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El papel de la clase obrera en la transición
El Sindicato, diciembre de 2005

FRANCISCO PRADO ALBERDI
Presidente de la Fundación Juan Muñiz Zapico
En las últimas semanas hemos asistido a la celebración del 30 aniversario de la muerte de Franco y del nombramiento de Juan Carlos como Rey de España. Casi todos los medios de comunicación han presentado el proceso con una gran simplicidad: Franco muere y se acaba la dictadura, Juan Carlos es nombrado rey y comienza la democracia. Lo preocupante es que este fenómeno de tergiversación de la historia ha calado en la sociedad y, sobre todo, en las personas más jóvenes.

Considerar que la transición a la democracia fue fruto de la voluntad y de la habilidad de unos pocos es, además de una injusticia histórica, un olvido con fuerte carga ideológica; al olvidar el protagonismo que tuvieron los españoles en este proceso se trata de negar, o al menos minimizar, el valor de lo colectivo, de cómo los pueblos cuando se mivilizan pueden cambiar los planes de sus "dirigentes" y construir un futuro diferente del que le quieren imponer.

El sistema democrático que no tenemos noe staba decidido, ni mucho menos planificado a partir de la muerte del dictador y de la instauración de la monarquía. Existía la intención de obtener una homologación del sistema por la llamada comunidad internacional, pero se pretendía conseguir con el menor número de concesiones posibles: al principio con la apertura del propio régimen, más adelante con una democracia controlada que llegaría a una socialdemocracia inventada y creada por la oposición más moderada a la dictadura, más tarde se llegaría a admitir, como consecuencia de la presión internacional, una democracia limitada al PSOE como única fuerza política de la izquierda. Al fin y al cabo se trataba de cambiar manteniendo el poder en manos de los mismos.

Pero si había una auténtica bestia negra de los "poderes fácticos" (el militar incluido) era el problema sindical. En aquel momento sólo existía una fuerza real entre la clase trabajadora de todo el país, las Comisiones Obreras (todavía un "movimiento socio-político organizado"), por eso había que favorecer la recuperación de otras organizaciones prácticamente inexistentes. No es casual que lo último que se desmantele de la dictadura sea todo aquello que tenía que ver con el mundo del trabajo. Hasta marzo de 1977 no se aprueban las reformas laborales que reconocen, entre otros, el derecho de huelga y hasta ese mismo momento no se legalizan los sindicatos (un detalle muy significativo es que se hace más tarde que con el PCE); la disolución de la estructura del sindicato vertical (organización sindical franquista) se lleva a cabo el dos de junio, en plena campaña de las primeras elecciones democráticas.

Somos muchos los que recordamos 1976 como el año más largo de nuestras vidas, y es que durante ese tiempo se vivió una auténtica vorágine de acontecimientos. la lucha por las libertades se hacía paso a paso, forzando la legalidad de manera que cada concesión que se hiciera por el poder fuera un instrumento para obligarles a dar otro paso más. Lo que un día podía parecer un gran avance al siguiente se manifestaba como totalmente insuficiente.

Por otro parte, las fuerzas que pretendían "cambiarlo todo para que nada cambiase" eran muy poderosas. Quizás ahora resulte difícil entender el peso que todavía tenía en la sociedad española el recuerdo de la guerra civil y cómo la derecha más recalcitrante lo utilizaba a su favor haciendo uso de los resortes del poder, que todavía tenía en sus manos. Sólo la movilización permanente de las fuerzas auténticamente democráticas logró contrarrestar la inercia inmovilista.

En este proceso el papel del movimiento obrero fue determinante. En el año 1975 se perdieron 14 millones de horas de trabajo por huelgas, y en 1976 esta cifra subió hasta los 150 millones, afectando a casi 3 millones de trabajadores. A esto debemos añadir la casi permanente presencia en las calles de manifestaciones y concentraciones que desbordaban a las fuerzas de seguridad.

Aquellos que entienden la política como una actividad institucional y que pretenden limitar la aprticipación de los ciudadanos en ella al derecho al voto, reconocen estos hechos pero los ciñen exclusivamente al ámbito laboral, admiten como mucho que eran expresiones de un ansia de libertad que como hábiles y sensibles políticos supieron utilizar y canalizar. Nada más lejos de la realidad: la calle estaba por delante de la mayoría de ellos.

Cómo puede hablarse de movilizaciones estrictamente laborales cuando en la mayoría de las plataformas reivindicativas se exigían cuestiones como la amnistía, la libertad sindical y de reunión (algunas llegaron hasta al derecho al aborto) o cuando se consideraba la readmisión de los despedidos de cada empresa como una condición indispensable para la firma del convenio...

En todo este proceso movilizador el papel de las COmisiones Obreras fue fundamental. Contábamos con una estructura flexible, capaz de adaptarse rápidamente a cada momento, pero sobre todo éramos una organización ligada a los trabajadores de cada empresa a través de un instrumento que había sido nuestro origen y que en aquel momento se convertía en nuestra princiapl arma: la asamblea. En ella se debatía, se concienciaba y se tomaban las decisiones.

El protagonismo de nuestra clase y de lo que hoy es nuestro sindicato en la conquista de las libertades debe llenarnos de orgullo, pero sobre todo debería obligarnos a hacer un mayor esfuerzo en la tarea de recuperar la memoria histórica. De nuestro pasado reciente pueden, y deben, extraerse lecciones útiles para nosotros y para el conjunto de la sociedad.

Hoy asistimos a una lenta recuperación del recuerdo de la guerra civil y de la posguerra, pero parece existir una confabulación para olvidar, cuando no tergiversar, lo que fue la trasición a la democracia. Quizás poruqe su relativa cercanía y las lecciones que puedan sacarse de este proceso resulten incómodas y cuestionen muchas de las cosas que hoy están ocurriendo y que pretenden presentársenos como inamovibles.