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El Tío de la mina en los cuentos de Víctor Montoya
Fernando Jorge Soto Roland
El Tío y el Carnaval en "Cuentos de la mina"
Alberto Guerra Gutiérrez
Víctor Montoya y los cuentos de la mina
Rosario Quiroga de Urquieta
Lectura de cuentos mineros
John Argerich
Relatos mineros
Gaby Vallejo Canedo
La Gran Muerte
Alfonso Gumucio Dagron
Mito y realidad en la literatura minera
Raúl Rivadeneira Prada
Cuentos de la mina
Giancarla de Quiroga
El entorno social y mítico de los mineros
Leonardo Rossiello
La tradición oral en "Cuentos de la mina"
María Luisa Moreno
Los cuentos de la mina de Víctor Montoya
Guillermo Delgado P.
Las minas, la literatura y la cosmovisión ancestral
Julián Vásquez Lopera
El elemento mágico de las minas en la obra de Víctor Montoya
Valeria Murru
En las profundidades del subsuelo boliviano dicen que existe un ser con poderes extraordinarios; una entidad sobrenatural que combina, sincréticamente, creencias precolombinas y europeas, desde hace ya varios siglos.
Los mineros de Potosí y Oruro, que consumen sus vidas en aquellas galerías, lo apodaron el Tío y levantan en su honor impactantes estatuas votivas, hechas de greda, como queriendo materializar sus temores y angustias, para así conjurarlas con mayor éxito.
Le deben respeto porque del Señor de la Mina depende la buena suerte o el fracaso; incluso la vida y la cordura de los que incursionan en las entrañas negras del altiplano.
Por eso hay que pactar "fausticamente" con el Tío, sometiéndose a una antigua relación de reciprocidad andina –muy ajena al egoísmo occidental– en la que "dar para recibir" es norma y regla insoslayable. Y no importa cuanto valor, coraje, honor, sabiduría popular o machismo esgrima el minero. La traición, la indiferencia al socavón y a su dueño, se castiga cruelmente con la muerte o el lacerante destino de vagar perpetuamente entre las sombras siendo un "alma en pena", un fantasma llorón y vengativo, que reniega de la salvación eterna anunciada por la fe que viajó en las carabelas.
Y fueron de esos barcos de donde bajaron algunos de los elementos constitutivos del Tío, especialmente los de su iconografía, idéntica a la del Diablo católico; como así también gran parte de su comportamiento lascivo y amoral que tantas veces nos lleva a relacionarlo con tabúes del Occidente medieval y moderno, tales como el sexo, la muerte, la misoginia y el eterno miedo a la mujer, con la que la mina queda indefectiblemente asociada.
No hay duda de que las llamadas narraciones folclóricas reflejan los valores de la sociedad que las transmiten y que esos relatos nos muestran la cultura en su estado más puro; permitiéndonos desentrañar directamente el "ethos" de un pueblo. Es a través de esas historias fantásticas que accedemos a un estrato de valores universales –que cada pueblo actualiza de manera particular– y que nos hermanan como miembros de una sola y única especie.
En el fondo de las diferencias laten las mismas cosas.
Los castigos, los premios y temores, esperanzas, recompensas y sueños, son idénticos; pero arropados de tal manera que, desde nuestra propias "vestiduras", nos resultan muchas veces incomprensibles.
Cada oficio –cada profesión– constituye un universo en sí mismo; una realidad autónoma que intenta, algunas veces con sinceridad, otras hipócritamente, relacionarse con realidades ajenas, venciendo su orgulloso solipsismo y tomando prestado preguntas, técnicas, temas y métodos para así generar un discurso más amplio, tolerante y aceptado por los demás.
Pero es común que los valores, premisas y cosmovisión de ese oficio no encuadren con los del resto; y sólo una "New Age" desprejuiciada, delirante y falsamente optimista, logra lo que el buen juicio responsable no puede conseguir: unir lo que no puede unirse. Aún así, cuando esto ocurre y la "melange" se actualiza, el resultado suele ser un "pastiche" ininteligible que nada –o muy poco– tiene que ver con el legado lógico-racional que nos dicen recibimos de la Grecia Clásica.
Algo de todo esto hay cuando uno se sumerge en los laberintos de un oficio que no es el propio; y tal como reza el refrán castellano –"cuanto más lejos más raro"– es inevitable el extrañamiento, la sorpresa y el asombro, al incursionar por el terreno existencial de los mineros del altiplano boliviano.
Para un occidental es sencillamente exótico, romántico y al mismo tiempo intrigante. Uno ve sacudidos sus esquemas referenciales y, si se es algo indulgente, hasta puede relativizar las tradiciones en las que se ha formado.
Eso me ocurrió hace ya más de veinte años, en mi primer viaje a Bolivia y Perú, cuando una tarde me topé impensadamente con la leyenda del Tío y su impresionante estatua, en la galería de un socavón del que no recuerdo siquiera su nombre.
Aquel fue un momento axial; un quiebre en mi madura adolescencia que despertó el interés por conocer profundamente ese universo mágico e ignoto del que no tenía referencia alguna. Por algún motivo –que ahora descubro– el Tío me empujó al campo de las humanidades y de la historia, terreno en que hoy me desempeño.
Recién entonces pude acercarme un poco a la cosmovisión de aquellos mineros altiplánicos y sus creencias, sin caer en reduccionismos estúpidos, guiados por la ignorancia intolerante de Occidente, y aceptar que hay muchas realidades; que ninguna es superior a la otra. Que simplemente son diferentes y que cada grupo étnico construye la propia con lo que puede y tiene. En el caso latinoamericano, una incruenta herencia de conquista, explotación, dolor, dependencia, hambre y sueños largamente añorados pero nunca concretados.
En mi opinión, el maravilloso libro de Víctor Montoya, "Cuentos de la mina", aclara desde la literatura todo aquello que los historiadores no podemos captar con la sencillez e inmediatez que es tan propia de los escritores de raza. Y Montoya ha probado sobradamente que lo es.
En su obra, sin teorías venidas de otros oficios, el autor recrea con naturalidad el imaginario del minero boliviano a través de una serie de cuentos en donde quedan plasmadas las desdichas y esperanzas de ese colectivo humano utilizando como marco de encuadre a uno de los personajes más emblemáticos del sincretismo americano: El Tío de la Mina, dueño sobrenatural y soberano absoluto de la oscuridad y sus riquezas.
¡Cuánto tiempo y alambicadas lecturas me hubiera ahorrado de haber accedido antes a estos cuentos!
Es que en ellos se sintetiza artísticamente una forma de ver el mundo que parece agonizar frente al embate de la globalización. Una creencia que cristaliza el mestizaje heredado de la conquista y una manera de interpretar la realidad circundante en la que los límites impuesto por la razón occidental están ausentes.
"Cuentos de la mina" nos permite incursionar en una realidad que, gracias al trabajo de Víctor Montoya, permanecerá en la memoria de las generaciones curiosas del futuro; aún después de las desapariciones de los socavones y del Tío mismo.
Y he aquí la importancia adicional del libro. Porque más allá de sus valores literarios, de la difícil técnica de escribir bien y sencillo que sus páginas revelan, está la tarea de "recopilador" y "conservacionista" de tradiciones desplegadas por su autor.
El Tío puede quedarse tranquilo.
Su legado perdurará gracias al trabajo amorosamente practicado por Montoya.
Fernando Jorge Soto Roland es escritor e historiador argentino.
Este libro es el fiel reflejo del pensamiento, los sentimientos, usos y costumbres que caracterizan a las poblaciones mineras bolivianas y su entorno físico andino, ya que los hechos en él relatados, se desarrollan en los centros mineros de Siglo XX, Potosí y Oruro, en cuanto a las manifestaciones mitológicas y legendarias que dan origen a acontecimientos culturales de extraordinaria magnitud, como el Carnaval de Oruro y los ritos litúrgicos propios de una religión ecléctica que rige en América desde el desenlace de la dominación española.
En efecto, la implantación del cristianismo por acción conquistadora, ha servido para el nacimiento y vigencia en América en general, y en Bolivia en particular, de una nueva manifestación cultural, resultado de la unión y mezcla de sus características, con otros valores espirituales y rituales regionales nativos, dando paso a lo que muy bien se puede identificar como folklore religioso, por su esencia ecléctica que admite la participación compartida de deidades propias del cristianismo con milenarios dioses locales en aras comunes y ritos combinados, logrando un equilibrio emocional de profunda fe religiosa, al margen de cualquier sospecha de manifestación pagana.
Estos cuentos, patéticos en su descripción y esencia mágico-realista, se eslabonan por una constante motivadora que significa la presencia de un personaje mitológico transfigurado, como es el Tío de la mina.
En el marco de la aculturación señalada, tres personajes legendarios, pertenecientes a diferentes culturas, son confundidos también en la explicación de la presencia del Tío en ámbitos mineros bolivianos: Huari, el milenario dios de los urus, primeros habitantes de la región meridional del altiplano andino; Supaya, deidad terrígena del universo kolla de habla aymara, adoptado más tarde por los quechuas con el nombre de Supay, a raíz de la conquista protagonizada por el Imperio Incaico en parte del territorio del Kollasuyo; y el Diablo, que llega al "Nuevo Continente" en las carabelas de los conquistadores españoles, formando parte de la doctrina del cristianismo.
Es indudable que el régimen colonial no sólo sometió a las poblaciones nativas por la fuerza de las armas, sino que utilizó al cristianismo, más propiamente al catolicismo, como método de sometimiento sobre la base del miedo al castigo de un "verdadero Dios", imprimiendo así en la mente de los nativos, la vigencia del infierno y el diablo como enemigos del bien y fuentes de todo mal y degradación humana; esquema desde luego desconocido en el medio y fuera de toda lógica religiosa andina, pero que obligaba al sometimiento a sus determinaciones, estableciendo de hecho la confusión, y entronando definitivamente al diablo en el pensamiento y sentimiento populares nativos.
A partir de esta circunstancia, el Carnaval de Oruro y otras manifestaciones tradicionales del acerbo folklórico, se caracterizan por la mezcla y confusión de los hechos mismos, de sus características primordiales, de sus personajes y detalles más significativos como son los ritos y las ceremonias. Así, el Carnaval, por ejemplo, como fenómeno trasplantado de Europa a nuestro continente, pasa de lo original pagano a lo ecléctico religioso.
Al margen de todo decoro bíblico, el diablo entra en el templo católico y rinde homenaje a la Virgen de la Candelaria o del Socavón.
Venimos desde el infierno
a pedir tu protección
todos tus hijos los diablos
¡Mamita del Socavón!
Las cuentas de tu rosario
son balas de artillería
defiéndenos pues con ellas
ya de noche, ya de día.
El Tío de la mina, que es la representación de Huari, milenario dios y bondadoso protector de los urus, es identificado con el diablo de los conquistadores, y, dotado de cuernos y vestido con el lujoso atuendo de fantasía, tipifica a Satanás de la danza de los diablos, o de la diablada del Carnaval orureño; arbitrariamente se traduce el término diablo con el sustantivo propio Supaya o Supay, que es el nombre de la deidad kolla equiparada a Huari.
"Cuentos de la mina", frente a este panorama de confusión y nuevas concepciones sobre el diablo y el infierno, recrea una serie de relatos que, al calor de la intensidad existencial desarrollada en los señalados centros de explotación minera, se revelan como creencias y supersticiones generadas por la prédica moralizadora de la Iglesia y la natural fantasía popular, determinante de ese realismo mágico y mítico al que se refiere su autor, destacando otros fenómenos y personajes que enriquecen el acerbo folklórico, como es el caso de los "encantamientos" y los "aparecidos", como fuentes que generan nuevos mitos y leyendas, que Víctor Montoya nos transmite en forma de cuentos: "La K'achachola", "La Palliri", "La chola uncieña", "El hijo del Tío", "El Juku y la Viuda", "La Chinasupay"," El monstruo de la mina" y "El último pijcheo", sin omitir ningún detalle de lo misterioso e impresionante de las referencias recogidas de viva voz entre la gente de las poblaciones mineras.
En síntesis, "Cuentos de la mina" es un libro en el sentido estricto del término, porque se rige por un espíritu central, que constituye la presencia del Tío, como columna vertebral de su estructura, complementada por temas míticos y otros propios del laboreo minero, más un panorama costumbrista y festivo relativo al famoso Carnaval de Oruro. Un conjunto de muy bien logradas narraciones sobre temática minera y un nutrido glosario de términos regionales, derivados de la lengua aymara, quechua y del característico habla popular de los trabajadores del subsuelo boliviano.
Alberto Guerra Gutiérrez es poeta, ensayista y folklorólogo. Miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
El escritor Jaime Martínez Salguero en su libro "El relato minero de Bolivia", afirma: "El arte tiende a elaborar estados colectivos de conciencia sólo cuando el escritor vive aquello que lo angustia; cuando abre sus ojos y palpita al unísono del problema colectivo. Cuando es testigo viviente de su tiempo". Al respecto, como una respuesta consecuente con este concepto, en la dedicatoria que hace en "Cuentos de la mina" su autor, el escritor Víctor Montoya, declara que: "en estos cuentos se podrá advertir el realismo mágico y mítico de la mina y los mineros, con quienes compartí y conviví de cerca. Conozco la miseria de sus hogares, el drama de sus luchas y la tragedia de sus vidas".
Nos confiesa, también, que sus relatos (que fueron transmitidos de generación en generación en forma oral) son el recuerdo que guarda su memoria afectiva... Nos dice: "aún recuerdo el día en que mi abuelo me refirió por primera vez la leyenda del Tío".
Al leerlos percibimos, sentimos esa autenticidad, espontaneidad, frescura de la narrativa oral, a la que Víctor Montoya revitaliza y recrea dentro la escritura literaria del cuento, dándolo esa atmósfera original, personal, que transmite su mundo espiritual a los personajes que mueve en la ficción.
En la historia de la narrativa boliviana (novela, cuento, relato) dedicada al minero y al mundo de la mina, hay obras que a partir de la fábula tienen como propósito lograr la reivindicación política, económica y social del minero, con temas como la búsqueda de la riqueza, riesgos en las actividades laborales, la conversión del indio agricultor en el proletariado minero, la organización social y política, sus luchas sindicales, huelgas, masacres, etc.
"Cuentos de la mina" dirige su mirada al universo fantástico de la mina y el minero, a las leyendas, ritos, signos que encierran los socavones y las relaciones sentimentales que establecen con sus habitantes. Los cuentos de este libro han tomado su alimento de esa mentalidad mágica que crea formas de observar la realidad circundante cuyo centro, al cual convergen los dolores y placeres que experimentan hombres y mujeres, es el Tío, deidad fálica (miembro grande, erecto y grueso), para unos, demonio, para otros la energía vivificadora que permite el éxito y la realización de los deseos.
La figura del Tío (tema central y generador en el libro), unida a la del cerro, la mina, los socavones, en actitud mágica orienta y condiciona la mentalidad de sus habitantes hacia lo sobrenatural, por eso él puede ser benévolo o sanguinario según sus caprichos o antojos. Haremos un recorrido por la multifacética expresión de la mente y la espiritualidad de este personaje al que Víctor Montoya ha logrado manejarlo con calidad literaria y conocimiento.
El Tío es vengativo, él espera que se le rindan los honores y ofrecimientos con dedicación, respeto y temor. La imagen del Tío debe ser primero. Sinforoso Choque enloquece y muere porque no le ofreció su alcohol ni su coca, ni le prendió el k'uyuna (cigarrillo) en la boca.
Oh, el Lamero, movido por fuerzas extrañas vuelve desde lejos a cumplir su condena y morir en la mina. El Timbrero, a quien, movidas por el Tío, lo alcanzan las brujerías de los familiares de los mineros muertos en el ascensor.
"El Tío es el único que se atreve a medir sus fuerzas demoníacas con las fuerzas divinas de Dios", así se produce el sincretismo, cuando lo pagano y religioso mueven la mente y el espíritu de los personajes. El abuelo, personaje del cuento "El castigo del Tío", dice: "Los humanos no estamos solos, vivimos acompañados de Dios y el diablo".
Con el Tío hay que ser correcto y cumplir con los pactos que se hace con él. No sirven las huidas, siempre se vuelve a él: "La Palliri que no perdió su belleza ni la costumbre de vestirse con botas, overol y guardatojo, volvió a entrar en el interior mina donde el Tío la esperaba con los brazos abiertos y la alegría en la mirada".
El Tío se transfigura en múltiples personajes, como en el cuento de "La K'achachola" hace su aparición como mujer envuelta en una aureola rojo-naranja, parecida a la Virgen del Socavón, y luciendo un cuerpo seductor invita a apagar el fuego del deseo, pero sólo conduce a la muerte.
El Tío es seductor, libidinoso, de apetitos sexuales incontrolables que le llevan a cometer violaciones con crueldad y desenfreno. Por ejemplo, en el relato de "La chola uncieña", basado en la leyenda sobre el mito del cerro Uncía, con descripciones que hacen gala de magia, ficción y realismo.
Así el Tío engendra con la hija del minero un hijo que no llega a nacer y que es enterrado con su madre, hasta que se convierte en monstruo y duende, y se les aparece a los que perdieron la razón de tanto pijchar coca y beber.
Dejamos abierta la curiosidad para que otros lectores disfruten de: "El último pijcheo", "El Juku y la Viuda", "El diablo de la envidia", "El timbrero", "El monstruo de la mina", "La furia del Tío", "La K'achachola" y "El Lamero", entre otros.
Víctor Montoya, además de estar en una práctica constante del aprendizaje de la escritura, es un estudioso e investigador. En una entrevista que se publicó en el periódico "Opinión", nos comenta sobre sus concepciones y criterios sobre la materia y el andamiaje en el arte de escribir cuentos. Qué mejor ejemplo que la lograda estructura de los cuentos que compone su último libro, los cuales trascurren en narraciones y descripciones puntillosas que comprometen la emoción del lector, el interés, expresadas en un lenguaje tan correcto en su formalidad gramatical como literario, ágil y espontáneo en su contextualización, y enriquecido con términos quechuas y aymaras.
Leer los "Cuentos de la mina" es desandar el camino de ese mundo de mitos y leyendas que forman parte de nuestra tradición e identidad. Una vez más Víctor Montoya es consecuente con la razón y los estímulos que le dictan su compromiso con la historia y la cultura de su país.
Este libro de cuentos debería llegar a nuestra juventud para que no sólo conozcan, sino también disfrute de todo ese complejo conjunto de pensamientos, sentimientos y costumbres que forman la base de nuestra cultura.
Rosario Quiroga de Urquieta es narradora, poeta y ensayista.
He leído "Cuentos de la mina", de víctor Montoya, y la obra dejó nítidos recuerdos en mi memoria. Son relatos donde la realidad se diluye en el mundo de lo fantástico, al extremo de ser difícil delimitar ambos entornos. Sin duda, una obra que sólo pudo ser escrita por un profundo conocedor de la cultura boliviana, pues denota vivencias imposibles de adquirir fuera del país hermano. Más concretamente fuera de esa enorme altiplanicie donde los Andes se hunden en el cielo, para crear la mística que campea en todo el libro.
A mi juicio, ésta es una obra de características poco comunes, porque plasma un valioso conjunto de mitos y tradiciones, poco conocidos en el resto del mundo hispánico. Su prosa fluida en vibrante castellano atrapa desde el comienzo, acicateando el interés por cada página. Y eso la convierte en un medio idóneo para popularizar una cultura rica en matices insospechables para el lector corriente. Su mitología y el medio físico, que condicionan la vida cotidiana, en un mestizaje de tradiciones indígenas y españolas, como tesis y antítesis generadoras de otro entorno cultural.
Esa dinámica se plasma en "Cuentos de la mina", con el brillo que sólo alguien como Víctor Montoya pudo darle, convirtiendo al libro en un valioso aporte a la difusión de la cultura boliviana.
John Argerich es narrador, poeta y periodista argentino.
"Cuentos de la mina", de Víctor Montoya, parece haber surgido desde uno de los aterradores círculos del infierno dantesco. Tal es la fuerza narrativa, que el lector se queda sobrecogido por el espanto. Lo más sui géneris, es que muchos de los cuentos ya los hemos conocido por la memoria oral de los pueblos mineros o los hemos leído en algún otro autor, pero los relatos de Montoya, tienen un manejo sobrecogedor del miedo.
Probablemente, elementos como la muerte violenta, el Tío o demonio ingresando en la vida de las personas, las vísceras humanas abiertas, el sexo y el ano violentados contra-natura, los pulmones podridos, las relaciones sexuales entre demonio y humanos, el interior de las oscuras galerías como escenario, las situaciones monstruosas y el entorno maléfico hacen que los relatos de Montoya cobren una fuerza tremenda que escalofría al lector. Todos estos componentes, en la narrativa de Montoya, se están cruzando constantemente, alimentándose entre sí, transfiriendo una alta tensión de terror a la totalidad del relato.
El último cuento parece registrar un hecho histórico en forma metafórica. En Bolivia, se ha producido en las dos últimas décadas, el cierre paulatino de las minas y el debilitamiento y muerte del poder político de los mineros. Como consecuencia de este hecho histórico, se produce también la dispersión de los mineros por diversos territorios nacionales y por consecuencia, el debilitamiento del Tío, maléfico o benéfico, que sustentaba el mito más poderoso del interior de las minas.
Esta percepción del cierre de todos los símbolos, que incluye el cierre final del Tío, está magníficamente tratado en el cuento titulado justamente "El último pijcheo". No obstante que el Tío, regresando para siempre a sus galerías, lanza una carcajada detrás del minero y le dice, enigmáticamente, una condena: "¿No te das cuenta que estás poseído, carajo?. Que estoy encarnado en tu cuerpo, que formo parte de tu sangre y de tus huesos?..." (p. 111).
Ese mismo elemento, que un ser humano es portador del demonio, encontramos en la "Carta al Tío", con la que el libro finaliza. En ella se entrelazan y confunden el personaje del último cuento, con el autor de la carta que no tiene firma y con el escritor del libro. Todos obsesos y poseídos del Tío. Oigamos su voz o sus voces: "...en el misterioso laberinto de los sueños, asumo tu imagen para hablar con la voz de diablo, como si de veras existieras..." (p. 118). Esta situación existencial del autor, perseguido por el Tío, ha acabado sin duda, por catarsis, gracias a la escritura de los cuentos en los que el personaje se repite. Ahora, el libro y el Tío siguen su camino en busca de los lectores.
El libro de Montoya es una excelente representación del poder de los mitos, que van reproduciéndose en nuevos ropajes, mostrando su atributo de eternidad.
Gaby Vallejo Canedo es escritora, licenciada en Ciencias de la Educación y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
Víctor Montoya es un caracol. Es de los bolivianos que caminan por el mundo con su memoria a cuestas, metida en un caparazón indestructible. Una memoria de olores, sabores y palabras, en la que se mezclan los altos paisajes con las profundidades de los socavones mineros, la lujuriosa selva tropical con la vida cotidiana en los barrios marginales de las ciudades. Aunque lleva más de 23 años en Suecia, es de esos bolivianos que no pierden sus costumbres. Estoy casi seguro de que hace salteñas los fines de semana, aunque sea sin jigote, y prepara chuño en su congelador. Cuando alguien va de visita a Bolivia, le pide que le traiga ají amarillo porque no hay otro, en ninguna parte, que tenga ese aroma y ese sabor.
Sabemos qué vientos llevaron a Víctor Montoya a Suecia, un país en apariencia diametralmente opuesto al nuestro; pero no sabemos qué vientos impidieron que regresara a Bolivia. Desde que tengo contacto con él, primero por correo tortuga y ahora por correo electrónico, he dado unas cuantas vueltas al planeta, he perdido varias veces su dirección y el seguramente la mía, pero siempre hemos vuelto a cruzar nuestros caminos. Lo imagino con cara de sueco, soportando apretados inviernos en Estocolmo, hablando la lengua nórdica con la perfección de quien aprende a sobrevivir en un medio ambiente que no le es propio.
Esa vida memoriosa que lleva Víctor Montoya en Suecia lo ha impulsado hacia la literatura. Escribe como si una mañana se despertara en Uncía y la siguiente en Llallagua. Su narrativa está impregnada de palabras que sólo pueden tener eco en el país más altiplánico de América y que a la vez reafirman su identidad de boliviano en Suecia. Muchos escritores bolivianos no usamos, como Víctor, las palabras que nacen de la cultura de los desplazados, de los marginados, de los olvidados. Víctor Montoya rescata ese lenguaje como un biólogo que busca preservar una especie en extinción.
Su libro de cuentos sobre la mina podría titularse "Cuentos del Tío", ya que la figura del diablo de los socavones es omnipresente a lo largo de los 18 relatos. Este es un Tío vivo, que no está atrapado en su disfraz de estuco. Es un diablo que sale de las profundidades y recorre los callejones oscuros de los campamentos mineros en busca de mujeres carnosas o de mineros desesperados. Aquí también, como en Fausto y con resultados similares, la vida se compra firmando pactos con el diablo.
El escritor repasa su memoria en busca de los personajes más característicos de las minas: el minero, la palliri, el makipura, el timbrero, el lamero, el juku, etc. Rescata prolijamente las tradiciones y leyendas de la mina y se convierte en un cronista del mundo fantástico que emerge del socavón. Sus relatos son metáforas sobre la existencia fantasmal que se atribuye a los mineros más empobrecidos, muertos en vida por la silicosis y la ausencia de horizonte.
La literatura minera ha sido con frecuencia oscura y deprimente (en esa tendencia incluyo alguno de mis propios cuentos), sin embargo, habremos de reconocer que esa representación de desesperanza es una veta literaria que omite las otras características del minero boliviano que lo han hecho trascender por su fuerza organizativa y cultura política. A pesar de esto, lo fantástico en la literatura minera es legítimo, más aún cuando la inspiración proviene de historias heredadas a través de varias generaciones.
Sin haber tenido la vivencia de penetrar en la mina es difícil describir con tanta propiedad esa sensación de ahogo, de oscuridad absoluta y de humedad sexual que se respira en los socavones. Víctor Montoya ha conservado en su memoria de caracol las sensaciones que ahora transmite en sus relatos. Pero además ha sublimado sus recuerdos de infancia y adolescencia en Siglo XX, Llallagua, Uncía y ha potenciado ciertos aspectos de una manera asombrosa. La mina está en su sangre, ya que su propio padre fue trabajador minero en Siglo XX.
El tema dominante del libro, el "leit motiv" que atraviesa casi todos los cuentos es sin duda la sexualidad, pero no la de los humanos sino una sexualidad sobrenatural y exacerbada. No se trata aquí de la "pequeña muerte" que consume a los humanos en el acto sexual, sino de una "gran muerte", una muerte definitiva para quienes se ven en la situación de transgredir la frontera entre la naturaleza y lo mágico.
Montoya logra recrear, especialmente en los primeros relatos de su libro, el ambiente de brutal relación sexual entre el minero (macho) y la mina (hembra). La penetración, la violación, la exploración de las entrañas son algunas de las formas de quebrar la resistencia de la montaña, siempre y cuando el Tío, el mágico y demoníaco regidor, así lo permita. Lo dice uno de los personajes: "La montaña es como una chola. Le levantas las polleras y se te abre entera".
Bien se dice en Bolivia que una montaña en forma de teta casi siempre encierra riqueza mineral. Algunos cuadros de Ricardo Pérez Alcalá, el gran pintor potosino, confunden en brochazos de color una cadena de montañas con una mujer desnuda recostada. El paisaje altiplánico, a pesar de su sobriedad, inspira visiones de hembras, transfiguraciones de la Pachamama.
Las metáforas sexuales en los relatos de Víctor Montoya son reiteradas. En medio de esa carga de violenta sexualidad íntimamente ligada a la muerte, el Tío es el mediador que organiza el mal en las profundidades de la mina, o en las profundidades del infierno, que para muchos personajes de estos relatos es la misma cosa.
La muerte habita el sexo íntimo de la montaña. Al penetrar en sus rincones los mineros desafían cada día a la muerte y establecen con el mineral una relación de conquista sexual. Los que mueren en socavones abandonados regresan a los campamentos mineros convertidos en condenados, cargando eternamente las consecuencias de su comercio con el Tío.
Estos son, sin duda, relatos sombríos, aunque de vez en cuando una chispa de humor negro asoma entre dos párrafos. En uno de los relatos un "juku" se da el susto de su vida al toparse con el Tío. Aterrorizado ruega: "Ave María Purísima", a lo que el Tío contesta con fino sentido de humor, "Sin pecado concebida" antes de matarlo.
Víctor Montoya no había cumplido todavía veinte años cuando aterrizó en Suecia. Su vida de adulto ha transcurrido en ese país generoso y acogedor. Podemos imaginar los lazos profundos de amistad que ha establecido allí a pesar de sus más exaltados deseos de retornar algún día a la patria. De alguna manera, a través de sus libros, ha encontrado una fórmula mágica que le permite vivir una doble vida, sin traicionar su amor por Bolivia y sin abandonar la tierra que le permite tender puentes entre dos países tan disímiles y la vez tan unidos por los valores de la solidaridad.
Alfonso Gumucio Dagron es poeta, narrador, ensayista y cineasta.
Entre los temas mejor y mayormente tratados está el minero, en casi todas sus facetas: la mágica seducción de la diosa fortuna, conocida también como "la fiebre del oro"; las inhumanas condiciones del laboreo en los socavones y su desembocadura en las luchas sindicales; la violencia, amores, tradiciones, tragedias, mitos, leyendas, en fin, la configuración de un mundo en el que se amalgaman, como en los altos hornos de fundición de minerales, la cruda realidad material, la fantasía y los más lejanos sueños.
Poseemos ya un importante patrimonio literario en la narrativa, la poesía y el ensayo inspirados en la minería, desde los tiempos coloniales, con la obra de Arzans de Orsúa y Vela (Anales de la Villa Imperial de Potosí). Un grande y largo vacío existe, empero, con la ausencia de teatro minero.
Dentro del género narrativo, es preciso distinguir entre creaciones acerca del tema minero, en sentido más amplio, y creaciones acerca de realidades y mitos de interior mina, en sentido restringido. En la primera vertiente resaltan las obras de Costa du Rels y Augusto Céspedes; en la segunda, la cuentística de Luis Heredia, René Poppe y Víctor Montoya.
¿Qué cosas corrientes y extraordinarias ocurren dentro de la mina? Esta es la pregunta base de toda construcción literaria en el género que nos ocupa. Muchas cosas ocurren en los socavones. Pero una en particular, atrayente por sus sobrenaturales poderes, es la presencia de "el Tío de la mina", personaje mítico dueño del subsuelo, custodio de las riquezas, magnánimo o avaro, según el valor de la ofrenda, el grado de adhesión y culto que le rindan los pobres mortales; alcohólico, coquero, pervertido y caprichoso; vengativo, de aterradora figura, lúbrico dotado de descomunal falo, barba y cuernos de chivo. Se divierte con los seres humanos: con la misma facilidad con que los llena de fabulosas riquezas, los arroja a la más espantosa miseria material y les despoja del alma.
El Tío y sus hechos dentro de la mina han inspirado diversas creaciones, principalmente relatos cortos, algunos magistrales, dignos de figurar en antologías.
Uno de los narradores que ha tocado el tema de la mina, con evidente acierto, es Víctor Montoya, escritor y periodista nacido en La Paz, ahora residente en Suecia, difusor de la cultura boliviana en el Viejo Mundo, autor de una decena de libros.
Su más reciente publicación titula "Cuentos de la mina", con 18 relatos cortos basados en varias tradiciones que sobre el tema le había transmitido oralmente su abuelo y otras personas desde su infancia, en Llallagua, Siglo XX y Catavi, que el escritor reconoce como "los escenarios constantes de mi mundo literario".
El demonio de la mina (el Tío) está presente en los relatos, si no como protagonista de la acción, como referente de sucesos extraordinarios. Todo o casi todo lo que acontece en los socavones está envuelto en la densa atmósfera demoníaca del Tío. Fuera de sus dominios, a la luz y el aire libre, está el reino del Dios bondadoso. Dice el abuelo en uno de los cuentos:
Los humanos nunca estamos solos. Vivimos acompañados de Dios y del diablo. Ellos son la voz de nuestra conciencia, los generadores del bien y del mal. Además, el Tío es como nosotros, bondadosos y caritativos con quienes nos tratan bien, y crueles y vengativos con quienes nos tratan mal...
El Tío, a veces está presente en todos los momentos de la vida de los mineros, siempre amparado en las sombras de la noche, metiendo la cola en el lecho de los matrimonios, atizando rencillas y homicidios en las cantinas y fiestas populares, disfrazado de Lucifer, demonio de rango y jurisdicción universal. El Tío, en cambio, puede considerarse como una versión minera del supay andino, una subespecie del diablo. Por eso, en el cuento "La chola uncieña", el personaje maligno que seduce a la bella joven mestiza, se presenta con aspecto de hombre guapo, elegantemente vestido, diestro jinete para robarse a la chola en ancas de su caballo y poseerla brutalmente en una loma, sellando así la condenación de la lujuriosa hembra. Este es Lucifer o Satanás, de cuya apariencia, empero, puede cubrirse el demonio minero, según afirma Montoya en su "Carta al Tío".
Después (en el Carnaval) te disfrazas de Lucifer y sales de la mina, con la alegría de bailar en la fraternidad de los diablos...
"Cuentos de la mina" condensa la vida del minero boliviano, totalmente sujeta al poder del Tío. El estilo claro y directo del autor permite una lectura placentera e ilustrativa acerca de uno de los mitos más arraigados en la cultura andina.
Raúl Rivadeneira Prada es escritor, periodista, catedrático en Ciencias de la Comunicación y miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.
Víctor Montoya, escritor paceño residente en Suecia desde 1977, pese al tiempo y a la distancia, mantiene un vínculo literario permanente con Bolivia, en especial con la temática minera, con la que se inició y que en 1984 lo hizo acreedor del primer premio en el concurso nacional de la UTO, con su cuento "Días y noches de angustia", que trata de la represión militar en un centro minero.
El autor conoce muy bien el interior y exterior de la mina, por provenir de una familia de tradición minera y porque desde niño vivió en Siglo XX y en Llallagua. La temática de su último libro, "Cuentos de la mina", se aleja, sin embargo, de la denuncia de las condiciones de vida de los mineros que inspiró a muchos narradores y poetas bolivianos, desde Fernando Ramírez Velarde, René Poppe y Alcira Cardona, sólo para citar algunos.
El libro tiene un glosario que permite al lector familiarizarse con los términos utilizados por los trabajadores del subsuelo; en los 18 relatos, Víctor Montoya recoge y recrea mitos, leyendas y material de la tradición oral, cuyo protagonista es el Tío, ser mítico, contradictorio, sagrado y demoníaco; divinidad siniestra temida y venerada a la vez, con la cual los mineros tienen que congraciarse y pactar, porque puede brindar protección y riquezas, permitiendo el descubrimiento de ricas vetas, o bien ejercer su poder siniestro sobre la vida y la muerte de los incrédulos o de los que no le rinden pleitesía.
El autor consigna un epígrafe que recoge el título de una obra de Adolfo Costa du Rels: "Los Andes no creen en Dios", y en realidad, los mineros tampoco, su dios es el Tío, la encarnación del diablo, el enemigo de la religión del poder y de la conquista. Sin embargo, paradójicamente, el culto a la Virgen del Socavón es profundamente arraigado en los trabajadores del subsuelo, ellos necesitan de ambas divinidades, éstas no se oponen, se complementan.
Como en la literatura tradicional, Montoya muestra al Tío entronizado en la mina "acostumbrado a vivir entre galerías húmedas y oscuros pasadizos, con temperaturas frías y temperaturas sofocantes" (p. 101), esperando el homenaje y el tributo de los mineros.
Sin embargo, en algunos relatos, el autor rompe la tradición: el Tío sale de la mina y cobra aspecto humano, la mayoría de las veces, para desplegar sus artes de seducción; así, en un cuento "salta por el ojo de la cerradura y se mete en el cuarto oscuro de las mujeres" (p. 17), donde seduce y embaraza a una hermosa chola. En otro, por una apuesta, deja su trono labrado entre las rocas de las galerías, desde donde ejerce su dominio, para meterse en la cama de la mujer de un minero. En otro relato, "ronda por el campamento minero en busca de un amor perdido" (p. 63). En un cuento, sale de la mina "dispuesto a hacer germinar su semilla en el vientre de una de las mujeres" (p. 71). Finalmente, en otro relato, el Tío vengativo cobra el aspecto de un anciano y visita la casa del abuelo del autor para castigar su falta. En otras ocasiones, la divinidad de los socavones adquiere formas femeninas para seducir a los mineros y arrastrarlos a los abismos mortales de la mina.
Las diferentes narraciones muestran al lector los múltiples aspectos del interior y exterior de la mina, descubren sus rituales propiciatorios y sus prodigios, como en el cuento "El Timbrero", expresión genuina de lo "real maravilloso" que ha caracterizado a la literatura latinoamericana de las últimas décadas.
"Cuentos de la mina" vendría a ser una especie de biografía del Tío, es un libro que con sus relatos fascinantes, sus minuciosas descripciones en un lenguaje fluido, en ocasiones poético, y sus ilustraciones, constituye un valioso aporte al conocimiento de las creencias, mitos, ritos y leyendas que desde siglos, sustentan el mundo de los trabajadores mineros.
El libro se cierra con una carta del autor al Tío, el cual se muestra de cuerpo entero, "con su traje hecho de luces y de sueños" (p. 117), misiva que podría interpretarse como un homenaje a esta divinidad que al parecer, desafiando los fríos nórdicos, aún acompaña e inspira al escritor.
Giancarla de Quiroga es escritora y profesora universitaria.
Leer "Cuentos de la mina" significa sumergirse en el mundo sincrético de las creencias mineras de Bolivia. A lo largo de la lectura de casi una veintena de textos, heterogéneos en su composición pero homogéneos en su intención, el lector termina comprendiendo la cabal significación del epígrafe que abre el conjunto: "Los Andes no creen en Dios", de Costa du Rels. De modo a veces costumbrista, por momentos anecdótico o cronístico, y en ocasiones con el rigor propio del género cuento, los textos, como si fueran galerías de una mina, se van adentrando en las diferentes actualizaciones del sincretismo cultural que supone la figura y leyenda del Tío, así como su significación para los mineros. El Tío, ese temido ser mítico, habitante de las profundidades de la montaña, protector si se lo honra, vengativo si se lo olvida o ignora y que, por cierto, tiene rasgos semejantes con la figura del Minotauro cretense, es el verdadero hijo de Ariadna de este libro, su protagonista infaltable, omnipresente.
En estos textos, caracterizados por un decidido tratamiento de la materia narrativa, el lector se enfrenta a lo que ya va siendo una constante en la narrativa de Montoya: el distanciamiento del narrador, la precisión, a veces la crudeza de estirpe casi naturalista, con que se describen hechos violentos o tremendos, al mismo tiempo que la resolución de la trama opera en un registro de modulaciones mágicas, de manera que más que hablar de realismo mágico podríamos hablar de naturalismo mágico en estos relatos. Por ejemplo, en "El Timbrero", un ascensor se desploma en el vacío: los mineros "... murieron en el acto, los huesos atravesados, la cabeza hundida en el pecho y el cráneo roto como una cáscara de huevo. El impacto fue tan intenso, que los diez mineros tenían los huesos fracturados y la estatura reducida a menos de un metro". Sin embargo, el Timbrero se salva y aún va a protagonizar, junto al Tío, el acontecer ficticio de ese relato antes del final trágico.
Hay muchos aciertos y también algunas soluciones menos logradas en la colección de relatos. La prosa es por lo general fluida y corre libre a su conclusión, aunque puede anotarse algún exceso de frases triádicas, al estilo de "El diablo la enlazó con el látigo por la cintura, la hizo girar en el aire y la montó sobre las grupas del caballo". Hay una utilización apropiada y abundante de palabras del aymara y del quechua, cuya significación puede comprenderse consultando un glosario al final. Hay, finalmente, textos donde lo mítico -el relato cuya comprensión termina por explicar el origen de algo (como en "La chola uncieña")- tiene una resolución muy lograda y apropiada, pero el efecto de verosimilitud se resiente con el empleo del discurso mimético, es decir, del diálogo, en un registro que más apropiado resulta para el ensayo que para simular en un relato una conversación real. Por ejemplo, en "El último pijcheo", un minero le pregunta al Tío: "-¿o sea que tú eras Huari, el dios mitológico de los urus?" A lo que el Tío le contesta: "... De dios protector de los urus y los rebaños silvestres, me he convertido en el Supay protector y benefactor de los mineros, quienes, merced a sus supersticiones y creencias pagano-religiosas, me confunden con Lucifer y con la deidad protectora de las riquezas de la mina, donde me tratan con temor, cariño y respeto". Algo semejante ocurre en el texto final, "Carta al Tío", con el recurso de poner al propio Tío como destinatario de una carta que en realidad explica al lector la significación y el origen de la figura del Tío.
Me parece que "Cuentos de la mina" es un libro que, si bien puede leerse como una elaborada, artística colección de relatos, tiene también una intencionalidad más trascendente, señalada o explicada en la dedicatoria, en el prólogo, en las fotografías y en la "Carta al Tío" final: la de dar testimonio de una parte de la realidad social, cultural y mítica de los trabajadores de las minas de Bolivia. Arte y artificio, testimonio y denuncia, se trenzan con vigor en la original unidad que constituye, por ahora, el más reciente libro de Víctor Montoya.
Leonardo Rossiello es escritor uruguayo. Catedrático de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Uppsala-Suecia.
La tradición oral es un arte de composición que tiene la función primordial de conservar los conocimientos ancestrales a través de cantos, oraciones, conjuros, discursos y relatos. En este sentido, el libro "Cuentos de la mina", del escritor boliviano Víctor Montoya, es una recapitulación de relatos a los cuales ha dado forma literaria con una prosa que a veces es poética y siempre clara, vigorosa e interesante, como son la mayoría los cuentos populares.
Yo no pude soltar este libro por tres razones: primero porque tenía que presentarlo, segundo por los atributos que acabo de mencionar y tercero porque su tema está dentro de mi campo de trabajo, que es la narración oral escénica de cuentos y leyendas de la tradición oral indígena mexicana.
La importancia número uno de este libro es que contribuye a la conservación de la tradición oral, que junto con el lenguaje, los símbolos, la comida, la vestimenta, etc., conforman la identidad de un pueblo. Pero en estos casos, siempre me gusta hablar en plural por la hermandad que nos une, debido a que conforman la identidad de nuestros pueblos latinoamericanos.
Sin la memoria colectiva, nuestras raíces se debilitan, nuestra identidad no es consistente y puede aceptar influencias que nada tienen que ver con nosotros y que por lo general no nos benefician en nada.
Todo este acervo cultural procede de dos fuentes: nuestras culturas prehispánicas y las que nos llegaron de Europa y África con la invasión española, y que vinieron a nosotros por la boca de nuestros cuenteros tradicionales o de nuestros abuelos. Víctor Montoya empieza diciendo: "Aún recuerdo el día en que mi abuelo me refirió por primera vez la leyenda del Tío: dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta...".
¿En qué tradición oral de nuestros países no existe el demonio?, como le llamamos: el Tío, Diablo, Lucifer, Satanás, Belcebú, Maligno, patas de cabra, o el Chamuco, personaje burlón y picaresco de muchas de nuestras danzas folklóricas.
A las generaciones últimas, estas leyendas nos han llegado ya de una manera sincrética, es decir, con las aguas de esas fuentes que menciono arriba, mezcladas. Dice el Tío: "No soy un diablo traído en las carabelas de los conquistadores, sino la deidad sagrada y mitológica de los urus, entre quienes cuidé de los animales silvestres desde los albores del mundo, hasta que cierto día, al enterarme que los hombres me dieron la espalda para adorar a otro dios más luminoso y poderoso, opté por vengarme". Otro ejemplo: "Pero el dios Inti, que tenía más luminosidad que todos los fuegos juntos, resistió mi embestida, despejó los humos asfixiantes con su brillo y volvió a iluminar el cielo y la tierra de los urus, devolviéndoles el amor y la calma". Último: "Como ellos tenían miedo de la oscuridad y cargaban ya en su mente las imágenes demoníacas que les inculcaron los hombres blancos, reconstruyeron mi imagen dándome formas desproporcionadas y terroríficas".
Es bueno recordar que por lo menos en la tradición oral indígena prehispánica que conozco, no existía el infierno ni mucho menos el diablo. Las montañas, los ríos y las cuevas, tenían dueños o guardianes que después de la evangelización se convirtieron en demonios. También es común la sustitución del héroe o dios nativo por el cristianismo.
Este platillo fuerte, que es "Cuentos de la mina", está sazonado con palabras de la jerga minera: galería, dinamita, barreno, vagones, filones, veta, etc., y con voces de la lengua ancestral que no anoté porque desconozco la pronunciación, pero que, gracias al cuidado de la edición, se pueden consultar en el glosario.
En los relatos encontré varias semejanzas con nuestra tradición oral mexicana, por ejemplo, ese dragón de siete cabezas que nos recuerda a nuestra piñata estrellada de siete picos, que representan los pecados capitales. Asimismo, la K'achachola, bella y perversa, es como nuestra Xpaquinte de Chiapas, quien atrae a los hombres tomando la apariencia de su mujer amada, y cuando la abrazan se convierte en un madero podrido y lleno de gusanos. También se parece a la Xtabay de Yucatán y es hasta gritona como nuestra famosa "Llorona", que se lamenta por sus hijos ahogados, y quien tiene lo suyo para atraer a los hombres que deambulan por las noches con una cuantas copas encima y que poco necesitan para alocarse.
La diablada, que es una danza y una fiesta, tiene una relación con nuestras pastorelas. Su clímax es la batalla del diablo, nada menos que con nuestro santo patrón: el príncipe de los ejércitos celestiales, San Miguel Arcángel. Los parlamentos, que dicen los dos personajes en los dos eventos, son casi idénticos.
El personaje principal, en este libro de Víctor Montoya, es el diablo, como ya lo habrán notado. Furioso, porque le quemaron a su amante y al hijo que procrearon, castiga al pueblo y erige su reino en la más profunda y oscura galería de la mina. Si los mineros no le rinden pleitesía, se atienen a las consecuencias: pesadillas, accidentes, violaciones, la condenación eterna y hasta la muerte. Este diablo, este Tío, es mucho más drástico que los diablos de la tradición oral mexicana, víctimas por lo regular de las burlas y trampas que les tienden los humanos, hasta el punto de ridiculizarlos.
"Somos como el Tío, bondadosos y caritativos con quienes nos tratan bien, y crueles y vengativos con quienes nos tratan mal", al leer esta cita, vino a mi mente la idea del destacado escritor Ernesto Sábato, quien dice que el mayor poder en este mundo es el de la maldad, que el diablo nos sugiere, y no el de la bondad, que Dios nos inculca. Basta con ver los periódicos y los noticieros en los medios masivos.
El mensaje humanístico de esta obra literaria, como lo tiene en la gran mayoría de los casos la tradición oral, es hacer evidente las condiciones de sufrimiento en que trabajan los mineros del altiplano en Bolivia; su pobreza, su respeto por la Pachamama, por la valentía de sus compañeros y hasta por el Tío, a quien rinden culto propiciatorio en las profundidades que él gobierna, ofreciéndole tabaco, aguardiente y coca. Cito la voz de un minero, personaje del cuento: "No todos mis ruegos han sido escuchados ni todos mis deseos se han cumplido, mis sueños se han tornado en pesadillas y mi vida está condenada a terminar entre quienes dejaron sus pulmones en las entrañas de la tierra".
Les recomiendo ampliamente este libro que moverá su corazón y tal vez su inteligencia y acción para poner un granito de arena e ir cambiando esa situación de injusticia en que se debaten nuestros países latinoamericanos. A mí me gustó mucho, me hizo reír, me impresionó y seguramente formará parte de mi repertorio de historias para narrar.
María Luisa Moreno es escritora mejicana. Miembro de la Asociación Nacional de Narradores Orales Escénicos.
La permanente nostalgia de una temática muy andina es notable en la colección de cuentos que me acaba de enviar Víctor Montoya. Sé que existen otros textos suyos; el que tengo en las manos lleva por título simplemente "Cuentos de la mina". Este título algo minimalista, que se refiere así quizá para mejor ubicarse, intertextualiza un homónimo titulado "Cuentos mineros" de René Poppe (La Paz: Isla, 1985, 138 pgs.). La diferencia, pienso, es que ambos creadores pertenecen a diferentes generaciones de narradores de la mina. Lo que les une, sin embargo, es su atracción por el tropo que centenariamente languidece en el trasfondo andino y que fue la razón de existir de la Bolivia del siglo XX. El tropo es el del ambiente cordillerano de toda una cultura de la mina y la minería. Es historia de una forma de capitalismo periférico, entre los varios, mediados por el maniqueo y fálico Tío o Supay. Estas narrativas son un homenaje a una de las labores humanas más trágicas y peligrosas que, en nuestro caso, lo heredamos desde tiempos precolombinos cuando los ascendientes de los mitayuq inventaron la wayra (horno para fundir minerales). Anticipadamente esta especialidad elaboró un rico vocabulario ocupacional que se continuó utilizando hasta hace poco. Términos tales como: "palliri", "q"uya", "llallawa", "juk"u", "p'ulqu", "t'uqu", "aysa", se han heredado del trabajo minero ya organizado por los incas.
A diferencia de Poppe -que para alentar su imaginación de cuentista habitó los parajes del Tío y acompañó las luchas del célebre sindicalismo de la FSTMB- Víctor Montoya recoge la memoria rota de la mina donde deambuló de niño y, por qué no, la de un país cuya historia de militarizado rostro -en el período tenso y autoritario de la "década perdida"- como a otros y otras, le dio las espaldas como militante, y como ser humano. Por esta razón el re/membramiento de su cuentística circula en Suecia, tan ceremonial, pensativa, y atenta a los Derechos y la solidaridad Humanas. Sabemos ahora que algunos fueron lejos buscando el significado de la noción de libertad. Es otra pregunta si la encontraron.
El planteamiento nos debe dejar pensativos. Montoya empero, al compartir con el público su forma de estar con Bolivia, es aquiescente de lo anterior. Piensa un mundo con memoria, con tiempo; considera la posibilidad de un registro regional, multilingüe. A manera de las novelas indigenistas del siglo pasado, su cuentística pide de un glosario al final del texto, para indicarnos que varias palabras tienen un sabor localista. Provienen ellas del quechua, o el aymara, o el español nacido del encuentro o la desavenencia de los siglos. Y aprovechando la alta tecnología de reproducción podemos ver ilustraciones del mismo Tío o Supay, una pintura algo cubista de Eduardo Ibánez (por mucho tiempo expuesta en el Museo de Antropología de Oruro), y fotografías varias de los documentalistas locales.
Después de leer los cuentos, uno podría repensar la forma en que Montoya recoge, en la literatura, los temas psicologizados del universo fantástico de la mina. En ese mundo de hedentina mineral las sombras acompañan o agrandan lo monstruoso. En varios cuentos se agudiza la intriga de la trama, en un trasfondo de poca luz, o en total ausencia de ella. En varios se puede escuchar el silencio, y las horadantes goteras capaces de perforar roca mineralizada. Ya decía Borges que: "los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro". Los húmedos y prehistóricos socavones que se narran en esta cuentística nos dejan escuchar voces de mineros, ya apocadas, cuyo resuello se pega a la misma bóveda donde lo humano y la naturaleza son indistinguibles. Obedecen a un dictum ético (de etos) de la Bolivia profunda, eso de que lo humano no es sino parte complementaria de la naturaleza, por tanto la naturaleza vive y puede ser agresiva ante la transgresión: "la mina nos come, y nosotros comemos a la mina".
De tantos siglos de minería, lo que resta hoy no son más que relaves, desmontes, arena y "el ulular del viento" –como dijera Sergio Almaráz Paz; queda ahora, esa minera esperanza de catear en busca de antimonio o litio. En fin, al cerrar el libro pensé en el Trocis, el Yana Ullu, en la Khola, en Benito Pérez y El Flaco, en El Mono Perforista, y el temor que le tenían a la Awicha. Los pensé trabajando unos rajos arriba, por los buzones en la Sección Azul, por donde pasaba Sinforoso Choque para ir a mear después del lameo. Montoya, en sus minas del retorno, quizá por la distancia y la nostalgia, recoge un mundo que deja de ser poco a poco, un mundo que se ha atomizado desde 1986, cuando se cantó el requiem para el estaño. Ese año culmina toda una historia de humanos y cordilleras. Como todo final, empero, da lugar a otro escenario ahora relocalizado en los yungas. Contra la tesis de Marx, repentinamente trabajadores de la industria minera se transforman en campesinos. En otros lugares andinos de Bolivia, la mina se ha transformado en un museo; un pollerín del diablo de carnaval esconde el pasmo teratológico del Tío. Han triunfado las estalactitas, que son las que quedan en la perenne inmensidad de interior mina, desnacionalizadas todas.
Guillermo Delgado P. es antropólogo y catedrático en el Departamento de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de California, Santa Cruz.
"Los andes no creen en Dios". Con esta sentencia de Adolfo Costa du Rels, tan enigmática a primera vista, enmarca el escritor boliviano Víctor Montoya el inicio de su libro "Cuentos de la mina". La fuerza retórica de la sentencia de Costa du Rels descansa sobre una paradoja, pues, hasta donde ahora se sepa, ninguna de las grandes culturas que existieron, y que aún existen en los andes, pueden ser catalogadas de ateas.
Esta paradoja, por sugestión, es el motor que hace girar el eje temático en torno al cual se desarrolla la trama de las 18 narraciones que Víctor Montoya, acertadamente, da en llamar "Cuentos de la mina".
Víctor Montoya inicia el texto de "Cuentos de la mina" con una "dedicatoria" a "los mineros bolivianos". Allí también leemos: "Aún recuerdo el día en que mi abuelo me refirió por primera vez la leyenda del Tío: 'Dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta', dijo, mientras afuera el cielo se vaciaba en relámpagos y aguacero. Desde entonces no he dejado de pensar en la imagen diabólica de ese personaje ni en las consejas mineras que escuché en boca de mi abuelo", comenta el autor, pero luego agrega: "Después comprendí que las consejas mineras, cuyos principales protagonistas son el Tío, la Chinasupay, la K'achachola, las palliris y los mineros, se transmitían de generación en generación y de boca en boca, puesto que correspondían a la tradición oral y la memoria colectiva".
Hemos de considerar, por lo tanto, que los relatos que conforman el texto de "Cuentos de la mina" pertenecen a un género literario cuya estética emerge del acto de transformar en lenguaje escrito temas pertenecientes a la llamada "tradición oral". Pero igualmente es menester tener en cuenta, en dicho acto de transcripción, la función programática de lo que el autor, correctamente, denomina "memoria colectiva".
Indudablemente que la relación genética existente entre la tradición oral y el personaje "diablo" en "Cuentos de la mina" es muy marcada, y proviene, básicamente, de esquemas psicosociales de origen católico cuyo efecto colectivo, a nivel social, es el temor: el temor al diablo. Dichos esquemas, sin embargo, reflejan en "Cuentos de la mina" algo esencial. Algo que de ninguna manera, y bajo conceptos estrictamente teológicos, concuerdan con la ortodoxia católica: al "diablo" no sólo se le teme, sino que igualmente se le ofrece culto.
Ahora bien, en "Cuentos de la mina" dicho culto, nace –aparentemente– del temor. Pero de hecho, y en mi opinión, no es así. Allí el culto al "diablo" emerge de la "memoria colectiva" y es secundado, a manera de ley intrínseca, por el tipo de lenguaje que Víctor Montoya usa, especie de herramienta literaria no libre de complicaciones prácticas. Estas complicaciones, desde luego, pueden ser asimiladas positivamente o negativamente. Todo depende del lector.
La presencia del "diablo" en los relatos de Víctor Montoya va acompañada no solamente de historias fabulosas y hechos humanamente trágicos, sino también de verbos, sustantivos y adjetivos completamente ajenos al castellano, el idioma "oficial" del texto –por así decirlo. Al iniciar la lectura, pronto nos vemos envueltos en una profusión de términos aymaras y quechuas incomprensibles para los lectores de otras naciones. Obviamente que nuestra curiosidad intelectual es estimulada y nuestra lectura se enriquece, pero nos exige la constante consulta del glosario que, afortunadamente, el autor nos entrega al final del libro. Poco a poco, y a medida que consultamos el glosario, nos vamos enterando que el "diablo" de los relatos de Víctor Montoya no es tan diablo.
Y aprendemos a cobrarle respeto por una sencilla razón: son los restos moribundos de un dios andino obligado por la historia a vestirse y enmascararse de diablo. La terminología quechua y aymara, y su semántica propia, le restituyen su esplendor social: haber sido alguna vez una de las divinidades más ancestrales de los antiguos urus.
Esa especie de "bilingüismo" atávico que encontramos en "Cuentos de la mina" refleja una lucha ya centenaria que hoy por hoy aún se libra en los Andes. La lucha entre dos rituales colectivos, el ritual litúrgico del catolicismo y el ritual litúrgico de las antiguas religiones andinas.
El Tío de los mineros bolivianos, especie de Huari y de Supay mítico, permanece –hasta el presente– desterrado en los socavones de estaño, y sólo se le permite salir a la superficie en los días de Carnaval, en ropajes ajenos, como "diablo". Allí comparte los espacios públicos de su antiguo reino, en calles y plazoletas, donde luego es derrotado por un ser foráneo a su corte: el arcángel San Miguel. Humillado regresa a los socavones, a vivir –de nuevo– la existencia del desterrado. Su culto en las minas, de todos modos, le permite sobrevivir, así sea como "diablo".
La literatura, indudablemente, crea espacio cultural. Obras como "Cuentos de la mina", por las características lingüísticas de su texto, restituyen para la cultura ancestral un espacio en el cual los dioses andinos logran, al menos intermitentemente, retornar a los vastos dominios de la conciencia colectiva. Queda luego para el lector una segunda tarea, quizás la más difícil: la reflexión.
Julián Vásquez Lopera es escritor colombiano. Investigador de literatura en la Universidad de Estocolmo.
Las temáticas de la literatura minera son varias y han sido narradas por medio de distintos estilos. Ahí tenemos, por citar un caso, el compromiso social de César Vallejo, quien definió su novela "Tungsteno" como una obra de la literatura proletaria.
Augusto Céspedes, en su "Metal del diablo", lanzó ataques furibundos contra la política boliviana, a tiempo de denunciar la opresión de los trabajadores y el rol predominante que las multinacionales mineras tenían sobre los gobiernos.
Los "Cuentos de la mina", de Víctor Montoya, se alejan no sólo de las temáticas abordadas por los autores mencionados, sino también de su propia producción literaria. Si en sus obras anteriores analizó y criticó las difíciles condiciones de vida en los centros mineros, en "Cuentos de la mina" dirige su mirada hacia el ámbito de la mitología minera.
El libro, compuesto por 18 cuentos, recrea con un estilo personal las leyendas, los mitos y las tradiciones orales de los mineros bolivianos. El protagonista indiscutible es el Tío; deidad de la cosmovisión andina, ser mítico, sagrado y demoníaco, que decide la vida y la muerte de los mineros.
Así como ocurre en los relatos orales, Montoya describe al dueño de las tenebrosas galerías sentado en su trono, esperando la pleitesía de sus "súbditos": los mineros. El centro neurálgico de la realidad de los trabajadores del subsuelo es el mismo diablo, que regula los sentimientos de los hombres. El Tío es, a su vez, demonio y energía reanimadora, que permite la realización de sueños y deseos. Él determina la producción de los minerales, él da y quita la vida.
"Cuentos de la mina" es una colección de relatos, leyendas y mitos que, según se lee en la dedicatoria, han sido transmitidos por vía oral. No obstante, es importante destacar que el libro refleja también la memoria y los sentimientos del autor, que se convirtió en una suerte de depositario de los relatos referidos por las generaciones anteriores. De ahí que el autor revela al principio de su obra:
"Aún recuerdo el día en que mi abuelo me refirió por primera vez la leyenda del Tío: dicen que el diablo llegó a las minas una noche de tormenta."
Un elemento fundamental en la obra de Montoya es, por otra parte, su experiencia personal. Sus orígenes, en el seno de una familia de mineros, permiten que los cuentos sean ricos en veracidad y tengan un intenso compromiso con el tema tratado. Montoya es testigo directo de la realidad minera, como él mismo declara:
"Conozco la miseria de sus hogares, el drama de sus luchas y la tragedia de sus vidas."
El autor nos define al demonio en varios ámbitos: en su reino natural o durante las fiestas, describiendo sus caprichos y su relación con la población minera.
"Cuentos de la Mina", sin dejar de ser fiel a las narraciones mineras, se distancia en cierta medida de la tradición oral y añade algunas variaciones: el diablo, que generalmente, en las leyendas, reside sólo en los socavones, en algunos cuentos de Montoya emerge de su reino y toma apariencia de hombre para hacer gala de sus trampas de seducción. Por ejemplo, en uno de los cuentos se afirma que el Tío entra por el ojo de la cerradura al cuarto oscuro de las mujeres, las seduce y las penetra sin que ellas se den cuenta.
En otro cuento, por una apuesta ganada, abandona su reino para acostarse con la mujer de un minero; en "El hijo del Tío" sale de las galerías "dispuesto a hacer germinar su semilla en el vientre de una de las mujeres más jóvenes y hermosas del campamento minero", para así tener un legítimo heredero.
El Tío, aparte de su rol de seductor, es cruel y vengativo con los mineros que le faltan el respeto y no le rinden tributos. En algunos casos, el Tío se disfraza de mujer para atraer a los mineros ingenuos e infligirles castigos brutales.
En "El castigo del Tío", Montoya nos cuenta la venganza que el Tío tenía reservada para su abuelo por no haberse despedido debidamente del diablo al salir de la galería: el Tío esperó a su víctima en la puerta de su casa, disfrazado de anciano, y lo castigó severamente, dejándolo paralítico en la cama hasta el día de su muerte.
La narración de los mitos, hechos en forma de los cuentos, nos permite también entender de qué modo las leyendas tomaron forma. En el cuento "El último pijcheo", asistimos al diálogo entre el último minero y el Tío. El escenario es una mina abandonada, poco antes de su cierre definitivo. El último minero se para delante del Tío, depositando al pie de su trono, por última vez, un puñado de hojas de coca. Aquí comienza una larga conversación en la que el diablo le revela al minero el origen de su nombre y su genealogía. Así nos enteramos que, en principio, el Tío representaba a la divinidad Huari que, según cuenta la leyenda, era venerado por la antigua comunidad de los Urus, los mismos que vivían en la región situada entre el lago Titicaca y el lago Poopó, y cuyas tradiciones han sido heredadas por los quechuas y los aymaras.
Huari era una de las divinidades más veneradas, considerado el protector de los animales silvestres y los árboles. Un día Huari, al darse cuenta de que los humanos le habían vuelto las espaldas para adorar a otra divinidad, decidió vengarse desencadenando el fuego de los volcanes y lanzando a las bestias más feroces contra los Urus. Sin embargo, a pesar de su actitud implacable y vengativa, fue derrotado por la divinidad femenina ñusta Anti Wara, la cual neutralizó en un solo instante todos los castigos inflingidos a los hombres, obligándolo a esconderse en las entrañas de la tierra. Desde ese momento el dios Huari es conocido por los mineros como el Tío, deidad protectora de las riquezas del subsuelo. El cuento, además de revelar el verdadero origen del diablo, menciona algunos elementos históricos, como es el caso de la crisis de la minería.
De hecho, son varias las minas que en las últimas décadas han cerrado sus galerías, con el inevitable despido de los trabajadores y la dispersión de las tradiciones relativas al culto del Tío. Además, muchos indios prefieren dejar sus tierras y mudarse cerca de las ciudades, con el consiguiente decaimiento de la cultura andina.
"Cuentos de la mina", aparte de abordar la temática del Tío, recoge también otras simbologías. Por ejemplo, es muy interesante la leyenda que nos cuenta sobre el origen de la planta de coca. Las hojas de coca representan, para los mineros y los campesinos de los Andes, un elemento esencial que está vinculado al trabajo. El líquido que extraen al masticarlas, aumenta la percepción de fuerza y resistencia, y mitiga la sensación de cansancio y de hambre. La leyenda cuenta que, en realidad, la planta de coca se originó de los restos de una mujer hermosa pero pretenciosa, que solía burlarse del sentimiento de los hombres que le declaraban su amor.
Entonces los yatiris y amautas de la comunidad, para evitar que los hombres perdiesen la razón por la mujer y se arrojasen a los precipicios, ordenaron su ejecución y dejaron que su cuerpo fuese decapitado. Poco tiempo después, en los mismos sitios donde los restos de su cuerpo fueron enterrados, crecieron unos arbustos verdes que tenían la facultad de dar fuerza a los cansados, mitigar el hambre de los hambrientos y hacer olvidar la miseria de los desgraciados.
Por otra parte, son muchas las narraciones relacionadas con el elemento femenino. Existe la creencia de que el Tío no soporta la presencia de las mujeres en las minas por dos razones: una, porque provoca los celos de su amante Chinasupay (diablesa) y, otra, porque existe la superstición de que el flujo menstrual hace desaparecer los filones de mineral en los socavones.
Otro elemento trascendental en los pueblos mineros bolivianos es, sin lugar a dudas, el Carnaval; Montoya describe esta festividad que se celebra en la ciudad de Oruro, una de las más importantes del país.
El Carnaval representa la perfecta fusión entre los rituales cristianos y paganos. Durante la fiesta se rinden culto a las dos imágenes que, más que ser antagónicas, se complementan en el Carnaval: la Virgen del Socavón y el Tío. En vísperas de la fiesta, hombres y mujeres entran a la mina, adornan la estatua del Tío y le dejan diversas ofrendas: comidas, alcohol, cigarrillos y coca. El Tío, de acuerdo a la creencia de los mineros, se disfraza de Lucifer para bailar en el Carnaval, por eso los hombres se disfrazan de Tío y las mujeres de Chinasupay. Se baila esta danza como una forma de homenaje al demonio. En la fraternidad de la diablada, junto al Lucifer y a otros personajes principales, aparecen también los diablos que representan los siete pecados capitales. Al final de la danza, se representa de manera teatral la lucha de Lucifer contra el arcángel San Miguel, quien, luego de salir victorioso en la batalla, procura la caída de Lucifer hacia las entrañas de la tierra o del infierno; éste es el momento en que la figura del Lucifer y la del Tío llegan a trocarse en una sola entidad.
El Tío, como dice Montoya en una crónica que escribió sobre el tema, es la expresión más alta de sincretismo cultural entre la religión católica y el paganismo ancestral, no sólo porque forma parte de una leyenda que gira en torno a la mina y sus asuntos, sino también porque es un ser mítico capaz de esclavizar y liberar a los hombres con sus poderes mágicos.
Otro aspecto interesante de la cultura minera de los Andes, que Montoya nos describe en sus cuentos, es el elemento lingüístico. El indio en la mina no olvida su idioma materno, el quechua o el aymara. De este modo, las herramientas, los minerales, los lugares de trabajo, así como las divinidades y los apodos de los mineros, están en las lenguas originarias de Bolivia.
Cuando los indios emigran a las ciudades en busca de trabajo, y se encuentran en un contexto donde el castellano es dominante, siguen utilizando su lengua materna. Añaden a las palabras españolas sufijos y prefijos típicos de sus idiomas, creando de este modo innumerables neologismos. En los cuentos Montoya se advierten interferencias idiomáticas tanto del quechua como del aymara, y de muchos otros términos propios del lenguaje minero. Es más, al final del libro existe un glosario de palabras, que ayuda al lector a comprender mejor las interferencias idiomáticas durante el proceso de la lectura.
"Cuentos de la mina" es un libro que, debido a sus descripciones fascinantes, en algunos momentos poéticos y en otros violentos y despiadados, nos da la posibilidad de conocer de manera más amplia no sólo los mitos y las leyendas que desde hace siglos pueblan el mundo de los mineros, sino también los ritos, las ceremonias y el rico lenguaje de la población minera de los Andes bolivianos: todos estos elementos que, con el tiempo y el cierre de las minas, probablemente desaparezcan de manera total o parcial. Por eso mismo, la obra de Víctor Montoya es de vital importancia, porque registra y mantiene viva una parte fundamental de la Cultura Minera Andina.
Valeria Murru, de nacionalidad italiana y ex estudiante de la Facultad de Lenguas y Literaturas Extranjeras de la Universidad de Cagliari, escribió la tesis de licenciatura: "La letteratura nelle miniere: storie, voci e lotte dei minatori. I casi della Sardegna, della Bolivia e del Perú" (La literatura en las minas: historias, voces y luchas de los mineros. Los casos de Cerdeña, Bolivia y Perú).