respetaben a naide y, creyéime, esi naide yera muncha xente. Y ellí taba Sisebutu de Xenra, piquiñu y gayasperu, nenu ensin niñez pero con tolanos como pa regalar. ¡Qué cabrón!". Esti yera l'intre afayaízu en que colar. Si ún nun safaba aína, yá nun diba poder facelo fasta l'entierru del mocín.

     "El nenu enfiló pa La Gatera, a pola dinamita que teníen oculto, y abasando pel islán del regatu minó les víes que pasen pel túnel La Fontica. Los facistes taben obligaos a tomar la cotariella de la Peña'l Gatu pa siguir pa Llaviana. Dende'l chamizu, los pocos armaos que quedaben con fuercies pa peliar víen que diben ganalos pela espalda’l monte: taben bien frayaos. Pero los moros, qu'abríen la ofensiva, teníen primero de tomar la rimada que miraba a la vía'l tren. Y los mandos facistes sabíen que si garraben el túnel aforraben bones hores de llucha y camín d'arrodiada asina qu'empobinaron p'allá, pa la trampa de Sisebutu..."

     "...Y cuando salíen los cabrones del furacu, el mozu prendió la mecha maestro y solo vimos una bocarada de fumu y piedra fino pelos estremos del túnel. Lo menos un batallón de moros palmaron en pastia de sangre y güesu. Paezme velo tovía: Sisebutu, col cascu guerra, la cara prieto de carbonizu y una sorrisa d'oreya a oreya que dexaba ver unos dientes blancos ta doler. ¡Vaya artista!.."

     "Enterráronlos na Peña'l Gatu. Y pa que nun pasaren fame de la que diben pal cielu de los moros, los d’ellos metiéron-yos llates de sardines y dalgo más de xintar. Pero de xuru que pasaron fame porque nun quedó una llata conserves en monte: pela nueche les muyeres lleváronles toes, que nun taba la cosa pa marafundiar".

     Sisebutu morriere nel chamizu "La Gatera". Blincó toa pelos aires cuando, arrodiaos, fixeron españar munición y dinamita. Los de dientru sabíen que yá nun diben conquistar más carbón a la Tierra. Agora teníen de conquistar un combustible muncho más valioso: la llibertá personal.


 
MENCIÓN ESPECIAL (ASTURIANO)
Mauricio Díaz Rodríguez : Passarowitz

La nueche anterior, cuasi vencíu pol sueñu, cuando pasara una de les páxines del llibru, Passarowitz sintió un pinchazu nel deu, como si un insectu de vida nocher-niega tuviere aguardao durante años naquelles fueyes esperando’l tactu la piel d’un home y despertara entoncies, naquel precisu instante. Si durmió mal, si aquel aguiyón inciertu-y traxo la fiebre y la velea, con too y con eso, aquella mañana nun quixo concedese otru día ensin trabayu.

     Camín del pozu alcordóse de los díes que-y faltaben pal añu nuevu, y pensó en dalgún momentu nos planes vieyos y nel nacimientu de la so segunda fía. Con-duxo durante un tiempu ensin más atención qu’aquella de siguir les llinies y la humedá del asfaltu desapaeciendo baxo’l bastidor, y al buscar tabacu atopó factu-res y supo entós que volviere a dexar de fumar. Cuando llegó, presintiendo’l fríu, tantió la puerta y, anque yera tarde, decidió quedase un ratu nel coche, resoplando nel güecu les manes, suxetando dempués el volante d’aquella máquina quieta.

     Yá nel trabayu, caminó varies hores, camudó cables llétricos y sintió qu’aquel destín nun yera meyor que los d’antes. La mina como una nueche ciega, la galería desabrigada y aquella fiebre lenta ficieron que se sentara. Xugó entós con una na-ranxa, ensin fame, y alcordóse d’una parte d’aquello que lleera la nueche antes y d’aquel pinchazu nel deu y d’aquella calor de los suaños intranquilos. Foi entós na-más cuando reparó na figura de dos homes al fondu la galería, mirándolu ensin dicir nada, lladiando les cabeces como páxaros, escuros y atentos. Cuánto llevarán ehí, mirándome, terminó por preguntase, y llueu, observáu y estrañu, inseguru, como aquél al que garren de sópitu nuna güerta que ye ayena, coló queriendo mirar p’atrás, ensin atrevese a volver la vista, alexándose d’aquellos dos, primero despacio, ensin facer ruíu, dempués azotando la fruta enantes d’echar a correr, creyendo qu’aquelles dos solombres que veníen tres d’él acabaríen por detenese entoncies a mirar aquella esfera naranxa como’l qu’atopa un mineral y desconoz los sos colores.

     Recapituló nes duches, baxo l’agua caliente y envueltu nesi fríu que precede a la subida la fiebre. Por qué escapasti d’esos dos, entrugóse ensin comprendese, duldando entoncies si aquéllos que viere yeren compañeros, simples homes o páxaros telúricos y estraños. Creyendo que suañare con cuervos que comíen na-ranxes, Passarowitz alcordóse de sí mesmu nel coche, enantes d’entrar al trabayu, resoplando nel güecu les manes, observáu por aquellos otros mineros que, ellí fuera, deteníos en metá la mañana, estrañaos, nun dexaben de miralu ya intercam-biar xestos ensin dicir nada.

     Entós, enantes de salir de la casa baños, escuchó’l pasu lentu d’unos homes que fa-laben. Passarowitz ta muertu, llamó la so muyer esta mañana, Pero nun diba ser padre, preguntaba otru. Y él quedóse quietu, pegáu a la parede, sosteniendo la bolsa la ropa sucio, ensin atrevese a sali-yos al pasu, ensin atrevese a dici-yos, faltu culpa, Soy yo y toi equí, Mentís y voi ser padre. Y siguió apegáu al fríu del azulexu, conteniendo l’aliendu; tanto que creyó desmayase.

     Al volver pa casa sintióse persiguíu, varies veces a puntu de que lu descubrie-ren, y evitó tolos cruces de siempres y nunca nun se detuvo. Abrió la puerta y dul-dó entós ente llamar a la so muyer o pasar ensin ser vistu, cruciando aquella lluz blanca de la cocina ensin dicir nada. Si la imaxinara sentada, calteniendo’l so em-baranzu y una taza café, descubrió que la so muyer nun taba. Passarowitz ya nun quixo pensar más. Foi pa l’habitación y alcontró’l so cadabre vistíu enriba la cama. Decidíu, arrastró’l cuerpu d’aquel home idénticu ensin querer mirase na so cara y desfízose d’él. Y entós echóse na cama, coles mesmes ropes, dispuestu a esperar, a facese’l dormíu. O igual nin eso.


 
MENCIÓN ESPECIAL (ASTURIANO)
María Prado Muñiz: El mensaxe

     El pequeñu Antón allegó persiguiendo la so pelota hasta l'enorme patiu, correteando per debaxo los pegollos la panera que presidín na casa los sos güelos.

     Dende el balcón acristalau veíase'l Nalón, y la so güela sentábase demientres hores con les sos aguyes de texer adicando el baxar del agua. El vieyu güelu ya habíase asomau la puerta na más sintió el ruxíu de los botes del balón del so nietu. Al momentu Anton acercose al so güelu, esgaloyose con cara pillu y dioi la so pequeñina mano, sintiendo el tiernu tactu na so palma. So güelo caminó lentu y sentose n'un pequeñu bancu madera que había na entrá so ca. Tuvieron un ratu en silenciu y el ancianu miró al so nietu:

     "Fai sesenta años güey... taba yo na mina... cubiertu de polvu y carbón, cuando sentimos un estruendu del demoniu. Xiré la morra y vi un montón de tierra pel perriya y unu de los compañeros glayando: ¡tamos atrapiaos, tamos atrapiaos!, cediose una viga y cayó'l techu la galería. Nun podíamos surdir. Los mis compañeros encomenzaron a berrar, a llancir... Yo nun dixe ná, dexeme caer apoyau na paré y quité'l cascu. Nun se me venía a la tiesta otra cosa que la to güela, y to ma que yera una neñina... Coyí unu los picus y empecé escarabayar na paré. Escribayé y escribayé... A les ocho hores sentimos roído tras la paré. Sacáronnos d'ellí y coyí la caleya. Llegué pa casa y salió a cuntime la mio muyerina sorriendo como to los dís. Yo fueyeceme en los sos brazos y lloré como un rapacín. - ¿qué pasó home, que pasó? - decíame mirándome asustá. Pero non dixe ná..."
     Antón atendía al so güelu sin aninase namás, sin pestañear.

     Pasaos diez años, Antón estudiaba na so habitación cuandu notó ciertu revuelu na planta d'abaxo. Baxó les escaleres y atopose a so má abrazá a so güelina llanciendo. Lladió la testera y amirolas. Les dos se tornaron.

     - Morrió güelito.

     Antón nun dixo ná. Tornose sobre los sos pasos y encerrose na so habitación.
     Los dos días siguientes pordecir si queden na so alcordanza. Alcordaría la mazapila xente, la falta fame y sueñu, y lo eternes que se ficieron aquelles cuarenta y ochu hores hasta el momentu en que vió tapiar el huecu n'el que embutieron la caxa l'ancianu.

     Pasaron selmanes.

     Dende el borxel la güela Antón amiraba el Nalón, que precía ya nun arrellucía comu enantes. Los sos güeyos habinse apagao pa siempre y les sos agurries habinse señalao.
     Lloria sintió picar na puerta. Al abrir vió al so nietu cola güayareta punzante.

     - Ven conmigo. - dixo

     Cruciaron el pueblu y llegaron les afueres. Siguieron un caminu casi cortau pela broza y alcanzaron la entrá una mina abandoná. La anciana taba fatigá así que afitose n'una piedra.
     Anton esperó al so llau. Cuandu se repuso un pocu volvió a coyela pela mano y adentráronse na vieya mina. Ella nun entrugó na, sólo dexábase guiar.
     Baxaron metros y metros siguiendo unes húmedes y vieyes galeríes hasta llegar un tramu sin final.
     Ellí Anton detúvose, xiró la llinterna que carretaba na mano derecha y allumó la paré...
     La so güela llevose les manos la cara y encomenzó a llancir abrazá al so nietu mentres lleía el mensaxe na paré.

"Quizás ya tes sola Marina. Pero nun ye verdad porque yo siempre taré contigo.
Esperarete ellí onde vaya y querrete ellí onde té. Nun m'olvides,"
Colás de casa el callau.


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Aitor del Barrio García: Encierro de Potasas
(Relato histórico, Navarra 1975)
Encierro de Potasas
Encierro de Potasas (La Nueva España, 26.08.2010)

No pudieron con nosotros ni las ratas, -anuncia Carlos a modo de título antes de comenzar a leer en voz alta- "Aquella mañana Ciriaco se convertía en un flan cada vez que intentaba explicar porque no podíamos beber del deposito […]" Apareció uno de esos bichos en el fondo, la imagen era asquerosa, tan desagradable como saber que ya no teníamos agua, desde aquel día solo bebo rioja, ¡por si acaso! El comentario provoca una carcajada y da paso a un animado murmullo que poco a poco se hace mudo conforme una voz relata como lo complejo que resultaba recoger el agua de las grietas pasó a ser un entretenimiento que hizo mas llevadera la huelga. El diario vuelve a ser abierto por una pagina al azar que lleva por título Séptimo día; "La situación empeora. Los casos de gripe se agravan, uno está muy mal, otros dos tienen fiebre. Decidimos pedir un médico […]". El recuerdo trae un breve silencio donde las miradas se buscan con complicidad para arropar a Urtain que sacude la ceniza de su puro antes de tomar la palabra. Fue jodido –relata- , quise seguir, con mas razón cuando el médico incluyó en su visita la noticia de la huelga general, pero no pudo ser. Si no es por tí no nos enteramos - sentencia Carlos -, saber lo que se estaba fraguando ahí afuera fue crucial para aguantar los quince días sin apenas comida y en unas condiciones que solo nos orientaban a abandonar. ¿Os acordáis de quién levantó los ánimos en aquella ocasión? –Pregunta mientras pasa las hojas del diario buscando el testimonio de aquella jornada-. "Esto va a ser duro y vamos a ver por donde revienta, porque o revienta por algún sitio o reventamos nosotros. Hay que seguir con el encierro, no podemos abandonar ahora. Compañeros, ¡Arriba la clase obrera!. Miradas de emoción, silencio conmovedor rostros sucios, barbas crecidas [...]" El mismo grito se repite treinta años después por la misma persona y como si no hubiese pasado el tiempo es respondido por cuarenta y cinco voces, ¡Arriba! , como si fuese un grito de guerra. Carlos cierra el diario, o al menos eso es lo que pensaba hacer antes de sentir la necesidad de perderse en su lectura otra vez, para hacer mas intenso el recuerdo de su compañero, aquel "pesao" que no hacia otra cosa que calentar la cabeza con eso de hacer una cena, para juntarnos –decía- y recordar lo que fuimos, como si él hubiese dejado de serlo alguna vez. Pasa las hojas escritas hasta llegar a la última, vuelve a la mina, al encierro del 1975, regresa a las galerías, a las lámparas que alumbran rostros demacrados, a las reuniones que quisieron cambiar el mundo, al miedo a la represión y al no saber que pasa hay afuera. "Por fin nos ponemos en marcha, formando un grupo y en silencio avanzamos los cuarenta y siete mineros por el mismo camino que recorrimos quince días antes. El espectáculo a la salida es impresionante, nos recibe el sargento de la guardia civil afirmando "la que habéis liao", apenas nos quedan fuerzas para levantar el puño como única respuesta [...] Carlos cierra el diario y observa a los mineros que asoman en cada pupila, alza la copa como si quisiese colgarla del cielo y exclama -compañeros, esta va por los mineros de Potasas-. ¡Salud!


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Alberto Álvarez Rodríguez: Lluvia de Abril
Lluvia de Abril
Lluvia de Abril (La Nueva España, 27.08.2010)

Aún no ha amanecido y José Tuñón ya sale de casa, camina cabizbajo por las calles gastadas de Las Colominas y se dirige en penumbra hacia la entrada de la vieja mina. Como un goteo van llegando poco a poco sus compañeros, nadie habla, tan sólo miradas vacías y silencio. Al igual que otros días los mineros se mudan de ropa, se colocan el casco y acuden a la lampistería. Pero también como otros días no bajan a la mina, se vuelven a mirar en silencio, devuelven la lámpara y regresan al hogar.

Pero José todavía no quiere volver a casa, se para a observar el río con sus aguas negras, y medita como explicarle a su madre que otra vez no han entrado a trabajar. Ella, que tiene tanto miedo a que lo detengan, a que se lo lleven deportado, a que lo torturen como hicieron con su padre. Ella, que casi no tiene con que darles de comer, ni a él ni a su hermana, ni al abuelo que ya no habla.

De camino al barrio se detiene en el chigre y toma un vaso en silencio, siempre el silencio, ese que tanto asusta a los de la Brigada Social. Cuando abre la puerta de casa su madre lo mira y no dice nada, le deja en la mesa un plato de comida escasa y sigue con las tareas del hogar. El abuelo esta sentado en la cocina, él nunca habla, no lo hace desde que su hijo, el padre de José, murió en la mina, sepultado bajo el mineral. José come rápido y vuelve al chigre.

Llegan la noche y el miedo, en la mayoría de los hogares de la barriada se escucha a un volumen bajo La Pirenaica. Todos aguardan ansiosos noticias que aporten alguna esperanza. Como cada madrugada suena el ruido de los motores y su madre tiembla. Esta vez entran en la casa de al lado y se llevan al vecino, por comunista, dicen. Otra vez José ha tenido suerte. En la oscuridad de la casa descubre la figura encorvada de su abuelo, con esos ojos viejos que miran perdidos. Piensa José que recuerda aquellos tiempos de la guerra, cuando se lo llevaron y estuvo tantos días fuera. Nunca quiso hablar de ello.

Al día siguiente se vuelve a levantar para ir a la mina. Su madre lo mira. Él quiere que entienda que tiene que hacerlo, que debe ser solidario con sus compañeros detenidos, que hay que luchar contra la opresión, que nunca se verá humillado ni miserable. Como explicarle que no puede entrar a trabajar, que no aguantaría la mirada de desprecio de sus compadres. Él, que pisa todos los días el maíz rebelde que arrojan al suelo las mujeres en lucha.

Pero todo ésto lo va desgastando y no soporta ver los ojos llorosos de su madre que ha sufrido tanto. Mientras termina el café se queda mirando como la lluvia golpea furiosa contra la ventana y duda. De repente el abuelo se levanta de su vieja silla, se dirige a la puerta, y en las tinieblas del mundo se escucha su voz apagada desde hace tanto:

-¡Vamos!, dice.

Y los dos salen a la mañana fría, y su madre los ve alejarse por la barriada, camino de la mina, con el agua calándoles los huesos. Y ella sonríe.

Llovió mucho aquella primavera del sesenta y dos. Hacía falta, decían, limpiar el aire.


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Miguel Ángel Carcelén Gandía: El trino del canario

     El veintiséis de mayo de mil novecientos cincuenta, por resolución de la Dirección General de Combustibles Sólidos Minerales Argentinos, se inauguró la Mina 3 en el Yacimiento Presidente Perón de Río Turbio, en la Patagonia. Pese a la insistencia de los trabajadores los responsables no permitieron que se bajasen canarios a las galerías, en parte porque el trino de los pájaros poca relación decía con el luto debido a los dos mineros muertos en un derrumbamiento semanas atrás y, en parte, porque la empresa había instalado sensores que detectaban la presencia de bolsas de monóxido de carbono y metano. Nadie admitió que la visita de observadores del gobierno británico fue la razón decisiva: la minería argentina no quiso parecer tercermundista apelando a métodos arcaicos en los que se sacrificaba animales.

     El veintisiete de mayo de mil novecientos cincuenta no se oyó trino alguno en la Mina 3, no murió pájaro alguno, pero sí cuatro mineros envenenados con grisú.


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Óscar M. Mora Gómez: La escama del cuélebre

     - Pues mi madre es quesera –dijo Ramón frente a toda la clase, sosteniendo en sus manitas llenas de sudor el queso de oveja que su madre le había hecho llevar. En la clase se escucharon risas ahogadas, y Ramón miró de reojo a la señorita Mariana, pidiendo permiso para sentarse y dando por finalizada su exposición. Era la primera semana con aquella profesora, y les había hecho desfilar uno a uno, explicando a qué se dedicaban sus padres.

     - Ssssssh… silencio. Entonces ¿tu madre hace quesos?

     - No. Los vende –y levantó el que llevaba en las manos como prueba fehaciente. Las risas se redoblaron, y Ramón se puso colorado y se dirigió a su pupitre.

La escama del cuélebre
La escama del cuélebre
(La Nueva España, 19.08.2010)

     - Espera, hombre, no tengas prisa ¿Y tu padre?

     Ramón agachó la cabeza y hundió un poco los dedos en el queso unos segundos.

     - Trabaja con los mouros.

     La clase no pudo contenerse más y estalló en carcajadas. Mariana golpeó la pizarra con el borrador para pedir silencio.

     - ¡El próximo que se ría se queda sin recreo! Querrás decir con los magrebís.

     - No –los ojos de Ramón se iluminaron-. Con los mouros de verdad, les limpia las cuevas, les airea las cavernas, y ellos le dan a cambio piedras preciosas y regalos, y cuando va a verles se disfraza como uno de ellos, y ha visto cuélebres empollando los huevos.

     - ¡Eso es mentira! –dijo un Josechu desde la última fila.

     - ¡Es verdad! ¡Y ha tocado uno, y una vez me trajo una escama y todo! – Ramón sacó una pieza de fluorita, que su padre le había transformado en llavero, para demostrar que no estaba mintiendo. Sonó el timbre del recreo, y todos los niños salieron corriendo. Mariana pidió a Ramón que se quedara un momento.

     - Está muy bien eso que has contado de tu padre, eres un niño con mucha imaginación. Pero les voy a pedir a tus padres que vengan a verme.

     - Usted tampoco se lo cree, ¿verdad?

     - No es que no me lo crea, Ramón. Pero diles que se pasen por mi despacho mañana.

     - ¿Qué has hecho, nenu? –dijo su madre cuando Ramón le dio la nota del colegio

     - ¡Yo nada! Yo sólo he contado lo que papá… –en ese momento entró su padre por la puerta, cubierto de hollín y cansancio- ¡Papá! –Ramón se lanzó a sus brazos antes de que su madre lo pudiera evitar-. ¿Vienes de estar con los mouros?

     - Tranquilo, tranquilo. Mira –sacó una piedra negra del bolsillo- lo que me han dado para ti –Ramón miró el trozo de roca con aprensión-. No pongas esa cara, si lo lavas bien, verás que debajo hay otra escama de cuélebre -Ramón soltó un chillido de alegría y se bajó de los brazos de su padre para ir a enjuagar la piedra. Antes de perderse en el pasillo, se giró.

     - Papá, ¿cuándo me vas a llevar contigo a conocer a los mouros?

     - Muy pronto, hijo. Muy pronto –Ramón se marchó feliz con su tesoro entre las manos, mientras su madre se acercó a su padre, y rascándole el hollín de la cara le murmuró muy seria "Eso, nunca, ¿me oyes? Nunca".


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Javier Cuesta Bayón: La recompensa
La recompensa
La recompensa (La Nueva España, 23.08.2010)

En el viejo portal de la iglesia de Rosnieve no se hablaba de otra cosa aquella mañana: habían encontrado la nómina; antes alguien la había robado; al parecer Mangarria pasaba por allí casualmente... Rumores contradictorios se mezclaban entre los inquietos vecinos que esperaban a que don Pedro apareciera espatarrado en su ruidosa motocicleta a decirles la misa de domingo.

Era un día de junio pero quemaba en el rostro un viento del norte y el sol apenas lograba abrirse paso entre veloces nubarrones preñados de agua. Las faenas aguardaban en el campo –en verano, si "amenaza agua", no hay tregua religiosa que valga- y los impacientes feligreses oyeron pitar el tren al otro lado del monte, inequívoca señal de que llovería. No fallaba. Allí todos sabían que por detrás del pico de Las Rozas caminaba el hullero que transportaba carbón a las Vascongadas y que marcaba las horas con su silbido y que, cuando se oía tan nítido, vaticinaba la lluvia con mayor precisión que el advenedizo hombre del tiempo de la tele.

Después se supo todo. Lo que ocurrió de verdad fue que la maleta con doscientas ochenta y siete mil pesetas y setenta y tres céntimos se perdió al caer del vagón en el que la transportaban, en el ramal entre la bocamina y la estación de carga de carbón. El dinero era el importe mensual de los sueldos de todos los trabajadores –casi cuatrocientos- de las minas de San Pedro, Malaquías y Cuatro-orejas. De las tres juntas, nada menos. Don Luis El Cojo, capataz y mandamás visible de las empresas, recibió la maleta intacta, en su improvisada oficina de pago, pocas horas después de que se extraviara.

Mangarria, pobre de solemnidad, incauto mendigo lleno de piojos que deambulaba siempre por las cantinas de la zona alrededor de los mineros –especialmente cuando barruntaba el día de cobro- encontró aquella maleta y la devolvió sin pensarlo dos veces, como alma cándida que era.

Aunque ya conocían la respuesta, a los burlones chavales de Rosnieve les gustaba preguntarle otra vez a Mangarria cuando aparecía por el pueblo:

¿Qué recompensa te dieron por devolver el dinero de la nómina?

Y Mangarria, inocente, les repetía sin variar:

Cincuenta céntimos. Para que comprase una cuerda y me ahorcara. Por tonto. Eso me dijeron.


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
José Quesada Moreno: El mensajero
El mensajero
El mensajero (La Nueva España, 20.08.2010)

     Hoy ha muerto Nemesio. Ha muerto en su cama, de viejo, y se ha ido sin darme la noticia que llevo aguardando tantos años. Hasta esta misma noche, mientras velaba sus últimos resuellos, albergaba la esperanza de que aún pasara la mano por mi pelo y me soplara, con el aire de su medio pulmón, las palabras que llevo queriéndole oír desde que era un niño. A cambio, sólo ha soltado un ronquido largo y ha entornado los ojos para siempre. En la calle, la lluvia bramaba sobre las aceras, como aquel otro día lejano en que toda la lluvia del mundo se desprendió del cielo y al otro lado del cerro, en el Pozo Concepción, el grisú alborotó las simas del infierno.

     Nemesio fue el primero en volver con noticias, mientras en la taberna Frasco giraba la ruedecilla de la radio sin encontrar más que boleros y arenilla. Los hombres, que habían pasado toda la tarde mandándose a callar unos a otros, salieron al oír el rugido de la moto. Nemesio se mesó el pelo desordenado por el viento y la lluvia, se bajó de la moto, sacudió el agua de su impermeable con las palmas de las manos, y dijo: van dos. Luego entró en la taberna y refirió que los hombres del siguiente turno, que ya esperaban a la jaula junto al galpón de embarque, habían contado hasta seis explosiones, y que con cada una de ellas la tierra se estremeció que pareciera que iba a romperse. Que luego hubo un silencio, como si el mundo ya se hubiera terminado, y que la bocamina escupió una ventolera de polvo y hollín tan grande que la lluvia tardó en aposentarla más de media hora. Todo eso contó, antes de montarse otra vez en la moto y enfilar la cuesta del cerro a toda velocidad.

     Volvió cuando ya había dejado de llover y el sol rompía la madrugada tras los perfiles del cerro. Pidió un café bien cargado y aguardiente, y dijo que ya habían sacado a otro, que todavía la confusión no les había dejado hacer un recuento fiable y que no se sabía cuántos quedaban dentro, pero que por lo menos a dos no se les hallaba ni en las galerías ni en los galpones. Y entonces lo supe sin saberlo, porque los hombres de la taberna y Nemesio no dejaban de mirarme y pasarme sus manos por el pelo.

     La radio dijo los nombres de los cinco mineros al día siguiente, cuando ya sus cuerpos irreconocibles yacían bajo una sábana blanca en una camilla del botiquín. Y también dijo la radio que había sido una sola explosión, aunque Nemesio insistía en que se oyeron seis. Media docena de truenos, dijo, ni uno más ni uno menos. Y así lo mantuvo, para siempre.

     Yo nunca lo supe de su boca, porque sólo me miraba y pasaba su mano por mi pelo. Y hasta hace unas horas, que ya ha callado para los restos, he esperado que me tomara del brazo, pasara su mano por mi pelo y me susurrara, con el último aire de su medio pulmón, que habían sido seis las explosiones, pero que no me preocupara, porque ninguno de aquellos que enterraron en los cajones que pagó la Compañía era mi padre.


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
María Julia Bello: Trebejo

Me gusta cantar. Aunque me parece que ya no lo hago tan bien como antes. No se… Quizá estas rejas que me rodean sean las responsables.

Trebejo
Trebejo (La Nueva España, 24.08.2010)

Algunas veces, también siento la necesidad de levantar vuelo, de estar otra vez en el cielo con el viento empujándome suavemente. Y empiezo a agitar mis alas creyendo que soy libre… pero sigo aquí.

No son sólo las rejas. Es este aire, tan denso, tan viciado que no deja respirar. Y la oscuridad.

En esos momentos, me gusta creer que estoy fuera, entre los árboles, en alguna rama donde otros, como yo, hacen sus nidos pensando en el futuro. Y entonces sale de mi garganta algún sonido, cada vez más ronco, cada vez menos armonioso, cada vez más triste.

Mi plumaje opaco, mi pico que ya no podría transportar ni una brizna, mis patas débiles por la falta de uso, hacen que sienta que mi vida ya no tiene sentido.

Cuando eso me sucede, miro a mi alrededor y me doy cuenta de que no es así. De que existe una razón poderosa para mi presencia en este sitio.

Veo caras manchadas por una pátina antigua, como si fuera una máscara grasienta, indeleble y oscura. Escucho voces, risas, bromas, gritos y voy reconociendo a cada uno por la forma en que se mueve. Puedo identificar sus figuras encorvadas, acostumbradas a caminar en túneles estrechos cuya altura no les permite erguirse, jadeando o tosiendo a cada paso. Entiendo sus temores y veo sus caras preocupadas cuando no me oyen cantar o no me acerco al recipiente del agua semejante a un espejo empañado.

Miro las luces que coronan sus cascos como pequeños soles que clarean la oscuridad y adivinándolos allí, no me siento tan solo. O recuerdo el cielo nocturno que se puebla de estrellas cuando cae la noche y sopla el viento fresco del mar.

Trato entonces de alegrarlos emitiendo algún sonido, quizá un gorjeo que, aunque leve, sirve para dibujarles una sonrisa en esos rostros arrugados que intentan ver en la negrura. Y el esfuerzo que hago se ve recompensado cuando una hilera de dientes relucientes me regala una palabra de aliento.

Con frecuencia vienen a verme y me preguntan, desde el fondo de su garganta rota, cómo estoy. Se que les estoy ayudando, aunque cada vez me siento más débil para hacerlo. Mis pulmones, como los de ellos, parecen de tul y respirar es cada vez más difícil.

Ese día me había ganado la desgana. Las alas me pesaban y vi algunas plumas caídas en el piso de la jaula. Quise incorporarme pero no pude. Uno de ellos me vio y quiso animarme pero su nerviosismo me dijo que algo estaba mal. Salió corriendo, gritando con fuerza palabras que no logré entender. Un estruendo me sacudió. Los hombres trataban de escapar por las galerías empujándose y golpeándose entre sí. Un grupo arrastraba algo. Era el cuerpo de uno de sus compañeros. El polvo se agazapaba en nubes y un extraño olor inundó todo.

Un cansancio atroz se apoderó de mi cuerpo y, sin fuerzas, me dejé invadir por el sueño.