Otra vida sin Juanín
4 de enero de 2007 - La Nueva España
Melchor Fernández Díaz
Fue José Manuel Vaquero quien me dio la noticia, anticipándome que era muy mala: «Juanín Muñiz Zapico se acaba de matar en un accidente de coche». Lo sentí como algo personal. Periodistas y políticos manteníamos en aquellos tiempos una cierta complicidad, que procedía de objetivos comunes -la libertad, sobre todo-, pero, fundamentalmente, de compartir la incertidumbre. Porque la transición fue, ante todo, eso. Era como avanzar de noche y por un túnel. Nadie sabía cuánto faltaba para la salida ni lo que habría afuera. En esa aventura azarosa y excitante Juanín era una compañía agradable. Sonreía mucho y tenía un carácter tranquilo y afable. Se hacía querer.
Las circunstancias le habían elegido para ser el protagonista de un hecho que, sin dejar de ser anecdótico, en cierto modo se había convertido en histórico. Al poco de morir Franco, un indulto real abrió la puerta de la cárcel a los nueve dirigentes de la ilegal Comisiones Obreras condenados en el famoso «proceso 1.001», entre ellos Juan Muñiz Zapico. Su llegada en tren a Gijón fue estrictamente controlada por la Policía, que llegó a disparar al aire para dispersar a los que se habían congregado en la estación del Norte para darle la bienvenida. La Prensa diaria no lo reflejó. Pero al día siguiente dos periodistas de LA NUEVA ESPAÑA, José Manuel Vaquero y José Vélez, se presentaron en la casa de La Frecha (Lena) para hacer una entrevista al recién liberado. Y el periódico la publicó al día siguiente, 3 de diciembre. Algo que hoy parece rutinariamente normal era entonces un golpe de audacia. Lo de menos es que las opiniones de Juan Muñiz Zapico fueran exquisitamente prudentes. En su opinión, estaba empezando una nueva época y al Rey, cuyo discurso le había hecho concebir esperanzas, le pedía amnistía para los presos políticos y el reconocimiento de los derechos de expresión, de reunión y de asociación. Pero hacer públicas en un periódico opiniones semejantes y, sobre todo, de un personaje semejante suponía romper un tabú.
Juan Muñiz Zapico era, oficialmente, un sindicalista. Pero hablaba como un político. Lo era, y muy comprometido. Desde 1964 pertenecía al Partido Comunista de España (PCE). A sus 34 años había pasado siete en la cárcel, tras dos condenas. La del «proceso 1.001» había sido brutal; nada menos que a 18 años de cárcel. El Tribunal de Orden Público había abierto aquel juicio contra la cúpula dirigente de Comisiones el mismo día en que ETA asesinaba al presidente del Gobierno, Carrero Blanco, y, bajo ese peso emocional, había cargado la mano, ya de por sí arbitraria y pesada. Más tarde el Supremo había rebajado la condena. Juan Muñiz Zapico aprovechó la estancia en la cárcel para comenzar a estudiar Económicas.
Por fortuna para él, no le dio tiempo a acabar la carrera dentro. Y cuando salió le atrapó en seguida el activismo sindical y político. «Ya estoy buscando trabajo», había dicho en su primera entrevista. De hecho volvió a Aguínaco, la empresa mierense en la que había sido enlace sindical a los 19 años y de la que fue despedido. Pero lo dejó al poco tiempo. Se supo luego que era uno de los siete asturianos que formaban parte del Comité Central del PCE. Fue uno de los representantes comunistas en la ilegal, más que clandestina, Junta Democrática. Por su flema y su afabilidad era un negociador nato. Y por su disciplina política, un negociador duro. Uno de esos «culos de hierro» de la escuela de Enrico Berllinguer, capaces de aguantar horas y horas a la mesa para conseguir un acuerdo. Empezó a perfilarse para él un destino en Madrid, al parecer en el doble frente sindical y político en que se movían muchos dirigentes comunistas.
No llegó a hacer ese viaje. Había sacado el carné de conducir y había comprado un Seat 850. Sus amigos decían que no conducía bien, pero el 4 de enero de 1976 se atrevió a subir por la ladera Sur del Valle del Huerna acompañado de dos amigos. De regreso hacia La Frecha el coche se le fue en una curva en La Reguera del Cabanín, entre Los Pontones y Espinedo. Llevó un mal golpe y se desnucó. Murió en el acto.
El entierro, al día siguiente, fue todo un acontecimiento. Miles de personas colapsaron los alrededores de La Frecha y las autoridades hubieron de permitir el acceso a la caja de la nueva carretera que se construía entre Campomanes y Puente Los Fierros. 174 coronas y 98 ramos de flores precedieron o escoltaron el féretro en su recorrido desde la casa familiar hasta la capilla de La Frecha, porque, por deseo expreso de la familia, el entierro fue religioso. Desde el atrio del pequeño templo tres sacerdotes oficiaron el funeral, en el que no hubo homilía. Antes, sí había habido discursos: los de Gerardo Iglesias, Marcelino Camacho, López Salinas y Horacio Fernández Inguanzo. Vicente Álvarez Areces leyó el telegrama enviado por Santiago Carrillo. El ataúd fue enterrado en el cementerio de Herías, en una tumba recién cavada en la tierra. Llevaba un crucifijo y lo cubría una bandera roja, la de Comisiones Obreras.
Porque si los sindicatos eran tolerados, el PCE era no sólo un partido ilegal, sino incluso ilegalizable para sectores muy influyentes de la vida española. Nadie podría decir, sin embargo, que a la vista de aquella capacidad de convocatoria -«Así se ve la fuerza del Pecé»- pudiera ser un partido clandestino.
Contribuir a hacerlo evidente de tan abrumadora manera fue para Juan Marcos Muñiz Zapico, casado con Higinia Torre, padre de dos hijos, el último de los grandes servicios que le prestó, el único involuntario. En su despedida hubo una coincidencia general en afirmar que con él desaparecía una gran promesa política y, en particular, de su partido. Siempre será una incógnita cómo se hubiera articulado su relación en el futuro.
Al PCE, lo sabemos ahora, le faltaba más de un año para acceder a la legalidad. Algunos de sus dirigentes de entonces acabarían abandonando su órbita, comenzando por el propio Santiago Carrillo. De los asturianos que se sentaron con Juanín en el Comité Central del PCE, Tini Areces fue expulsado y rehízo su vida en el seno del PSOE. Hoy es presidente del Principado de Asturias. José Ramón Herrero Merediz, condenado a 14 años de cárcel por su militancia comunista, ha sido senador socialista. Gerardo Iglesias se mantiene, sin duda, comunista, pero sin sitio en la actual organización. ¿Qué habría hecho, qué estaría haciendo ahora Juan Muñiz Zapico si el coche no se le hubiera ido en la Reguera del Cabanín aquella noche de enero de 1976, hace treinta años, para él otra vida más, sin duda más agradable o menos dura que la que su generosidad de joven luchador le llevó a elegir en tiempos difíciles? La respuesta quedó congelada a la vez que su sonrisa.