Primer premio
      Elia Dembilio Mezquita: La luz de emergencia

Accésit asturiano
      Gabino Busto Hevia: Chamiceruca

Accésit joven
      Ana Rodríguez Suárez: Una ilusión, un desaliento

Accésit testimonio histórico
      Jesús Jiménez Reinaldo: Una misión pedagógica

Menciones especiales: asturiano
      Ánxel Nava: El Castillete
      Ánxel Nava: El penitente

Menciones especiales: testimonio histórico
      Alberto González Llamas: Días de lance
      Amparo Pérez Iglesias: Una fosa al lado de la carretera
      Almudena Bustamante Anibarro: El sonido del miedo

Menciones especiales: joven
      Beatriz Fernández Álvarez: Lo que la mina unce

Menciones especiales: castellano
      Inmaculada Solís Mora: Seda para un niño minero
      David Sánchez Jiménez: Minero
      Francisco Vila Guillén: Rescate
      Ulyses Villanueva Tomás: Sinfonía

Microrrelatos Mineros 2011 Microrrelatos Mineros
VIII Concurso Manuel Nevado Madrid -2011-

En este libro se recogen los microrrelatos ganadores y seleccionados del VIII Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid.
 
Fundación Juan Muñiz Zapico y KRK Ediciones
ISBN: 978-84-8367-386-7
Oviedo, 2012, 80 págs.


 

PRIMER PREMIO
Elia Dembilio Mezquita: La luz de emergencia

Mientras mi hija me daba un último vistazo antes de bajar del coche para verificar que estaba impecable, un relámpago serpenteó el cielo color plomizo. A pesar del infame día, el pequeño comedor estaba casi lleno: varias parejas, algunos hombres de negocios (o al menos con traje) y otra familia, que como nosotros, celebraba algo.

Estábamos saboreando los primeros entrantes, de largo nombre y escueta apariencia, cuando un estrepitoso trueno hizo enmudecer la sala. En el silencio, la luz parpadeó un segundo antes de esfumarse y dejarnos sumidos en una negrura tan sólo aderezada por las tenues lucecitas de emergencia. Y así, de repente, en esa semioscuridad accidental, descubrí unos ojos que me miraban fijamente y que no me resultaban en absoluto ajenos.

Antes de que mi hija hubiera podido protestar, me había levantado hacia la mesa vecina en busca de esos ojos nonagenarios. Y allí estábamos los dos, frente a frente, en una iluminación tenue, casi olvidada, que antaño había guiado durante mucho tiempo nuestro mundo de sombras. Muchas más arrugas y menos pelo, pero en definitiva, el mismo rostro en claroscuro que tantas veces había visto a la luz del candil, los mismos ojos vivaces… Ismael.

Mi mente empezó a volar muy lejos en el tiempo, en el espacio. Durante un instante volví a sentir el peso de la penumbra, el aire viciado, el tiempo ralentizado… Recordé a la perfección el día que, juntos y siendo unos chavales, entramos a trabajar en la mina. El orgullo de sentirnos hombres nos duró lo que el viaje en la jaula hasta las entrañas de la tierra. Pero era lo que había, el trabajo de la región, lo que tocaba.

Todos empezábamos jóvenes, repartiendo agua a los mineros para familiarizarnos con ese submundo y al tiempo, cada uno se dedicaba a una cosa. Ismael y yo estuvimos mucho tiempo en la misma cuadrilla, trabajando a destajo en la extracción de lignito para que el salario del día cundiera, y encomendándonos a Santa Bárbara para que no nos pasara nada.

Un sinfín de rostros perdidos y casi olvidados, tiznados y con boina, desfilaron ante mis ojos: Agustín “el Calzones”, un buenazo que vivía a la sombra de su tiránica mujer y que trabajaba codo con codo con nosotros en el tajo; Isidoro “Maldeamores”, entibador, tan feo que hasta costaba mirarlo, y soltero muy a su pesar; Miguelito “el Frentes”, que iba siempre con la vagoneta arriba y abajo; Cosme y Rafael, un par de gemelos que iban al estéril… En definitiva, una familia de afanosas hormigas en sus túneles, perforando y triturando los entresijos de la tierra.

Tal y como se fue, la luz volvió de repente. Ensimismado en mis añejos pensamientos, no supe cuánto tiempo habíamos estado así. Miré de nuevo el rostro de Ismael para descubrir, que a plena luz, tenía ante mí a un perfecto y plisado desconocido.

Creo que ambos pensábamos lo mismo, aunque ya no importaba.


 
ACCÉSIT ASTURIANO
Gabino Busto Hevia: Chamiceruca

Eso ye lo que saqué de la Guerra: quedar viuda y con tres fíes. Y como’l mio home yera de los roxos, nun me daben trabayu en nengún sitiu. Aquelles neñes pidiéndome un cuernín de pan y yo: “Prendines, si nun tengo ná que davos…”. Y nestes, un día que taba a la gueta nel monte, topo un furacu bien fondu, y allá voi de culu, que nun sé cómo nun me maté. El casu ye que llego a casa acoxando y les mis fíes, namás veme: “Á ma, ¿ónde tuvisti, que vienes toa manchada?”. Y yera verdá: la cara, les manes, la saya… toes prietes, prietes de carbón.

Aquello del furacu calentóme la cabeza. ¡Un güecu nel monte enllenu carbón y les mis fíes y yo con fame! Viénoseme a la memoria tolo que me contaben mio pá y el mio home, picadores: que si dieren tira na sesta, que si aquella veta dábase bien, que si esto, que si aquello… La cosa ye que voi yo, llamo a Reme y Elvi, dígo-yos que m’esperen a l’escurecer y sin esplica-yos ná, metémonos nel monte y plantámonos na boca’l furacu. Elles que me ven quitar el vistíu y quedame cola camiseta y los pantalones del mio home, qu’en paz descanse; elles que me ven prender el candil, meter un sacu en bolsu, amarrar una cuerda a la castañal, enganchar la regadera y la pala, y baxar pel boquete… Nun yeren a creelo. Y al pocu, ya taba yo dientro’l furacu y col candil al llau, zis-zas, zis-zas, en menos que canta un gallu, tenía’l sacu enllenu carbón, y yo: “¡Reme, Elvi, tirái fuerte, que sal el sacu!”. Y detrás, esguilando, prieta como un zapatu, la que salía yera yo.

Lo qu’había qu’andar yera con munchu güeyu. Polos guardes xuraos. Y tamién polos tricornios, que patrullaben pel monte de nueche, a la gueta los fugaos. ¿Picadora? ¡Picaba tanto como un home o más! Si hasta empezaron a llamame Chamiceruca. Y nun sé si yera pola fame de les mis fiyines o ye qu’había que trabayar rápido por si les mosques, que lo de picar y pañar carbón dábaseme de maraviya. Tenía arte pa ello. Y brazu tamién. Que sin brazu, col carbón, nun faes ná. ¡Ai, muncho piqué!

Y al pocu de too esto, toi nel llavaderu, y siento voces y glayíos, y venga pasar xente asustao corriendo pa la bocamina. “¿Qué ye lo que pasa, rapaz?”, entrúgo-y a ún. Y él: “Un derrabe nel chamizu; tán atrapaos tres”. Entós quedé cavilando. Y pasó una selmana y aquéllos sin salir, y sin sacalos. Y yo venga cavilar, que claro, nun les tenía toes conmigo, nun fuera pal chamizu y acabara metiéndome nun trafullu. Pero nun aguanté más. Enantes que dieran les diez yá taba yo xunto al furacu. Ato la cuerda y p’abaxo como un tiru col candil na mano y la regadera y la pala nel cintu. Y doi zapatu y sí, lo que me figuraba, nel octavu, ellí taba’l fregáu, pero entrando pel boquete’l monte, muncho más afayadizu de furar que per otros llaos. Y púnxime a trabayar con arte. Darréu. ¡Igual que si picara pa matar la fame! Y furo y furo; y tiro de pala; y doi pataes a les piedres, y quito mampostes coles manes, ¡mecagonallechiquemamé!, ¡hostiesenvinagre!, ¡mecagonaputamuerte!, y venga; y a les cuatro o cinco hores, sal d’ente’l polvu’l primer mineru, un guah.e asustáu; y llueu, ente tusíos, medio afogáu, l’otru, y dempués, l’otru. Y agora canto-yos a los mios nietos: “Si tán vivos ye / gracies a la fame que pasé / y a un furacu que atopé”.


 
ACCÉSIT JOVEN
Ana Rodríguez Suárez: Una ilusión, un desaliento

Cada vez que yo lo veía sentía que quería ser como él, que yo también quería estar los días enteros buscando la negra piedra, que yo también quería vivir de ello, que quería formar una familia y trabajar en la mina para poder alimentarla, que yo también me haría un hombre. Sí, pronto me haría mayor, en poco tiempo podría ser como él. Mi padre era la persona que más admiraba en el mundo, y tras él su trabajo. Yo también quería demostrarle al mundo que valía, que yo era útil y que mi trabajo servía de mucho. Cada día que pasaba me sentía más cerca de la meta. Cada vez que miraba mis manos en mi mente las transformaba en unas manos sucias, llenas de callos y heridas y con uñas descuidadas. Por mucho que se rieran de mí, de lo que quería ser, por mucho que me dijeran que pronto me cambiarían por una máquina, que la electricidad y el petróleo se abrirían paso ante mí, nunca me importó. Yo sabía que había nacido para ello, que este era mi oficio, que mis manos eran mi herramienta y la mina mi casa. Todos los días, nada más levantarme me asomaba a la ventana y tras cruzar con la vista el Nalón podía ver la mina, podía palpar mi realidad y pensar, sí pronto seré como él, ya queda menos.

Y después de tanto tiempo no he conseguido ser minero, solo soy guía, pero lo que más me duele de todo es pensar que mis crueles compañeros de clase tenían razón; el petróleo y la electricidad se han abierto paso ante mí, ya no hay apenas cocinas de carbón, mi mina ya no existe y la escombrera donde yo iba a buscar a mi padre para el almuerzo ha sido reemplazada por un museo, del que ahora soy guía.


 
ACCÉSIT TESTIMONIO HISTÓRICO
Jesús Jiménez Reinaldo: Una misión pedagógica

Al marcharse de la aldea, los voluntarios de las Misiones Pedagógicas les dejaron a su cargo una pequeña biblioteca: libros de Antonio Machado, de Miguel de Unamuno, de Rafael Dieste, de Federico García…, y les legaron también la comezón terrible de querer aprender a leer. No había duda de que habían sembrado en el lugar adecuado. Solo era cuestión de tiempo que los frutos se lograsen, al menos eso era lo que creían entonces.

Luis había salido un día como otro cualquiera de la mina. Su mujer fue a buscarlo: “Han venido unos hombres de la capital y hoy por la tarde van a dar una función en el Ayuntamiento”. Se lavó como si fuera domingo y se vistió con el traje de los días especiales, no en vano era la primera vez que iba a asistir a una representación de teatro, de esas que en Oviedo costaban muchos reales y eran solo para los pudientes. No lo esperaba, pero lloró de emoción, tratando, eso sí, de que nadie notase que se le había hecho un nudo en la garganta y de que las lágrimas le limpiaban el alma: los actores contaban la historia de un pueblo que se rebelaba unido contra el tirano que les humillaba. La revuelta, que a él le parecía justa, se saldaba con la victoria de los suyos, porque él para entonces se sentía uno más de aquellos rebeldes para quienes había un futuro mejor.

De vuelta a casa, quiso ser parte de quienes subían a las tablas para dar mensajes de esperanza como aquellos, pero no se lo dijo a su mujer, no pensara que había enloquecido. Pasó la noche en vela, trazando caminos interminables lejos de la profundidad sin horizontes de la mina. A ratos, cuando dormía, se veía armado con una horca tratando de derribar la puerta del alcalde de la villa para hacer justicia o, de repente, se soñaba en la biblioteca leyendo una comedia él solo, sin ayuda de nadie. Sueño y vigilia se alternaban, mezclando el color de carbón de la duermevela con el olor a tinta del mundo de los sueños.

Al día siguiente se apuntó a las clases vespertinas de don Ramón, el maestro que enseñaba las primeras letras a la Felisa y a la Manuela cuando ya los niños se habían marchado a su casa. Al principio lo echaron de menos en el café, donde solía jugar a las cartas, pero nadie dijo nada: el duende del teatro les poseía aún de vez en cuando en mitad de las situaciones cotidianas, como si fuese la salida a un laberinto intrincado, urdido durante años de sumisión y miseria.

Cuando tres años después llegó la guerra, Luis supo que su deber era alistarse en el ejército republicano. Con sus pocas letras ya había leído todos los libros de la biblioteca y tenía más que suficiente para subirse a las tablas y arengar a las masas contra la sublevación del tirano. Se sentía libre, se sentía solidario y único, un hombre capaz de elevarse sobre sí mismo para luchar por la justicia de todos, uno más de aquellos muchos intelectuales que habían sembrado España de sed de cultura, de ansia de saber, y que en ese momento no estaban dispuestos a perder el futuro. Había emprendido él también su propia misión pedagógica en defensa de la libertad. Definitivamente era ya el tiempo de actuar sin complejos para todos los suyos.


 
MENCIÓN ESPECIAL (ASTURIANO)
Ánxel Nava: El Castillete

a Nel Amaro

La sebe verdexaba la soledá de la mina. Lo que fuere un pozu yera un ermu de ferruñu. Corno un sauriu en desguace la sombra del castillete siguía roñeciendo. Fuxía l’agua de los llavaderos a los cestos de la memoria naquel ríu de silenciu qu’esclariab´l sable prieto del islán. Los díes de muga viníal prexubiláu a tira-y la foto al pozu peslláu. El trípode triangulaba la imaxe. L’aire retayaba les hores del atapecer. El güeyu percorría’l paisaxe qu’enrnarcaba’I castillete. Al bellume, el clip de la cámara frañaba un territoriu de solombres.

L’horne sintió cómo falsiaba la tierra y fundía embaxo los pies:

-Nun sé quién va morrer primero, esto o yo.


 
MENCIÓN ESPECIAL (ASTURIANO)
Ánxel Nava: El penitente

Soi el penitente, una pantasma, una sombra nel rellumu negru que pasa como ánima en pena, tapada con una capucha y tinos sacos empapaos d’agua, guiando un palu y una estopa encesa a la gueta del grisú. Siento los ruíos sordos de la mina, les goteres d’agua, los ecos de los propios pasos. La mio penuria ye un andar tola vida en tientes tres de la lluz. Meyor qu’esta solitú sería dir peles galeríes col paxarín, el canariu na xaula que cuando muerre avisa del gas. Prestaríame sentilu cantar ente la música de les piedres. Pero ye igual xilgueru que mineni, el metanu nun perdona. Un españíu y alón, acabóse’l penitente.


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Alberto González Llamas: Días de lance

A reclamo del toque de diana, los más madrugadores chismorreaban en corrillos la reseña de RADIO ESPAÑA INDEPENDIENTE del veintiséis de marzo: «...quedando reducidos los jornales de los obreros a un salario que no les llega ni para saldar la cuenta del economato, sus condiciones de vida son cada vez más precarias…» Las medidas impuestas en Asturias y Vizcaya urgían enterarse como sin mostrar mucho interés y sin arriesgarse demasiado a ser vistos en congregación. Jano tenía en frente a Ramón cuando éste, con voz confidencial, notificaba las decisiones adoptadas. Ramón era el único que había ido, sin ocultarse ante nadie, a darles aliento en la desdicha cuando aquellos problemas de su padre. Junto con Quintás y Vizcaíno, Jano había ingresado en la empresa, desenganchándose de la infancia para aplacar las faltas hogareñas bajando al hoyo. Ya se había difundido; el paro en el grupo sería inmediatamente, en la mañana del 5 de mayo. Durante esa misma jornada, en que nadie entró a trabajar en el pozo María, se dio oídos en toda la zona que se extendería a los demás grupos de Laciana. En la tarde se propagó, como pólvora inflamada, la turbadora primicia de que todo el Valle quedaba bajo el Estado de Excepción.

Atormentada con lo acontecido en la familia, su madre le previno en cuanto irrumpió. ¡Que no saliese, que se quedase en la vivienda y que, cuando fuese al grupo, tuviese mucho cuidado por que le vigilarían! fueron con amargura sus indicaciones que Jano interpretó excesivamente previsoras. Cada mañana, al volver del pozo, tras unas horas de presencia establecidas para así evitar que se reventase el movimiento, reparaba en los chiquillos, algunos poco más jóvenes que él, correteando por las calles de camino a la escuela, candorosos y crédulos, ajenos al declarado desafío que se libraba en las minas. Con Quintás y Vizcaíno, se veía entre la muchedumbre cada mañana y lo hablaban, joviales, como en un juego: «solo cuatro jornadas en la empresa y ya van para quince las que llevamos en huelga».

El día veintiuno circuló el rumor concerniente a la cuenca del Bierzo Alto. Torre del Bierzo, Bembibre y Tremor se plantaron. Las cosas se tantearon muy serias del alba al ocaso de cada día sucesivo en aquel mes de mayo, cuando se supo que ya eran entre quince y veinte mil los mineros parados en toda la provincia de León, tan broncas y tensas que Jano permaneció recóndito en el domicilio hasta que en casa supieron que Ramón, el amigo de su padre, había sido puesto en libertad para participar en la comisión que discutiría las exigencias para el cese de la movilización.

El bullicio había vuelto a las calles y las ocupaciones reanudadas desplegaban una serenidad y confianza anheladas. Cuando Jano cumplió diecisiete años, el veintiuno de junio de 1962, aun se decía que había en la provincia dos mil mineros que no habían puesto fin a su huelga.


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Amparo Pérez Iglesias: Una fosa al lado de la carretera

Dedicado a mi padre Pablo Pérez Fernández de Levinco de Aller

Los mineros, que no sabían que iban a morir, se llamaban José y Manuel, tenían dieciocho y veintitrés años y estaban detenidos por su relación con la revolución del treinta y cuatro.

Cuando llegaron los nacionales a su casa para llevárselos, no sirvieron de nada ni las lágrimas de la madre de José, ni las súplicas de la mujer y la hija de Manuel. Su suerte ya estaba echada.

En un camión les llevaron desde su pueblo, Vega, a Moreda donde les interrogaron, les torturaron y les encerraron durante días. En su misma celda estaba Fermín, el maestro de Serrapio que daba clases de alfabetización a las mujeres por la tarde en la escuela a cambio de huevos y patatas, Luís un chaval de quince años, que había celebrado en febrero la victoria del Frente Popular en las elecciones tirando petardos en Levinco y Aurora, una mujer de Cabañaquinta, cuyo delito era haber bordado una bandera con los colores rojo, amarillo y morado, colgarla en el balcón de su casa y gritar a los cuatro vientos ¡Viva la República!, tras la rebelión de los militares en el mes de julio.

La última vez que José habló con su madre, en la cárcel de Moreda, le dijo que les iban a trasladar a León para juzgarles y que ella podía estar tranquila, que él sólo tenía dieciséis años en la revolución y que nunca había hecho nada malo. La última vez que Manuel habló con su mujer, y acarició el pelo rizado y brillante de su hija, le dijo que tras el juicio en León le soltarían. Y su mujer quiso creerle y se despidió de él con la mano sin saber que era para siempre.

Cuando vino el camión para trasladarlos a León, ninguno sabía que iba a morir. No lo sabía ni José, ni Manuel, ni Fermín, ni Luisín, ni Aurora. No lo sospecharon hasta que, poco después de pasar el pueblo de Felechosa, se paró el camión que les llevaba y apagó las luces, dejándolos en la oscuridad infinita.

Cuando los nacionales, apuntándoles con sus fusiles, les mandaron bajar y caminar hacia una fosa que estaba excavada a la derecha de la carretera, supieron que era su fin.

Y allí, de espaldas a la fosa y de cara a sus verdugos, todos levantaron en silencio su puño izquierdo, porque sus ideales eran más profundos que su miedo a la muerte.

Que su recuerdo no se borre de nuestra historia.


 
MENCIÓN ESPECIAL (TESTIMONIO HISTÓRICO)
Almudena Bustamante Anibarro: El sonido del miedo

Desde el accidente algo ha cambiado entre ellos. Luís sabe que nunca volverán a ser los mismos. Tiene la melancolía incrustada en el alma, a pesar de que los primeros días, tras concienciarse de que era un superviviente, se apoderó de su ánimo una euforia excesiva, que pronto se volvió tristeza; su esposa intenta animarlo, pero a ella le mortifica tanto como a él su pierna lisiada: no se casó con un tullido, y ahora tiene uno en su casa y cada noche, en su cama.

Apenas hablan de lo ocurrido, quizás porque ambos se han resignado a la evidencia: rememorarlo a todas horas no cambia la realidad de aquella mañana, una mañana maldita, en la que tantos compañeros quedaron atrapados bajo tierra. Las labores de rescate de los cuerpos fueron largas y complicadas, seguidas de cerca por tantas madres y viudas para quienes dar sepultura a su ser querido era ya el único consuelo.

Y todo a causa de una lámpara Mueseler de seguridad, numerada y precintada. Pese a ello un guaje, contraviniendo las normas, cometió la imprudencia de abrirla. Estaba aburrido el muchacho, y para aliviar el tedio de tantas horas como aún le quedaban encerrado bajo tierra, decidió echarse un cigarro. Preparó el papelillo, vertió encima la picadura de tabaco, lo envolvió cuidadosamente con unos dedos negros como el alma del diablo, y tras un lengüetazo que inundó el canutillo de saliva, lo cerró con nerviosismo, ansioso por dar la primera calada. No tenía cerillas, qué contrariedad, ahora que ya lo había liado. Pero tenía la lámpara... Estaba prohibido abrirla. No debía hacerlo. ¡Al diablo con tanto reglamento! Si hubiese grisú, ya estarían muertos...

No había grisú, en efecto, al menos en cantidades suficientes. La explosión de grisú es demoledora, y como se comprobó posteriormente en la investigación oficial de lo sucedido, las galerías no habían sufrido la destrucción esperada. Pero había polvo de carbón en suspensión, diminutas partículas preparadas para la combustión, y que vieron una ocasión de oro en la llama abierta de la lámpara forzada. El lugar en el que se encontraba el muchacho propiciaba la acumulación de una pequeña cantidad de grisú, la suficiente para explotar, y favorecer la combustión del polvo de carbón. Inmediatamente se produjo un golpe de fuego que provocó un derrumbamiento, el cual acabó con la vida de los mineros allí atrapados, que murieron fundamentalmente por asfixia.

Luís no estaba en el epicentro de la tragedia, se encontraba alejado unos metros, los suficientes para salvar la vida. Pero sí pudo oír el crujido siniestro de los postes al partirse, como mástiles que sucumben en medio de una tempestad, y desde entonces sabe que así suena el miedo. Finalmente, heridos de muerte y doblegados por el peso de toneladas de roca, los postes se vinieron abajo. Fue todo muy rápido, cuestión de segundos, aunque en una extraña paradoja del tiempo, esa misma realidad discurrió para Luís en una larga y lenta secuencia de imágenes, sonidos y sensaciones.

Salvó la vida. “Por fortuna”, decía entonces, aunque ahora ya no está tan seguro.

Algo ha cambiado, aunque los demás, con sus piernas sanas, se empeñen en decirle que al menos está vivo. ¡Que sabrán ellos, qué sabrán…!

* * *

El accidente del protagonista, personaje de ficción, está basado en la tragedia de la Mina de la Reunión, la mayor catástrofe minera de España, ocurrida en 1904. Acabó con la vida de sesenta y tres mineros, y hubo un único superviviente. La narración de lo acontecido está basada, con ligeras modificaciones, en las conclusiones extraídas de la investigación oficial del mismo.

El artículo del que proviene tan valiosa y completa información, titulado “Catástrofe Minera de la Reunión: El Punto Final”, aparece en la edición digital de MTI, y está firmado por José Manuel Sanchís.


 
MENCIÓN ESPECIAL (JOVEN)
Beatriz Fernández Álvarez: Lo que la mina unce

_ ¿Quién ta ehí? ¿Ta daquién? ¡Que me escalabro! ¿Qué ye esi golor? ¡Buf qué tufu!, ¿Nun será grisú? ¡Ahí madre! Pera, pera, el grisú nun güel, esto güel más a les consecuencies de la fabada el chigre Mari. ¡Martin! ,soy Melu, ¿yes tú? Coño, lo que hai que facer pa poder vete a soles rei míu!


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Inmaculada Solís Mora: Seda para un niño minero

Es un niño, aunque ya ronde los quince años. Tiene, aún, esa mezcla de inconsciencia de la realidad y fantasía en el alma. Cuando se desliza por los estrechos corredores de bóvedas amenazadoras -dispuestas a engullir su cuerpo y hacerlo mineral eterno-, procura estar atento a las instrucciones que los mineros viejos le enseñan para sobrevivir; pero como es un niño, también va pensando en los días que -de vez en cuando- va al colegio. Se recrea en ese largo camino -kilómetros de verdor, cielo y sonidos naturales- recorrido, a pie, desde el alba. Piensa en su uniforme, que le vuelve distinto, y en los compañeros -aunque no se relacionen con él y le llamen comepiedras-. Camina agachado por el túnel cada vez más estrecho, con un aire cada vez más enrarecido, soñando con ese mundo de risas, de miradas de chicas de ojos limpios. Y rememora el regreso del colegio, envuelto en luna, soledad y cansancio, recordando alguna historia de un país que a duras penas localiza, y al que sueña ir alguna vez; se embelesa -en la mina traidora- con un poema que ha recitado una piel morena, de trenzas largas, cuya seda en su voz y en su pelo le hubiera gustado acariciar.

Desde que su padre -joven y minero- no volvió a respirar, el patrón le concedió el ¡gran favor! de ocupar el puesto del difunto. Vive con su familia en una “casa” anexa a la mina, donde se amontonan cacharros, olores y ojos desesperanzados de una madre que parece octogenaria en su cuarentena. Pero es un niño, y tras la alquimia que convierte su cansancio y su falta de oxigeno, en pan para los suyos, ríe y corre con otros chicos lanzando piedras, ladera abajo, para ver quién es más fuerte.

Y como niño, afortunadamente, aún no se plantea que los días de escuela irán desapareciendo; que el aire limpio que regenera sus pulmones camino del colegio se volverá cada vez más escaso; que su horizonte y sus sueños se irán perdiendo en un laberinto de veneno… Mientras eso sucede, continua empujando vagonetas, y oyendo los gritos de los viejos que le avisan de algún peligro que le puede costar la vida por su ensimismamiento. Pero, ¿cómo trabajar en la mina sin soñar con la seda de unos versos, de una trenzas morenas?


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
David Sánchez Jiménez: Minero

Le llamaban “El Aliendu” y a su escasa edad ya era un minero mas, lo era desde que podía recordar, el mas abnegado, quien de mañana, tarde o noche podías encontrar en el profundo pozo, aquel de quien todos sus compañeros estaban pendientes, del que se decía que nunca había visto la luz del sol.

“El Aliendu” amanecía en aquella semioscuridad y se dormía en ella, su vida era el carbón y su casa la mina. Era un tipo cantarín, siempre a mitad de la jornada, se sintiera feliz o triste, comenzaba su canción, levantando así, con su trovar, un poco el ánimo de los otros, que notaban al oír el sonido de su melodía el peso sobre sus hombros y el fatigoso pico, por unos momentos, un poco mas livianos.

Todos querían a “El Aliendu”, porque se hacía querer, porque aquel menudo trovador, aquel poeta de yacimiento, jamás tubo gesto desagradable alguno o palabra que agraviara a nadie, lo que hacía de él, junto con el hecho de que siempre cumplía con su cometido, el compañero perfecto, un tipo completamente de fiar merecedor de todo aprecio.

“El Aliendu” nunca conoció a su padre y de su madre poco recuerdo le quedaba, tan solo el calor de su pecho y su dulce canción, aquella que él aprendiera, la que le hacia los días mas hermosos y brillantes a él y los demás en mitad de la penumbra del corredor.

Él siempre pensaba para sí si otro mundo era posible, si aquella vida era vida o sueño o muerte, quizá las fuerzas sobrantes que toda juventud generan le hacían parir estas ideas, las cuales, sin duda, el resto de sus veteranos compañeros ya no podían pensar, pues estas hacía mucho ya que se ahogaran, todas, en sudor y polvo. Él aun soñaba con el sol y las estrellas, con el viento y el olor del aire limpio, pero tan solo eso, soñaba, porque nunca habría de beber de esa luz, ni de aquel hálito, pues su trabajo era respirar el aire pesado, casi solido, que nada en la oscuridad inherente al carbón mineral.

Un día, en medio de la noche eterna, notó como la carga del aire entrante en su mínimos pulmones se agravaba, como si respirara metales pesados, como si ya no respirara, en ese momento sintió que el equilibrio le abandonaba y ya tumbado agonizó. Entonces uno de sus camaradas al ver esto, con un grito de puro pánico exclamó “¡Grisú!”, bramido que contagió en todos, igual que el mas agresivo de los virus, el terror que en el obrero naciera y con la mayor de las prisas, en mitad de una enorme confusión, los excavadores tomaron ansiosos la ruta que les conduciría fuera de la mortífera trampa, que como el testigo cadáver de “El Aliendu” mostraba, había pasado de la potencia al acto.

Los Hombres ya estaban en la superficie, ninguno había caído, todos estaban a salvo. Cuando el último de ellos descubría su cabeza, en el momento que el cielo pudo contemplarlo, entre sus manos llevaba la jaula del canario yacente. Todos al verle le rodearon y contemplaron la que fuera casa y ahora sepultura de “El Aliendu”, el que en cada turno les alegrara la jornada y la vida con su trino, quien con su sacrificio les había salvado la vida a todos y cada uno de los moradores de aquella profundísima y tenebrosa galería, aquel del que se decía que nunca había visto la luz del sol.


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Francisco Vila Guillén: Rescate

Inmerso en aquella negrura, un asomo a la consciencia le permitió ver una traza de luz, aunque fugaz, le daba ánimos para seguir. Era una sensación tan extraña estar encerrado que incluso había llegado a sentirse cómodo dentro de la húmeda galería pero su cuerpo desnudo ya no soportaba más el asfixiante calor, así que decidió hacer un último esfuerzo sí quería salir de allí. Las anteriores tentativas le habían dejado exhausto y este nuevo intento suponía jugárselo todo a una sola carta, en este trance estaba cuando de repente notó como una desconocida fuerza le arrastraba sin remisión hacia la salida, un gutural quejido fue su respuesta a las manos que lo sujetaban mientras una imponente claridad lo inundaba todo, había tanta de esa luz que sin haber conocido echaba de menos, que no le importaba estar desnudo y sucio delante de tanta gente. Se escuchó decir: enhorabuena señora, es un niño, seguro que será un minero excelente como su padre.


 
MENCIÓN ESPECIAL (CASTELLANO)
Ulyses Villanueva Tomás: Sinfonía

Ese silencio profundo y terco se rompe con los primeros embates contra la roca, como corcheas ancladas sobre un pentagrama invisible que marcan el ritmo del mundo. El eco distribuye el sonido entre las galerías como si se tratara de un prolongado pizzicato y, sobre esa base de pulsaciones antiguas, el chirriar de las ruedas oxidadas de las vagonetas crean una melodía a lo largo de su itinerario, una expresión pacífica del tiempo que transcurre entre el hombre y su soledad, una intención de violines y violas elevándose más allá de los momentos, de esa rutina subterránea, para crearse en la fantasía de los que creen escuchar una hermosa y liberadora música. Luego una explosión necesaria rompe la ficción de los sonidos como si los timbales hubieran irrumpido con gravedad en la música, creciendo hasta desvanecerse de nuevo en la nada. Y en ese instante de pérdida, de temor a no regresar a la belleza heroica de cada hogar, el coro de voces que trabajan cada día en la mina comienza a cantar al ritmo de su esfuerzo, en una sinfonía de respiraciones que hablan sobre la labor y el sentimiento.