Primer premio
      Lourdes Aso Torralba: El JUEGO DEL AHORCADO

Accésit asturiano
      Francisco Álvarez González: IDENTIDÁ

Accésit joven
      Alicia Calvo Panera: LOS SURCOS EN SABERO

Accésit testimonio histórico
      Miguel Ángel Collado Aguilar: EMPEZABA A REFRESCAR

Menciones especiales: asturiano
      Marisa López Diz: ¿COMO YE LA MINA?
      María Elena Álvarez Teresa: EL REI DE LES SOLOMBRES

Menciones especiales: joven
      María del Mar Imaz Montes: ¡NO CERRARÁN!
      Beatriz Menéndez González: SOY CARBONERA

Menciones especiales: testimonio histórico
      Alberto Álvarez Rodríguez: EL CAZADOR DE AVIONES

Menciones especiales: castellano
      Miguel Ángel Gayo Sánchez: CARTA TIZNADA DE AMOR
      José Ibarra Bastida: NOMBRES DE MUJER

Microrrelatos Mineros 2014 Microrrelatos Mineros
XI Concurso Manuel Nevado Madrid -2014-

En este libro se recogen los microrrelatos ganadores y seleccionados del XI Concurso de Microrrelatos Mineros Manuel Nevado Madrid.
 
Consultar ejemplares disponibles para su venta en fundacion.jmz@asturias.ccoo.es
Fundación Juan Muñiz Zapico y KRK Ediciones
ISBN: 978-84-8367-911-2015
Oviedo, 2015, 48 págs.


 
Primer premio
El JUEGO DEL AHORCADO
Lourdes Aso Torralba

Papá no para de repetir que esto es el fin. Apenas tiene ganas de jugar. Habla con con mamá de cierres, reajustes y expedientes de regulación. Después mira la cazuela de patatas que hierven en la cocina económica (del carbón que saca de la mina) y se le hunden los hombros tanto que no sé si preguntarle si quiere echar una partida de cartas. Igual prefiere dibujar uno de esos leones que le salen tan bien. Lleva los dedos tan negros que no necesita lapiceros. Y menos mal, porque yo reutilizo las sobras y la señorita me regalo material porque no hay euros para comprar en las tiendas. Pruebo con una hoja de periódico , de las que recoge mamá alrededor de los contenedores y extiende en el suelo después de fregar. Me extraña mucho que papá coja un bolígrafo. “¿Sabes como se juega al ahorcado?”-pregunta. Mamá se enfada con él. “¡Pero qué cosas le enseñas al niño!”. Papá dice que ya es hora de que aprenda. Coloca palabras como capataz, desempleo, desahucio y conforme no acierto con las vocales y consonantes, va desmembrando mi cuerpo bajo la soga, hasta que se me quedan los pies en el aire. Pierdo no sé cuantas veces seguidas antes de que me pase la mano por la cabeza y diga algo así como que lo siente mucho. Todavía falta tiempo para la cena. Marcha a tomar aire para que no lo vea llorar. Lo hace todos los días así que mamá no dice nada. Yo sé que mientras está picando carbón los pulmones se le llenan de polvo envenenado, nos lo cuenta la señorita en clase. Recojo las hojas de periódico para que mamá las reutilice para encender el carbón por la mañana. Ella pasa las patatas por el pasapurés. Suena el timbre y corro a abrir la puerta. Un señor le dice a mamá algo de papá. Dice abajo, en el árbol. Corro a mi habitación y, desde la ventana veo a papá colgado, con los pies en el aire. ¡Qué idiota! Si tenía ganas de probar la horca no debía haber hecho trampas con las partidas. Mamá no opina lo mismo. Dice que qué va a ser de nosotros ahora, sin mina, sin papá, sin dinero. Repite que es el fin. Le paso los dedos por el cuello y le digo que mejor jugamos a otra cosa.


 
Accésit asturiano
IDENTIDÁ
Francisco Álvarez González

Hai pallabres que mio güelu Andrew nunca nun quixo pronunciar n’inglés. Pallabres como llar, lluvia, llingua o lloredal. Sí, of course, él entendía’l significáu cuando sentía o lleía home, rain, language or laurel forest, pero nunca nun quixo tornar al inglés aquellos vocablos especiales del so pallabreru d’emigrante. Nunca, never at all. Cuntóme, cuando yo yera un neñu de malpenes diez años, qu’aquelles pallabres y dalguna más -toes empezaben por ‘ll’, ye como si hubiere tragao una porción de diccionariu enantes de desembarcar n’Ellis Island- perdieran el so frescor en 1917, l’añu en que dexó’l condáu de Castrillón, cuando abandonó Asturies, al marchar d’España, al cruciar l’Atlantic Ocean, pero que sicasí nun quería renunciar a elles. Y yo daquella nun lo entendiera. Ye dicir, entendilo nel casu de lluvia y de lloredal, pero non en llar nin en llingua, que nun son pallabres qu’un neñu puea asociar col frescor. But él falaba d’otru frescor, referíase a otres coses. Mio güelu Andrés pasó a ser Andrew el mesmu día que llegó a West Virginia. Renunció al so nome ensin nenguna resistencia, pero nunca nun quixo renunciar al so little linguistic treasure, a aquella ayalga de pallabres, rellumantes y enfilaes como una cuenta d’azabache, que namás podíen entender y amar los pocos homes de la mina asturiana d’Arnáu qu’emigraran con él a Fayette County.

My grandfather Andrew solo regresó a España una vez y foi pa él una tragic experience. En 1936, na Spanish Civil War, pa lluchar col Abraham Lincoln Battalion, aquel batallón que los españoles llamaron brigada. Allistóse polos sos ideales, porque a mio güelu Andrew siempre-y golió l’aliendu a llibertá, that’s true, pero fízolo tamién cola esperanza de volver pisar la tierra onde teníen sentíu pa él pallabres como llar, lluvia, llingua y lloredal. Nun pudo cumplir el so suañu. Recibió instrucción militar en Cataluña y batalló en Teruel y Belchite; nunca nun llegó a tar más cerca d’Asturies de lo que ta West Virginia de Tennessee, you know.

Al entrar los United States na Segunda Guerra Mundial mio güelu Andrew nun quixo combatir. Dixo que prefería siguir guerreando cola mina que tener qu’enfrentase again a la mirada d’odiu y dolor d’un home al qu’has de llamar enemigu. El carbón yera un recursu estratéxicu p’alimentar la guerra y l’american press dicía que los mineros tamién yeren soldiers, «soldaos de picu y llámpara», they said, asina qu’a mio güelu naide nun lu echó de menos nel frente. Tampoco nun lu echaron de menos el día que la mina esbarrumbó enriba d’él y d’un mineru galés, una mañana de seronda de 1942. Naide nun lloró la so muerte, solo his relatives, la familia y dellos amigos. L’accidente coincidió cola Batalla de Guadalcanal. Aquellos díes la guerra y la mar sepultaben every day cientos de vides d’homes de la US Navy y a naide nun-y importó que la mina Brody 1 de Boone County sepultare a dos obreros inmigrantes.

Cuando dexé la política viaxé con my wife Sharon a Europa, at last. Visitamos España, Asturies, Castrillón. Llegué al llugar en que creciera mio güelu Andrew. Vi lo que foi’l so llar, moyóme aquella lluvia, sentí falar la so llingua, golí les fueyes del lloredal que siguía ellí. Y asina descubrí una parte de la mio identidá, llatente, que siempre tuvo aguardando esi futuru pendiente. Y foi entós cuando me decaté de que, dende dalguna galería fonda y escura d’esa mina que ye’l subconsciente, el recuerdu de mio güelu Andrew fuera aquella lluz de llampisteru qu’inspiró’l slogan que creé col mio political campaign staff nes elecciones que me convirtieron en gobernador de West Virginia. Aquel que dicía: Our identity is our future, la nuesa identidá ye’l nuesu futuru.


 
Accésit joven
LOS SURCOS EN SABERO
Alicia Calvo Panera

El sol de julio caía implacable sobre las espaldas. El bermejo círculo de ladrillo de la antigua ferrería sobresalía en el paisaje como una rueda dentada y los piornos, sin apenas rastro de sus flores azafranadas, permitían atisbar las calvas del monte desmochado. Los vecinos del pueblo se apiñaban en grupos a las puertas del museo. A un francés le había dado por venirse hace unos meses al norte a fotografiar mineros. No eran de aquí de Sabero, en la cuenca oriental, sino de la occidental, de Ponferrada y de Villablino. Tanto da; la curiosidad, mezclada con un recelo atávico, embargaba a los vecinos y sus murmullos excitados se confundían en el patio lleno de guijarros.

El fotógrafo se había comprometido a inaugurar la exposición. No llegaba. No llega: al cabo de una hora abrieron las puertas los guías y con una sonrisa amable se disculparon en nombre del francés, que finalmente no podría asistir. Redoblado el enfado, los vecinos fueron avanzando hacia la entrada, desperdigándose por la arcada de luz y ladrillo.

El aire fresco les golpeó como una mano invisible. Se acercaron indecisos a las vitrinas que custodiaban las lámparas de petróleo, mil veces vistas, mil veces encendidas en el pasado, antes de detenerse en los paneles de la exposición. Los retratos colgaban del techo como murciélagos, prendidos de un fino hilo de metal. Reconocen las miradas duras como fundidos en negro. Cada rostro allí clavado como un puñetazo arranca sonrisas en ellos y provoca respingos en ellas. No es historia, no es memoria, aquello es la vida misma, se dicen maravillados. Todo parecía magnificado: los surcos de la edad de Segundino, el peso de la juventud en Lackowski, la mirada cansada de Armando, sugerente a su pesar por el arcilloso hollín, el marcado rictus en la sonrisa solo a medias esbozada de Luis. Todos tenían nombre, por fin el minero superaba su propio estereotipo y contaba su vida en primera persona. Estas intuiciones bullían en la cabeza de los vecinos, que no sabían enunciarlas por serles tan cercanas, tan palpables. Ya la tarde renunciaba a su tiempo para dejar paso a la noche estrellada del norte.

En septiembre, aprovechando la vuelta ciclista a España, Gonnord pudo acercarse al fin a Sabero. El verdor empieza a declinar en el valle, embargado de tibios amarillos.

- Qué alegría, compañeros del metal, compañeros del carbón- chapurreó en un castellano inevitablemente nasal mientras estrechaba la mano a algunos conocidos.

Uno de los mayores avanzó renqueante y tomó la palabra:

«Por nuestros muertos más recientes, los de la Pola. Por el cabrón de la cámara de comercio, que despidió a uno de los nuestros, a Luisito, cuando estaba en coma. Por la sentencia de muerte en este septiembre negro que huele muy mal, a cerdo concretamente, y que nos quita la última oportunidad de seguir en esto y cualquier otra oportunidad de quedarnos en la tierra. No conocemos al polaco ni al gallego, pero ya son nuestros porque son como nosotros. Somos nosotros, un pueblo poco dado a sentimentalismos, sufrido y luchador. Yo en esta exposición no encuentro paz, pero es que ya no sé con quién hacer la guerra. Antes había un patrono y los suyos a pie de mina; ahora se esconde en su chalet de la capital, detrás de las subcontratas, de los pactos, de las deudas del gobierno... Nosotros estamos donde siempre, plantando cara como siempre. He de decir que me ha sorprendido encontrarnos tan bien y que este francés nos ha retratado de miedo. Solo me queda decir que ojalá, ojalá pervivan el orgullo de la lucha y que no nos entierre la memoria. Porque aún estamos vivos.»


 
Accésit testimonio histórico
EMPEZABA A REFRESCAR
Una historia real
Miguel Ángel Collado Aguilar

Ya empezaba a refrescar, era el 3 octubre de 1938 y el calor que castigaba a aquel pueblo minero durante los meses de verano iba arreciando. Eran las nueve de la noche y la oscuridad era dueña de las calles de Nerva; de unas calles que seguían llorando en silencio a los 1.500 muertos que habían dejado tras de sí quienes, el 26 de agosto de 1936, entraron en el pueblo gritando -¿Dónde están los mineros marxistas de Nerva?- y despachando a tiros a cualquiera que se encontrara en la calle...

Dos años habían pasado ya, dos años de llantos a puerta cerrada; dos años de mutismo, de cruces, de pólvora; dos años negros de desesperanza y miedo...

Un niño y su hermana, Manuel y María, pasaban por un decrépito llano que, en tiempos mejores, había servido para la proyección de unas películas que llenaban de color las calurosas noches de agosto del castigado poblado minero. Todavía podían verse, en aquel llano, las consecuencias de las bombas que los aviones de Queipo habían lanzado sobre la gente de Nerva, como precediendo el desastre...

Una mano interrumpió la marcha de Manuel, era el cabo de la Guardia municipal, que había conseguido su trabajo después de que los mineros fracasaran en su huelga revolucionaria de 1934 y de que el alcalde y los concejales fueran encarcelados y sustituidos por los mismos de antes... por los mismos de siempre...

Allí mismo los registró; llevaban kilo y medio de pan, doce sardinas embarricás, café y azúcar. Una mujer se acerca y, cuando ve al guardia, se da la vuelta e intenta huir; pero era tarde y el funcionario municipal la detiene también a ella; Rosario llevaba un mono color caqui, como de minero, y dos kilos de pan. La tragedia estaba servida... Rosario dijo que el mono y el pan los llevaba a casa del padre de los niños para que el menor lo entregara a su marido que, como otro hermano de Manuel y María, se encontraba huido en las sierras que cercaban al pueblo minero.

Manuel, María y Rosario fueron acusados por el cabo de la guardia municipal de convivencia con los del monte y llevados a la cárcel municipal. Inmediatamente, dos municipales se dirigieron a casa del padre de los menores, Domingo, para ser también detenido.

Domingo Belmonte, enfermo en cama, no pudo levantarse para abrir la puerta a los municipales que golpeaban con insistencia. No hubo problemas, las patadas y los culatazos hicieron el resto; echar una puerta abajo es trabajo fácil para quien suele hacerlo...

Cuando los asaltantes entraron en la casa y vieron al hombre, de cincuenta años y muchos de mina, tendido en la cama decidieron no detenerlo pero sí registrar su casa, como era costumbre en aquellos días.

Una vieja escopeta de caza fue lo que encontraron los guardias en casa de Belmonte; una escopeta que su hijo menor había encontrado en el monte, llevado a su casa y escondido de espaldas al padre para no preocuparle.

Algo después fueron todos juzgados en Minas de Riotinto. Manuel y María fueron absueltos y el caso de Rosario fue sobreseído... por esta vez, empezaba a refrescar...


 
Mención especial (asturiano)
¿COMO YE LA MINA?
Marisa López Diz

-Papa ¿cómo ye la mina?

        La entruga del fíu déxalu descolocáu. Nun sabe qué contesta-y. Nun quier fala-y del golor a grisú qu'ambura les entrañes, nin de la negrura d'aquella boca de llobu, nin del soníu metálicu de la xaula, nin del aire que falta cuando falta l'aire. Nun quier fala-y tampoco de los ximíos embaxo los escombrios, nin del pesu escomanáu de la tristura cuando llega, nin del abismu que dexa nos güeyos de les muyeres...

-¿Pa qué lo quies saber? Eso nun ye cosa de neños.

        Y entós vien-y a la cabeza l'alcordanza de cuando nenu, de los besos prietos que-y daba'l pá al llegar emporcándo-y la cara, de les güelgues, de les pallabres sueltes que sentía cuando'l pá falaba colos collacios: condiciones más dignes, sindicatu, reivindicación... Pallabres que nun entendía, pero que medraron con él como medra la broza nes cunetes.

-Ye pa una redaición. Mandónos la profe describir el llugar nel que trabaya'l nuesu pá.

        El padre míralu, pero nun quier fala-y d'ello. Asina qu'empieza a conta-y una historia enllena de metáfores que nin él mesmu sabe d'ónde salen, igual que cuélebres alaos. Al neñu, como a él cuando tamién yera un guah.e, quéden-y les pallabres flotando na cabeza: pozu, oru, deseyu, ayalga, llámpara...

        Cuando aquel día llegó'l rapacín contándo-y que-y punxeren un ceru na redaición por nun axustase al tema, por contar mentires y con una notina na que ponía que la tutora quería falar colos padres, nun-y importó un res. Lo único que-y importó foi ver la cara del neñu mientres-y lleía aquella historia, col títulu sorrayáu en negro, escrita con lletres grandes, torcides y redondes como patates acabante sacar:

        Mio pá ye'l xeniu de la llámpara y conoz un pozu onde s'escuenden munches ayalgues... Nesi llugar vive'l corazón de la tierra y, a vegaes, llate tan fuerte qu'españa en cachitinos negros.... Hai una llámpara máxica cola qu'en dalgunos sitios se pue atopar oru... Tamién hai una xaula enllena picatueros azules y prietos qu'esnalen nes nueches escures y que nagüen por tornar al ñeru... Yo sé qu'esi llugar ye máxicu porque anque nun lo diga -porque los deseyos nun se puen contar- cuando mio pá llega pa casa sonriendo, ye porque hai un deseyu que se-y cumplió.


 
Mención especial (asturiano)
EL REI DE LES SOLOMBRES
María Elena Álvarez Teresa

Nació ensin güeyos, tenía l´olfatu tan desarrollau que movíase po los golores; nel pueblu llamábenlu Topín, yera´l mineru perfeutu. A los catorce años ufiertáron-y abellu na planta catorce. Pue ser que d´ótres vides nun tuviera recuerdos de les flores de colores que golió, o de les ñubes blanquines, como de ñebe calentino que vio correr pel cielu cuando taba desnamorau, pero nesta vida, nun s´escaez de cada túnel qu´abrió. Los mineros de la rampla apartábense d´él, nun habíen visto un guah.e tan raru enxamás. Lo que más-yos estrañaba, era que nun comía nin salía nunca del pozu, quedábase ellí dempués de trabayar y pasiaba arriba y abaxo, contentu de vivir na matriz de so madre, eso-y gustaba dicir. Nun rinconín d´una galería abandonada tenía una camuca y cuatro cosuques más. Rinse d´él porque cuando paliaba pidía-y permisu a la tierrina. El día que morrió nun argayu, quedose pa siempre, fae desto cuarenta años y tovía sigue ellí en compañía de los otros mineros que nun pudieron recuperar. Entós sí que se trató con ellos: agrandó´l so cuartín y ofreció-yos abellu. Naquella mina nun fizo falta mineru de seguridá: recorren xuntos el pozu, y cuando hay dalgún peligru apaecen como espectros y los vivos salen corriendo asustaos dexando la llabor. Güei na plaza´l pueblu hay una escultura d´él, y les muyeres, de la que pasen, santígüense delantre´l santín porque saben que los mineros tan a salvu.


 
Mención especial (joven)
¡NO CERRARÁN!
María del Mar Imaz Montes

Recordó con nostalgia el glorioso pasado industrial y el largo camino recorrido junto a sus compañeros hasta lograr conquistar sus derechos laborales. Y ahora, aquel arrojo de su juventud se tornaba en miedo, ante una realidad social que evocaba un futuro devastador con minas clausuradas en pos de intereses extranjeros y en el que los gobernantes paulatinamente irían recortando entre brindis y vítores de “¡Viva el vino!” los logros conseguidos. Pero en el fondo, uno es lo que es, y su pasado de minero reivindicativo resurgió, recordándole el deber moral de mover conciencias, un compromiso que los que trabajan en la mina firman con su sudor… y a veces con su sangre.

Rescató de su museo particular el vetusto casco, fiel aliado en duras jornadas de trabajo y testigo mudo de luchas obreras. Se lo colocó ceremoniosamente, impertérrito, sin prisas, dispuesto a afrontar la última alternativa: ¡Plantar cara!

Si luchamos quizás podamos perder, si no luchamos, estamos perdidos.


 
Mención especial (joven)
SOY CARBONERA
Beatriz Menéndez González

La galería emana una esencia familiar a la que, sin embargo, es difícil acostumbrarse. No corresponde a su enclave de cavidad furtiva ni a su complexión de ébano, su olor es mucho menos compacto. Fresco, casi. Aspirar el hálito gélido del mineral crudo por la mañana renueva los votos de fe en mi puesto, haciéndome sentir casi en la superficie, o, por lo menos, echándola menos en falta.

La lámpara Sherwood dibuja mi sombra en los muros, un borrador perecedero modificándose a cada paso a medida que avanzo hacia el pánzer. Al otro lado, una apertura de sobreguía espera mi pico de ocho kilos en el pozo Monsacro, algo que no hubiera creído posible hace doce años cuando aún era una nena que dormía con la luz encendida.

Me detengo, hipnotizada por la silueta que se refleja en la pared, un contorno cada vez más dilatado, más desproporcionado en relación a las estrechas ramplas y galerías por las que debe encajar. Un crecimiento benigno de luna menguante se perfila en mi vientre, ajeno a las convenciones cuadriculadas de los angostos pasajes por lo que debe integrarse. Sólo que no se integrará. Pondrá fin a su claustrofobia saliendo al exterior, como si fuera el antónimo de este mundo subterráneo, y me llevará tras él. Pero sé que volverá, igual que yo lo hice. Los neños tienen miedo a la oscuridad pero luego, luego crecen y, con ellos, la necesidad de llevar “el sobre” a casa. Nada cambiará, sólo que, cada vez somos más y, nuestras minas, cada vez menos.


 
Mención especial (testimonio histórico)
EL CAZADOR DE AVIONES
Alberto Álvarez Rodríguez

Conservo dos fotos de mi padre, en una le acompañan otros veinte hombres, durante la guerra, con una casa al fondo y en el centro un cañón. Tal vez fuera hecha en el cerco de Oviedo, quizás en otoño, del treinta y seis, aquel año en el que todo cambió. En ella mi padre mira fijo al frente, aún joven, el gesto serio, vestido con mono, chaqueta y gorrilla de campaña.

En la segunda imagen aparezco yo, es en Langreo, en el pozo Fondón, el día de La Merced de 1941. Apenas tengo ocho años y hace ya varios que no le veo, él me sienta en sus rodillas, no parece el mismo hombre de la foto anterior. Nos hallamos en el patio del Destacamento Penal, algunos presos pasean junto a sus hijos, otros rumian en silencio la soledad. Junto a nosotros Celestino Antuña, al que todos llaman “caza-aviones”, observa la escena con su sonrisa de actor.

Aquel joven minero nacido en Tablao, en el concejo de Siero, se había ganado la fama en los últimos días de la Asturias republicana, cuando, apostado en las alturas del pico Benzúa, lograba derribar tres aviones franquistas con su vieja ametralladora. Convertido en un héroe, sería condecorado y ascendido a teniente, pero tras la caída del Frente se vio obligado a huir en uno de aquellos barcos que partieron del puerto de Gijón. Era una noche clara de finales de octubre y la gente se hacinaba a bordo del “Montseny” entre el frío y el miedo a la escuadra nacional. Celestino quiso hablar con un hombre abatido que había dejado en tierra a su mujer y a su hijo, y que era mi padre.

Capturados en alta mar, emprendieron juntos una pequeña odisea que los llevaría primero al campo de Muros, para pasar más tarde a la cárcel de El Coto y terminar internados por su condición de mineros en la colonia penitenciaria del Pozo Fondón, donde trabajarían como esclavos para Duro Felguera. Antes habían sido condenados a la pena de muerte, que el Caudillo les conmutó por reclusión perpetua.

Aquel 24 de septiembre de 1941, sentado en las rodillas de mi padre, ignoraba que nunca volvería a verle. Él hablaba poco, siempre melancólico, pero sonreía mientras miraba a mi madre con sus ojos tristes y le rogaba otra vez al bueno de Celesto que contara de nuevo aquella vieja historia del pico Benzúa.

Mi padre murió de tuberculosis en 1942 y unos meses más tarde Celestino Antuña se fugaría del pozo Fondón. No lograron capturarlo ni se supo nunca hacía donde huyó, aunque algunos contaban que logró llegar a Sudamérica. Ignoro si es cierto, ni que fue de su vida de héroe derrotado, pero siempre acompaña el recuerdo de mi padre, y me gusta imaginarlo, ya anciano, sonriendo orgulloso al levantar la vista y ver que un avión surcaba el cielo azul.


 
Mención especial (castellano)
CARTA TIZNADA DE AMOR
Miguel Ángel Gayo Sánchez

Querida Pizpireta:

Soy Fernando, el barrenero del nivel siete, el mismo que ayer osó recomendarte la forma correcta de llevar el autorrescatador para que te fuese más cómodo cargar con él. Pagué mi osadía con una mueca de altivez por tu parte y un comentario jocoso del resto de mineros: “La señorita lo prefiere llevar ladeado, como si fuese un bolso de paseo”.

Reconozco mi torpeza. La estrechez de la jaula que nos sumerge a las entrañas de la tierra resulta el peor ámbito para dar recomendaciones a nadie. Y menos a ti, Laura, a la que todos aquí, a seiscientos metros de profundidad, apodan Pizpireta por ese garbo que demuestras al mantenerte limpia de hulla y de pretendientes.

Los mineros viejos aún te recuerdan de adolescente. Me han contado que algunos días acompañabas a tu padre hasta el brocal mismo del pozo. Allí te enfrentabas a las miradas lujuriosas de los hombres con esa altivez propia de tu carácter, y cuando con el paso de los años empezaron a piropearte y a pedirte en matrimonio, tu altivez se convirtió en leyenda: “Jamás con un hombre tiznado”, te gustaba decir.

Pero el accidente de tu padre lo cambió todo. Terminaste la carrera de Derecho y volviste al pueblo a reclamar el puesto en la mina que por herencia te correspondía. Nadie apostaba por ti. La mina es dura, muy dura, infranqueable para alguien que se presentó el primer día de trabajo luciendo en las manos uñas de porcelana.

Fue entonces cuando nos vimos por primera vez. Quizás lo recuerdes. Trabajabas en la lampistería, un puesto de superficie. Yo necesitaba una lámpara nueva. Recuerdo tus palabras: “Cuídala. La lámpara es la vida del minero”. Un día decidiste bajar al pozo reclamando el puesto que tu padre dejó ausente. Recuerdo que intercambiamos algunas miradas en la jaula de descenso. Ya no llevabas uñas de porcelana. Tu primera labor consistió en cargar a paladas el carbón en las vagonetas. Un puesto. Entonces tu cara ya no pudo mantenerse limpia de tizna. Ahora parecía no importarte. Fue así, entre tinieblas, cuando tus ojos de fuego iluminaron la veta en la que yo trabajaba.

Laura, la mina es una noche perpetua, ya lo sabes por ti misma. Los mineros viejos aseguran que algunas veces esa negrura te acompaña fuera de la mina. Entonces la vida pierde brillo. Tu llegada al pozo siete me rescató de ese sin sentido, de esa grisura que empezaba a atrincherarse en mi existencia. ¡Son tus ojos, Laura, tus ojos!, esos que en la claridad del día me provocan indiferencia y que aquí abajo relumbran como dos luminarias incandescentes. ¡Luces de emergencia para un corazón postergado!

También tú pareces haber sucumbido al embrujo del claroscuro. El desdén que muestras en superficie se transforma aquí en furtivas miradas que me buscan entre los recodos de la roca... ¿Aceptarías una cita con un hombre tiznado de amor? Me he atrevido a reservar mesa para esta noche en ese restaurante situado junto al acantilado.

P.D.: Reservé una mesa iluminada tan sólo por una pequeña vela. Nuestro amor se gestó entre tinieblas y un exceso de luz podría resultar fatal. ¡Comer entre penumbras no será problema para dos mineros! En todo caso, el fuego de tus ojos guiará mis manos.


 
Mención especial (castellano)
NOMBRES DE MUJER
José Ibarra Bastida

El viejo abuelo Manuel estaba perdiendo la cabeza desde el invierno en el que cumplió los ochenta y cinco años de edad. Demencia senil, dijo un médico; alzheimer, confirmó el neurólogo. El caso es que el hombre, que ya casi ni hablaba, ponía empeño en los ejercicios de memoria que le mandaban los médicos además de las pastillas. Llevaba días recitando, él solo, muy agitado, nombres y nombres antiguos de mujer.
- Basilia, Vicenta, Casilda, Luisita, Clotilde.
- Pero, abuelo, ¿qué dices?- le contestó el nieto.
- Esmeralda, Salvadora, Angelita, Eloísa, Inglesa.
- Nene, que no se entere la abuela, que ya está el abuelo con el toletole de las mujeres- terció la hija. Resulta que ahora, a la vejez, nos hemos enterado que mi padre igual era un mujeriego. Lo hemos descubierto con el alzheimer ese que tiene, porque no se acuerda de nada pero no para con la retahíla de los nombres de mujeres. La abuela se pone peor cada vez que le oye. Se piensa que son los nombres de las fulanas de un burdel de La Unión. Porque a algunas, ella las conocía. En los pueblos se sabe todo. Y más aquí, en la sierra minera.

El abuelo volvió a la carga. Algunos nombres salían de corrido; otros, no, porque balbuceaba:
- Soledad, Buena Esperanza… Eleuteria, Mejicana, Gertrudis.

Al nieto le sorprendían algunos nombres. ¿Quién le pondría a una hija Buena Esperanza, o, peor aún, Robustiana? Quizá eran nombres de guerra de aquellas pobres mujeres.
- Pero, ¿estáis seguros de que son mujeres… suyas?, dudaba el adolescente. ¿Sus hembras, como él decía?
- Dice la abuela que sí, que el abuelo de joven era muy golfo. Salía de las minas y se iba a las tabernas que había por Portman, y vete tú a saber qué hacía allí. Circulaba el dinero y había fulanas por todos sitios. Aquellos hombres... ya se sabe.
- Rafaela, Joaquina, Pepita, Constancia- el abuelo carraspeaba antes de proseguir- Sultana, Claudia, Jacinta.
- Abuelo, para un poco, por lo que más quieras. Nene, llama a tu hermana, que vamos a comer.

Entró al comedor la otra nieta, que tendría unos veinticinco años y estaba preparándose un doctorado en Historia. Mientras servían los platos, el abuelo continuaba con la cantinela de los nombres.
- Pero, ¿qué pasa, mamá?
- Nada, que tu abuelo me lleva loca, está toda la mañana diciendo nombres de pelanduscas, y cuando entre la abuela se va a formar un follón gordo, que ella siempre ha sido muy celosa.
- Casilda, Emerenciana, Victoria, Valerosa, La Tercera, Proserpina.
- ¿Ves? Algunos son nombres raros y antiguos, qué mujeres tan extrañas.
Y cuando la nieta historiadora oyó Brunita, se acordó de aquella huelga del 62 en Cartagena sobre la que estaba investigando y en la que salía aquel nombre, se rio y le dijo a toda la familia:
- Pero qué equivocados estáis. El abuelo no era mujeriego. Son nombres de minas, ¿o es que no sabéis que hace cien años en La Unión casi todas las minas tenían nombre de mujer?