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Isntantáneas tomadas durante la presentación del libro, que tuvo lugar en el Teatro Municipal de San
Martín del Rey Aurelio (El Entrego), el 29 de enero de 2004.
Durante esta presentación se produjeron varias intervenciones de personas cercanas a Benigno Delmiro Coto durante su etapa en Tarazona.
V FERIA DEL LIBRO DE LANGREO: LEER PARA VIVIR MEJOR
La Fundación Juan Muñiz Zapico – CC.OO. Asturias,
conjuntamente con Cauce Nalón y Les Filanderes, presenta:
Literatura y Minas en la España de los Siglos XIX y XX
de Benigno Delmiro Coto
Esta actividad tuvo lugar el 13 de mayo de 2004, en el Salón de Actos de la Casa de Cultura de La Felguera, y con la participación de:
Elías García Domínguez, Catedrático de Lengua y Literatura
Benigno Delmiro Coto, Catedrático de Literatura y autor del libro
Durante la presentación se dio paso a la lectura de varios textos mineros, a cargo de Les Filanderes y Cauce del Nalón:
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Nieves Mejuto: Pepe el gallegu |
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Alejandro Martínez Gallo: Nuestro Segundo |
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Elizabeth Felgueroso: Azabache |
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Francisco Villar Rodríguez: Crisis y Cambio |
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Asun Naves: La Colonia del Fondón |
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Julio Arbesú Rodríguez: 1948, mina, camino y prado |
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Aitana Castaño: No deberia haber telefonos en el hogar de un minero |
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Paz Tomás Pañeda: Diego |
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Ana Arbesú: Soy minero |
Viernes. Últimu día de la semana que se trabayaba. Mercedes apagó el despertaor a las cinco de la mañana. Xiróse pa mirar al so home y Pepe ya taba tirándose de la cama. Va más en punto que el reloj -dixo pa ella. Y esto desde 1960 que empezó en "el pozu Candín" fai más de veinte años, después de venir de A Coruña.
Él mientras se lavaba preparaba "la de hoy". Había escondío ayer una rata muerta detrás de la piedra donde se sentaba a comer el bocadillo y ya tenía la víctima. Hoy tocaba-y al "Llobu", un picaor que tenía machacáu a un cazurru, llamándoy "Llinterna" como al del "Un, dos, tres".
A Pepe gustába-y el concursu pero nun-y facíen gracia les burles que esti hombrón facía del chaval de Castilla porque tolo que tenía de llargu, teníalo de probetón y faltaba-y arte pa soltailes bien gordes al otru bestia.
Pensaba rellená-y el bocadillo al fuertón pa que-y alimentase más, pero dexándo ver el rabu de la rata pa que no mordiese siquiera, que entós iba a da-y ascu hasta a él.
En un plisplás taba preparáu y escuchába-y la retronica a Mercedes riñéndolu por no desayunar en condiciones, mientras-y envolvía el bocadillo calentín. Ella dio-y la linterna en la mano y cerrándo el cuello de la so bata de cama despidiólu na puerta.
Pepe baxaba la cuesta hacia la carretera, entre piedres y escayos por aquel camín sin luz; sin azotase, a su ritmo pero sin entretenese. Que la triste luz de la linterna nun daba pa más y el puntu compatible dábenlu por otra cosa…
Cuando se posó del camión de la empresa ya sabíen toos que algo pasaba. No facía falta hablalo, notábase. Sólo importaba saber quién había sido esta vez. A quien y había tocáo. Tiró el bocadillo. Hoy no lu iba a comer.
Pepe temblaba mientras subía la cuesta de vuelta a casa. Yeren las 8 y media y baxaben Belén y Mari pa la escuela. Intentó disimular. Elles ya taben acostumbraes a ver a su padre llorar con el telediario o con los programas donde la familia que taba separá se reunía; pero él siempre intentaba que no se notase y elles hacíen como si ná.
Dioyos un besu a les neñes y siguió caminando, cuando ya no lu veíen, metió la mano en el bolsu y azotó con rabia lo que llevaba en él. Quedóse mirando cómo pegaba contra la pared de la grijera y rebotaben los cachos.
Mercedes al velu llegar tan luego, tampoco preguntó.
Pepe cambióse de ropa y preparó pa sacar les vaques al prau. Mercedes salió a ayudalu a tornales. Pepe sin mirala dixo-y: "Dio-y un costeru na cabeza, diba por la mañana conmigo pero cambió-y el turno a otru pa facer la noche y salir temprano que diba de boda pa Castilla. Yera un cachu pan".
Esa noche Pepe no vio el programa que más y gustaba na tele.
De lunes cuando Mercedes buscó en el cajón la linterna de Pepe pa dayla nun la alcontró.
A veces necesito volver a mi pueblo para reconciliar el presente y superar algún punto de inflexión en la curva de la vida. Busco respuestas en el pasado; en las raíces de mi valle allá en El Bierzo profundo que surca el río Tremor; en las encinas que pueblan sus laderas; en las sendas que recorrí; en las escombreras que surgen por doquier; en los tejados de pizarra de esas casas oscuras con persianas siempre bajadas.
Pero también preciso alimentarme de la energía que aún quedaba en la fuerza de puños cerrados de rabia contenida por la mueca del desdén y sentir que por mis venas rezuma el vigor de almas que construyeron el mundo destruyendo las entrañas de la tierra.
Pero lo que me urge de verdad es volver a escuchar viejas historias del pueblo, de mi gente y, para eso, hay que ir al encuentro de Angelín, el "Madroño ", como todos le llaman, nunca he sabido el porqué, no sé si es por el árbol o por su fruto rojo y sin aristas. Estaba viejo, bueno, siempre fue viejo, con su eterna barba de días, su ducados en los labios, sus pelos revueltos de chico malo y sus grandes ojos que siguen viendo el mundo con ironía. Es como un notario del pasado, el último superviviente de una hecatombe y siempre está allí en el bar de Chelo, con su vaso de vino, contando relatos del pozo a quien quiera oírlos; de las huelgas eternas y encierros heroica de sindicalistas amarillos y chivatos del patrón; de jubilaciones basura y amigos que no están; de los pozos que se cierran y de los "chamizos" que abren.
A mí la que más me gustaba era la del segundo número cincuenta, le pedí que la contara. Me miró y con esa sonrisa cínica que sólo poseen los que pasaron en un instante de la juventud romántica a la madurez escéptica, comienza a recrearla. Habla de cuando se acaba el tajo y todos subíamos al monorraíl ascendiendo por la rampa; eran cuarenta y nueve segundos exactos los que durábamos en llegar a la superficie y las caras de hastío, angustia y fatiga se trasformaban y se adornaban con sonrisas, entre alguna broma. Al llegar se ponía el pie en tierra comenzando el segundo cincuenta, el único que ya no le pertenecía al patrón, era enteramente nuestro.
Y entre historias verdaderas o verosímiles sólo el alba nos rescataba con su resaca de algún tugurio de baja nota. Era entonces cuando Angelín empezaba el camino a casa, un poco malhumorado porque daba fin su segundo cincuenta, no sin antes recordarnos, con los ojos vidriosos y la lengua pastosa, en ese momento cuando sólo se puede decir lo que se siente, que habláramos con los "guajes " que quieran entrar en la mina y les dijéramos que no vayan, que allí ya no hay nada mítico, ni sitio para la épica y que se terminó cualquier epopeya, que sólo queda incertidumbre en un mañana sombrío que no requiere carbón.
Se va otra madrugada, como todas las madrugadas y a mí sólo me resta morder las horas. Le veo bajar la "caleya" con las botas gastadas y el bocadillo bajo el brazo envuelto en papel de periódico. También esta mañana pienso en que quizá no vuelva a verle. Suspiro. Le veo perderse en las sombras.
No sé por qué me casé con él. El caso es que una tarde al volver de la romería me tomó la mano y me preguntó si un día de esos nos casábamos y yo le dije que sí. Yo no quería ser la mujer de un minero. Sabía lo dura que puede ser la mina, la amargura de la espera, el desgaste de los hombres y cómo se les va poniendo la mirada triste, perdida, opaca, con una tintada color azabache. Pero él... él me hacía reír, y me cantaba tangos, y se burlaba de la muerte y de la vida... él tenía la mirada transparente, enérgica y limpia. Nadie hubiera pensado en el mañana.
Me voy al río otra mañana, como todas las mañanas. El niño ya se ha marchado a la escuela. Le gustan los libros. Tal vez sea médico o maestro... lo que quiera menos la mina. No resisto otro martirio. Recuerdo aquel día cuando vinieron a buscarme..."fue en la quinta planta, dicen que el grisú, había ocho hombres, han sacado tres cadáveres pero puede que haya más, tienes que venir... no, no de él aún no se sabe nada". Y el llanto a la boca del pozo: negro, frío, como el azabache. Sacan a otro... no, no es él. Así largos minutos, horas, siglos tal vez. Hasta que llega el milagro y le veo salir por sí mismo, herido y exhausto... con otra mirada en el rostro... puede que exista algún dios próximo.
No soporto ver a las viudas y su boca de luto, las manos repletas de arrugas. No puedo pensar que está otra vez bajo tierra, cavando en las entrañas de la mina, mientras yo lavo en las piedras soñando aquellos ojos verdes de niño. Sólo quiero que llegue la hora y suba por la "caleya" trayendo a hombros a nuestro pequeño; un niño que mira a la vida con ojos de caleidoscopio. Un niño que aún no conoce la angustia azabache de sus padres.
Aquel mineru ya no sabía dónde estaba. Todo había cambiado respecto a pocos años atrás. En aquellos años, el mineru sólo tenía que ponerse encima del bancu en la casa de aseo y animar a sus compañeros a luchar. Éstos le seguían y aplaudían su encendida oratoria anticapitalista.
Por ello, entre la empresa y el gobierno de aquella época, decidieron escarmentarlo, enviándole a hacer la mili a Melilla y así no poder beneficiarse de la reducción militar y los permisos habituales que disfrutaban los demás mineros.
Pasado el año y medio de mili, aquel mineru regresó al pozu y volvió a subirse al mismo bancu. Pero sus compañeros ya no le escuchaban. Él no comprende que la situación ha cambiado y se acongoja porque lo culpabilizan. Trata de mejorar su discurso, lo ensaya, pero sus compañeros lo rehúyen. Sufre una crisis y de forma transitoria abandona el sindicalismo, al mismo tiempo, es abandonado por sus antiguos compañeros.
Estamos en Asturias, en la cuenca minera del Nalón. Ha acabado la guerra: años duros y negros de la dictadura. Son las 5,30 de la madrugada. Por diferentes calles de Sama avanza una comitiva a modo de procesión macabra: es un grupo amplio de personas, se aproximan por la calle la Nalona. Yo a lo lejos distingo bien quienes son. Se acercan más y más, custodiados por sus guardianes, arma en posición de disparo por si alguno se le ocurre escapar (aquellos eran tiempos de represión y muerte). Estos pobres desgraciados eran los perdedores de la guerra, hombres buenos, fieles, que creían en un mundo mejor, habían apostado por él y ahora se enfrentaban a una pena de cárcel o de muerte que redimían mediante el trabajo en la mina. Trabajos forzados, mal comidos, peor vestidos, algunos enfermos, ropas desgarradas y muchos pies descalzos. Los había de todos los puntos de España, tenían abolidos sus derechos, eran un simple guarismo. Verlos pasar las frías amanecidas de invierno aterraba, pero verlos regresar sucios, mojados, desgarrados después de dieciséis horas de trabajo, al anochecer, hacía que el corazón se te encogiera y más de una noche no reconciliabas el sueño pensando en ellos: aquellos pobres delgados, desnutridos, pálidos... ¡Cómo serían sus noches en aquellos barracones rodeados de alambradas, con sus pasillos llenos de barro, y dentro en dos hileras sus camastros apilados en pisos de a tres! ¡Qué horrible el ser humano que hace sufrir hasta lo indecible, qué escarnio, cuánto dolor! Creer en la utopía se había convertido para ellos en el ensañamiento del vencedor, la humillación de estos hombres que, a pesar de todo, nunca bajaron su rodilla, ni alzaron su mano, su propio ideal fue su fortaleza: unos alcanzaron su objetivo y otros se quedaron en el camino pero sin rendición.
Y las familias... el que tenía la suerte de poder visitarles, había de conformarse con verlos pasar camino de su trabajo al borde de la acera, y de regreso a través de la alambrada, mediante el soborno a alguno de sus guardianes que así hacía la vista gorda. Es la estampa que mi retina aún conserva: al paso de tan triste comitiva alguna madre o esposa, en gesto desesperado, rompía el cordón para poder abrazar a su ser querido.
Los avasallaron, claro que los avasallaron, lo pudieron experimentar en su propia piel, fue el sufrimiento de los derrotados, de los condenados a muerte, de los despreciados y de los silenciados; pero a mí me queda la satisfacción de saber que, a pesar de todo, ninguno traicionó sus ideales. Y hoy todavía algún superviviente es capaz de levantar un puño y entonar con claridad: "Arriba parias de la tierra, en pie famélica legión, atruena la razón en marcha: es el fin de la opresión..."
Quiero dormir. Necesito dormir. Vale con un sueñín de media hora. Descansar un poco. Aflojar. Puedo decir que estoy enfermo, pero... no, que va, eso no vale, porque lo mismo me va a pasar todo el mes, mientras dure la siega.
Voy a ver si así, sentado en el suelo, apoyando la espalda en esta mamposta... Sí, dormir, igual me duermo, por muy incómodo que me encuentre; pero con lo rendido que estoy, voy a quedar como un costeru. Si viene el vigilante, no me voy a enterar.
Bueno, ¿y qué? Tampoco es tan mala persona. Sabe que soy de los que más carbón arrancan. Sabe que cuando cojo el pico armo más polvo que nadie. No creo que tengan queja de mí. Pero ahora tengo que dormir para poder llegar al prado Cotallón y que me esté esperando allí Aurina con una tortilla de patata, la bota de vino y la guadaña bien cabruñada. Por lo menos la mitad del Cotallón tiene que caer, que para eso son los días largos, para segar mientras uno pueda distinguir la yerba de la sebe.
Pero como no me duerma, no sé si seré capaz siquiera de subir hasta el Cotallón. Si se pudiera dormir mientras se camina, aprovecharía esa hora y media perdida de todos los días.
Ahora que, si siego el Cotallón, mañana Manolín nada de ir a la escuela. Que vaya a esparder la yerba. Sólo que en vez de esparder la yerba Manolín, lo está haciendo Ramirón, el vigilante, y de pronto se pone a comer la yerba, y yo le digo: no comas la yerba, que es para la vaca. Entonces anda una vaca por la mina y todos decimos que la empresa no debería de andar cambiando mulas por vacas. Pero es una vaca especial, porque está cantando: Pisa morena, pisa con garbo...
Marisa no tuvo que levantar el auricular para saber lo que le iban a decir al otro lado del hilo telefónico: eran las cuatro menos diez de la madrugada y Jaime estaba en el pozu... pero lo levantó.
-Marisa, oye mira que soy Serafín, ¿tas bien?, vete a buscar a la mi muyer, nun tes sola, ye que mira... Marisa oye dime algo...
Marisa colgó el teléfono sin decir nada, arropó a Jacobo que dormía en la cuna y comenzó a llorar. Al poco, sonó el timbre. Eran las vecinas. Ellas tampoco dijeron nada.
Diego llegó desde Extremadura, con otros mozos de su pueblo, a ganarse la vida, en las minas de Asturias.
A los pocos meses, en el mismo tren, llegaron las mujeres, con los niños, casi todos muy pequeños.
Siempre había trabajado con los animales o en el campo, sembrando, vareando la aceituna, recogiendo espárragos.
No se acostumbraba a trabajar bajo tierra en la oscuridad de la mina. Se despertaba por la mañana y lo primero que le venía a la cabeza era el ruido de la puerta de la jaula al cerrarse. Sentía como si una mano invisible le estuviera apretando las entrañas.
Mateo, el picador con el que trabajaba, le dijo que cuando no aguantara más, lo que se hacía era darse un tajo con el "hachu", pero que había que saber hacerlo: si él quería lo ayudaba.
A Diego, al principio, le horrorizó la idea. Pero aquella mañana, mientras se vestía, decidió que a la hora del bocadillo hablaría con Mateo.
Era Marcial, el hijo de Doña Paquita "La Costurera", hasta el día que abandoné mi pueblo de Castilla. También cambié el color ocre y amarillento de los prados y aquellas llanuras de terreno que se extendían como un mar en el horizonte... por un valle entre montañas, gris y sucio, pero con abundancia de trabajo. Así, en busca de un mejor futuro, un día me fui y comencé mi andadura como trabajador en la mina.
Empecé como ayudante minero de un picador alto y fuerte como una torre, al que todos allí llamaban "el Llobu", porque carecía totalmente de oído musical y cuando cantaba en la rampla, emitía más bien aullidos semejantes al animal que llevaba como mote.
Era socarrón y amigo de burlas, y en cuanto me vio, empezó a llamarme "Llinterna", porque le recordaba a un tipo que salía en televisión, al que se le podían contar las costillas, y siempre parecía tener cara de susto. A mí, no me gustaba tal apodo, la verdad, como tampoco el tipo de bromas que se gastaban entre sí los mineros, provocadoras e insultantes, pero que ellos acogían con buen sentido del humor. Yo me sentía seguro con aquel minero, que tenía gran experiencia y unos cuantos años de mina a sus espaldas. Aunque no podía evitar que se me pusiese un nudo en el estómago cada vez que cogíamos la jaula, muchos más de los que en realidad deberíamos entrar. Allí, valiéndose de la oscuridad, el silencio era interrumpido por el gracioso de turno, que daba algún manotazo en la cabeza de otro compañero, siendo respondido por el agredido con una serie de tacos y palabras malsonantes que levantaba un coro de carcajadas. Y empezaba el descenso por aquel agujero interminable, en una oscuridad absoluta y un olor como a manzana podrida que se te metía en la piel al igual que el polvo y la humedad.
Al llegar a la planta comenzábamos un camino de uno o dos kilómetros por un suelo irregular, de barro, piedras, charcos..., más de un golpe me llevé por el saliente de alguna madera.
Poco a poco, fui cogiéndole el gusto a eso de ser minero, me sentía orgulloso, y, si bien el trabajo era duro y el polvo del carbón se metía en los pulmones hasta ahogarte, había una atmósfera de solidaridad y compañerismo como en muy pocos sitios.
Una mañana que quedó grabada en mi memoria, porque me perdonó la vida, o la suerte tal vez...., "El Llobu" empezó a presionarme: "Venga guaje, espabila, haber si acabamos pronto la tarea y salimos temprano. "Llinterna", ¿que faes?, ¿tas dormiu o qué?"
Todo fue muy rápido, la mina empezó su letanía de crujidos y de pronto un derrabe hizo que toneladas de carbón taponaran la salida. Quedé semi-enterrado, el gorro con su foco de luz se apagó y pensé que acabarían mis días en aquel infierno. Cuando llegó a mis oídos, aunque algo lejana, aquella voz amiga pronunciando aquél sobrenombre que tan poco me gustaba y ahora me sonaba a gloria bendita.
-"Llinterna", guaje, contesta, ¿tas bien?
"El Llobu", con ayuda de otros compañeros que estaban cerca me sacaron de allí.
-Ya te dije que quería salir temprano, pero nun pensé que fuese tan luego, me dijo.
Yo sonreí, y comprendí que tras de aquella manera burlona de hablarme, él también tenía un buen susto encima.
-La mina ye traicionera guaje, pero se te mete dentro, y llegues a querela.
En el camino de salida pensé que en las entrañas de la tierra, muchos hombres como yo, ganaban el pan con el trabajo duro y peligroso del minero, expuestos a sufrir en cualquier momento un derrabe de carbón, una explosión de grisú, la caída de un costeru o piedra, y el polvo del carbón que secaba poco a poco los pulmones.
Y al final de la jornada, con la ropa cubierta de barro y sudor, y la piel tan negra como el mismo mineral, volvían a la jaula, pero esta vez, hacia la luz de un nuevo día.